A veces, de viaje en viaje, se encuentran cosas que merecen la pena, brotes verdes que demuestran que la literatura no está perdida y que en cada rincón hay un Carlos Fidalgo con obras como ‘El agujero de Helmand’.
¿Qué es más complejo: contar una historia llenándola de detalles, de palabras y una verborrea que apabulla para transportar al lector, o por el contrario soltar frases cortas de apenas cinco palabras y que cada una esté tallada como un sillar de piedra que va directo a la cabeza? Quizás lo segundo. La literatura está llena de autores del primer tipo, capaces de sumergirte en un mar propio en el que nadas para entender. Convierten al lector en un marino. Pero hay menos del segundo tipo, autores que economizan y se basan en algo así como una Esparta de las letras en la que no existen las subordinadas, donde la imaginación manda a partir de pequeños cimientos sencillos que parecen pulidos.
Carlos Fidalgo es un novato en esto de las letras, no en escribir. Periodista del ‘Diario de León’ en la zona del Bierzo, natural de Bembibre, lleva muchos años poniendo palabras a la realidad, y quizás ese influjo economizador de la prensa le ha permitido depurar un estilo hasta hacerlo directo como un puñetazo. Salvando las distancias, en España ha habido un gurú de este tipo de letras reunidas, el viejo maestro Delibes, pero siempre salvando el trecho que va de un escritor debutante ganador de un premio que le permitió publicar este estupendo relato y el No-Nobel más famoso junto con Borges.
‘El agujero de Helmand’ es una historia sobre saltos en el tiempo en un Afganistán tomado por las armas por los Marines de EEUU, pero también es un círculo perfecto que se lee en menos de lo que tardaba Enrique VIII en divorciarse y decapitar a su mujer de turno; en 98 páginas cuenta una historia que otros tardarían unas 400 en contar con todo lujo de detalles. ¿Pero quien necesita detalles si cada frase de cuatro palabras crea mejores atmósferas? Fidalgo juega con truco: los lectores ya tienen grabado a fuego en sus cabezas cómo es Afganistán, y cómo se desarrolla el funcionamiento de un monstruo como es el Ejército de EEUU, tiene a su favor que todos ya tenemos asimilados los símbolos y parámetros para meternos en la historia. Por eso, y porque el minimalismo, la sencillez y la economía de recursos son muy útiles, llega lejos ‘El agujero de Helmand’.
Son estos pequeños placeres de una hora y pico de lectura los que hacen que después de tanta parafernalia literaria se termine por agradecer un pequeño soplo, no de viento arenoso y caliente como en Afganistán, ese paisaje que domina por completo el relato, capaz de infundir un enorme terror psicológico con un leve movimiento. Crea escenarios, atmósferas y sobre todo angustias con un suspiro, con apenas unas piezas. Y eso es un tanto a su favor inmenso que muchos otros necesitan en 20 páginas. Lo malo: que si repite publicación y prospera le saldrán detractores del minimalismo. Lo bueno: que llega más rápido y mejor que muchos. Totalmente recomendable: en editorial Menos Cuarto.