Contaba Thomas Hobbes, quizás el filósofo que mejor ha entendido la naturaleza humana (sin cursiladas, sin excusas ni coartadas), que los limites de los débiles y oprimidos son tan volubles como las nubes en el horizonte.

Es decir, que todo tiene un límite, incluso la ceguera del que se sienta en el trono y cree gobernar y se viste con ropajes de estatus (traje y corbata) y cree hacer las cosas como debe hacerlas mientras el resto son mezquinos y mediocres. La cantidad de golpes que el poder, el establishment o la (nada) Divina Providencia puede ejercer sobre los oprimidos actuales es limitada. En España esa diana gigante es casi el 70% de la población, que soporta la inutilidad ajena y sus errores como si viera llover. Pero nadie soporta tanto maltrato, tantos insultos personificados en políticos como Cospedal, incapaz de elaborar un discurso racional que no salte de un prejuicio clasista a otro, o del argumentario de su partido. Pero los buenos perros son recompensados cuando ladran.

Hobbes sabía que incluso el ser más débil de todos puede ser terriblemente peligroso. Todo queda resumido de forma mundana en una de sus frases más veces mal traducida y cambiada, y que en realidad más anecdótica es, pero que se ciñe al espíritu de lo que quería decir: “incluso el hombre más débil del mundo tiene fuerza suficiente para sostener un cuchillo y clavarlo por la espalda”. No deja de ser obvio, pero esta realidad, la capacidad del ser humano para ser lobo para el propio humano, es una de las piedras angulares del funcionamiento de cualquier sociedad: hay que evitar llegar a ese punto en el que la rabia y la falta de esperanza sea tan grande que destroce la posibilidad de que el sistema sobreviva. Y como bien sabía Hobbes, el poder no debe jamás subestimar a los débiles. Mucho más cuando ese Estado de Naturaleza que él entendió como el origen caótico que justifica al Estado moderno y la búsqueda de la paz está tan cerca de nosotros. Porque en nuestra sociedad de consumo y deudas el caos no es la anarquía total, es la falta de esperanza y no poder subirse al tren económico. Si no existe la ilusión siquiera, tenemos un problema muy serio. ¿De qué sirve el trabajo barato si se cobra la mitad que antes y dura apenas un suspiro?

Las sociedades de masas modernas (industria, orden, regulación, burocracia, sentimentalismo) poco a poco son sustituidas por las sociedades virtuales posmodernas que viven a través de las redes sociales, internet, las listas de chats o los grupos con códigos comunes. Somos una sociedad muy fragmentada. Se crea un mundo al margen del mundo que no entiende ni de leyes ni de miedos. Es lo que pasó recientemente con el nuevo caso de filtración de fotos íntimas de medio Hollywood por parte de hackers para los que las leyes valen tanto como el papel mojado. Porque importa más ya para mucha gente real lo que ocurra en el mundo virtual que en el real. Y eso el actual poder teledirigido por dos partidos políticos y una gran red de intereses económicos y de amenazas de Berlín y Bruselas no lo entiende. Porque si lo hicieran no dirían las cosas que dicen.

No comprenden que hay muchas maneras de crear mareas que se saltan por completo a los medios de comunicación tradicionales. El gobierno se empeña en controlar los medios clásicos y no se da cuenta de que en el otro lado son menos que nada. La prensa en papel está en fase de agonía, las portadas de La Razón van destinadas al puñado de ancianos que todavía viven en el pasado y la televisión vive de espaldas a la gente. Los medios de comunicación tradicionales están con la cabeza bajo la guillotina y el omnímodo poder conservador intenta sacar tajada de la necesidad.

El poder tampoco entiende que no se puede estar machacando a las hormiguitas de las que hablaba Harry en ‘El Tercer Hombre’, ni aunque te dieran un dólar por cada una que aplastaras con tu dedo. Ese diálogo de la noria vienesa es de las mejores radiografías que se han hecho del poder y de sus impulsos, y sobre todo de esa psique atormentada que empuja a muchos, como Cospedal, a tratar con desprecio a los de abajo o los que le llevan la contraria, o que se escandaliza que la insulten por la calle. Esas frases cargadas de rabia que escuchó cuando caminaba por la calle con su madre son sólo la punta del iceberg de lo que puede suceder cuando se pierde toda esperanza. Y lo peor de todo esto es que no se arregla ya ni con un cambio de gobierno ni de ideología. Es un fracaso sin vuelta atrás.