La auténtica fuerza política y sociológica del siglo XXI no es ni el populismo, ni la tecnocracia, ni la enésima revolución científica, ni las mujeres. Que va. Son los idiotas, que como bien dijo Mario Cipolla marchan felices hacia el cadalso arrastrándonos a todos los demás. Jamás subestiméis a un idiota, y mucho menos su terquedad en reafirmarse en sus pensamientos acordes con su condición: los argumentos no valen. Son como una maleta llena de uranio, hagas lo que hagas te va a hacer daño. La elección de Trump es el mejor ejemplo: él no es idiota, todo lo contrario, pero sí que los sabe utilizar. Hay que crear un nuevo relato igual de poderoso para evitar ese daño. A trabajar. 

Mi abuelo tenía tres particularidades: era muy católico, muy culto y pelín recalcitrante, a su manera, claro. Recuerdo escucharle argumentar que no terminaba de fiarse de la democracia porque eso de que su voto valiera tanto como el de su vecino, que era tonto del culo, no le terminaba de encajar. Él argumentaba, no sin algo de razón, que las decisiones absurdas que tomase un idiota podrían afectarle a él también, y que no había forma de evitarlo porque como cada voto era igual su opinión, acunada entre miles de libros, debía estar algo más fundada… Perdonen a aquel hombre: era lo que era, hijo de un siglo y una época muy mala para España, un conservador por instinto que tuvo que vivir entre la gripe española, la dictadura de Primo de Rivera, la malograda república, la Guerra Civil en la que le tocó luchar y la posguerra atornillada siguiente. Vio el sufrimiento humano en primera persona, lo padeció, sabía lo que era pasar hambre, miseria y estar a un balazo de la fosa. No se fiaba ni de su sombra. Pero quizás, quién sabe, tenía algo de razón. Políticamente incorrecto, claro, pero algo de razón.

Un idiota es mucho más peligroso que un malvado (que siempre actúa con un plan cerebral meditado) por dos razones. La primera porque no es consciente del mal que hace, como votar cantos de sirena sin fundamento para la presidencia, o tomar decisiones que sólo van en contra de sus intereses reales. En gran medida porque el idiota sólo confía y cree en lo aparente que es fácil de asimilar, por hueco y falso que sea, esas mentiras dulces que le hacen sentir bien, seguro y a salvo. Es un pensamiento de guardería que le insufla esperanza ante la frustración de vivir en una realidad que no controla y que le devora. La segunda porque jamás atiende a razones, porque un idiota no duda, no relativiza, no reflexiona, sólo actúa siguiendo un patrón de comportamiento donde busca siempre amoldarse a la satisfacción inmediata de sus anhelos, por infundados que sean, reaccionan según una mecánica tan sencilla como aplastante: me gusta, no me gusta, no quiero pensar, cierra la boca listillo, ¿te crees mejor que yo?

A lo largo de este siglo, en el que veremos a la ciencia y la tecnología avanzar a zancadas progresivamente más grandes y ambiciosas (os guste o no, salvo hecatombe planetaria ese huracán nos arrastrará), es muy probable que haya que redefinir la propia democracia, o bien invertir enormes cantidades de dinero en sistemas educativos que nos ayuden a eliminar el alto porcentaje de idiotas presente en cada sociedad para que ese mundo funcione. La educación es un arma perfecta: consigue que el idiota deje de serlo, o cuando menos, le da la alarma mental que suena cuando tomas una decisión irracional. Pero cuando mantienes a la mayoría de la población dentro de una caja de resonancia de mensajes cortos, simplistas y contradictorios el sujeto termina por idiotizarse. Sin una buena educación sólo se generan ciudadanos idiotas con derecho a voto que eligen siempre la vía fácil, la demagógica y más simplista: Berlusconi, Jesús Gil, Le Pen, Brexit, el referéndum de Colombia, Putin, los salvapatrias de todo tipo y condición… Y lo que venga.

Los metafóricos cantos de sirena de los que se guardaba Ulises atándose al mástil del barco se repiten una y otra vez. Mezclar política e idiotas es muy peligroso. El ciudadano idiota es presa fácil de esa música, se deja mecer como si la madre le acunara y se cree lo que sea con tal de poder apuntalar una realidad que no es tal, prefiere creer en promesas sin fundamento que en la dura realidad gris que le martiriza. Por eso cuando la sociedad les pone en el mismo lugar que al resto se crea una dinámica perversa en la que los no idiotas (o menos idiotas) son incapaces de hacerles ver que las sirenas sólo quieren que se estrellen en las rocas para poder devorarlos. Se cierran en banda y no atienden a razones, por muy tranquilas, sesudas y reales que sean. Sólo quedan dos opciones: la vía larga, educarles poco a poco para que abandonen esa guardería mental, apuntalar sistemas educativos públicos, privados o concertados que eleven el nivel por arriba en lugar de hacerlo al nivel de los tobillos. O la vía corta, mucho más laboriosa pero más eficaz: crear un discurso esperanzador que abarque a la mayoría y la saque de esa realidad gris.

Esa vía corta es un cortafuegos, consistente en tomarse muy en serio la combinación de idiota y política. Es decir, plantear una serie de líneas rojas a partir de las cuales cualquier opción idiota fuera neutralizada: “Eso no es tolerable y por lo tanto usted y eso que ha dicho quedan fuera del juego convenido. Y si no le gusta lo modifica”. Eso significa primero arrinconar políticamente el nacionalismo, el populismo y cualquier otro ismo consistente en reducir al absurdo la realidad. Y segundo, crear nuevos argumentos sencillos, asequibles y contundentes que puedan ser asumidos como propios por esa parte de la sociedad que por mala educación o naturaleza perezosa, pero que por su discurso no pongan en peligro la convivencia, los derechos civiles o los avances sociales logrados con dos siglos de esfuerzo. Un discurso positivo que arrastre a la mayor cantidad de gente posible para que el trabajo colectivo redunde en algo mejor para el común de la sociedad. Crear en lugar de destruir, unir en lugar de separar, soñar en lugar de patalear y llorar.

El abuelo podía tener la intuición sabia del superviviente que tuvo que remar contra todas las crisis imaginables y sobrevivir a todas hasta ver la democracia en España, pero no tenía la receta para evitar que aquel vecino le hiciera daño con su falta de miras. El idiota no es malo, es que no sabe lo que hace. Y sí que hay diferencias con el resto: en algún lugar hay que dejar de relativizar y darse cuenta de que todo tiene un limite y que muchos no somos idiotas, que pensamos al menos fuera de la guardería. No es elitismo, es la necesidad de salvar una forma de vida basada en las ideas, el trabajo y la amplitud de miras, no en las soluciones fáciles que no existen: las respuestas simples para problemas complejos sólo crean problemas aún más complejos. Por cierto, si por alguna razón el lector ha llegado hasta aquí y se ha sentido identificado con ese idiota, tiene todo el derecho del mundo a enfurecerse, pero su reacción no borrará la realidad.