Todo se viene abajo. El circuito de música clásica no se sostiene después de una expansión brutal. España pasó en los años 80 de no tener apenas dónde caerse muerta en cuanto a música a estar sobrealimentada. Hay demasiadas orquestas para el poco dinero que hay, demasiados conciertos, demasiado de todo. Otro ejemplo de dinero público mal usado por derechas, izquierdas y nacionalistas.

La razón por la que tocar el violín e intentar que Vivaldi sea algo más que eso que mencionan todos para aparentar ya no existe: la lluvia de dinero de los 90 y esta primera década hizo que cada comunidad, capital de provincia o institución y empresa tuvieran su propia sección orquestal. Algunas, como la de Galicia o la de Sinfónica de Tenerife, alcanzaron un grado notable de virtuosismo. Pasamos de tener apenas cuatro o cinco orquestas a tener más de 20 activas, y todas acabaron por perderse en el sumidero de la falta de dinero. El nacionalismo (en Cataluña, Euskadi, Galicia o Canarias), el interés político y el “pues yo más” ha terminado por cargarse todo el sistema cultural nacional.

Es el fin: todo ha desembocado en una ruina en la que los conciertos no son sinónimo de solvencia económica. Toda vez que el circuito clásico depende más que nadie de los conciertos en vivo (que los discos ya están todos más que vendidos) y no hay fondos para organizarlos, se acabó el pastel. Se cortó el grifo del dinero público y el privado escasea porque la gente no paga las entradas porque no tiene el bolsillo repleto precisamente. El resultado es otro boquete en el mundo de la música, dominado en un lado por discográficas apáticas, ciegas y avariciosas, en otro por estilos demasiado populistas y sencillos como para descollar como interesantes.

Y por supuesto, la música clásica, siempre despreciada, resguardada en sus circuitos personalizados, ya no tienen de dónde comer. Al menos en España. Fuera siempre quedará sitio para el talento, en sociedades donde se valora el talento, el virtuosismo. Y que no sufren las carencias económicas con tanta fuerza demoledora: los festivales caen como fichas de dominó, ya no hay obras como las del Palacio de la Música de Gran Vía (con Bankia detrás), ya no hay “pasta para nada”. Cuando todo un sistema se basa en algo tan frágil como la dependencia económica de una sola fuente, suelen pasar estas cosas. Es cierto, España ha vivido por encima de su potencial real: sin público culto o interesado dispuesto a darle independencia económica al negocio de la música, no hay futuro posible.