Lentamente, España se desliza hacia una sociedad empobrecida, con un sistema educativo público acosado, por cualquier cosa que arrebate a las élites el control social de antaño. Son los tiempos que corren, en los que la pobreza sirve de excusa para arremeter contra todos.

La huelga puede que no llegue muy lejos, pero lo cierto es que para un territorio sacudido por la crisis sólo queda esperar que algún día podamos todos salir del hoyo. Y se nos viene a la memoria una frase de cierto periodista inglés que, cuando su jefe le acusó de que no trabajaba, que era un vago (cuando era evidente que no lo era), respondió, a grito pelado, “tú no eres mi jefe, eres mi esclavo porque si no estuviera yo esto no sale a la calle”. Se hizo famoso, pero al cabo de un mes le despidieron.

La coacción siempre ha sido un arma muy bien usada, la predilecta de quien tiene la sartén por el mango. En las artes eso no ocurre por una razón: el autor está a solas consigo mismo, a veces tiene que colaborar con otros, pero es cierto que cuanta más gente haya de por medio, peor es la resolución del que crea. Por eso la literatura, la pintura, la escultura, tienen ese toque de dulce soledad que tango gusta a muchos. Debería ser la posición dominante: como en los trabajos liberales, depender de uno mismo y no tener que rendir cuentas salvo con el tipo o la tipa del espejo. Eso es lo que debería ser universal: así todos viviríamos más contentos al no tener que enfrentarnos a más errores que los propios. Por lo menos habría menos cabreo. Pero la sociedad y el estado está ahí por algo, no es un capricho: el principio de solidaridad. 

Decimos esto porque en medio de un país en ruinas siempre queda la opción del individualismo extremo. Es lo que ha ocurrido en esta huelga: por poco que hagan harán daño, pero nunca será como si se parara en seco el país, como ocurrió en 1988. La capacidad de maniobra del país está muy limitada, sometido a Bruselas, al FMI y a unos mercados que han conseguido magia pura: hacer pasar la rapiña del buitre como una norma sacrosanta. Pero todo acaba por romperse, por llegar al límite, y los que controlan el negocio no se dan cuenta porque viven en una burbuja. Cada vez hay más candidatos a emular a Luis XVI en los bosques cazando jabalíes: llega uno de sus ordenanzas de la guardia y le dice que en París hay disturbios. “¿Es una revuelta?”, preguntó el rey más atolondrado que haya tenido Francia. “No, sire, es una revolución”, le respondió el otro. Entonces Luis XVI se echó a llorar. Quizás anticipaba el viaje de su cabeza del cadalso a la cesta de poco después.