Antes de intentar resolver un problema hay que ser consciente del mismo, y si uno no asume que tiene un problema, entonces no hay manera de solucionar nada: por eso, hay que concluir que, efectivamente, los españoles necesitan terapia en masa.
Sería un grave error decir que los españoles son idiotas; ésa es la salida fácil. El pueblo español tiene una nefasta manía, insultarse a sí mismo, creerse el compendio de todos los defectos y vicios que el resto parece no tener. Cuando nos va bien nos creemos los reyes del mambo, y cuando vienen mal dadas nos convertimos en una procesión de Semana Santa de 45 millones y pico de penitentes. Que no hombre, que no, que todo tiene su razón. No obstante, hay que resaltar cuáles son los errores, y ser conscientes de que al otro lado de los Pirineos, y en cualquier lugar del mundo, son tan nefastamente imbéciles como podemos nosotros serlo. Piensen si no que Italia votaba a Berlusconi, que una antigua comunista de bajo coeficiente gobierna Alemania y que en EEUU una parte importante de la población cree a pies juntillas que el mundo sólo tiene 6.000 años y que el universo se creó en siete días. Éstos son los cinco problemas que deberían resolverse.
Impaciencia. El español lo quiere todo cuanto antes y sin fisuras; en España, país católico donde los haya, nunca se dio importancia al trabajo porque era el castigo divino por el pecado original, y por lo tanto trabajar era un síntoma de pobreza y de no tener patrimonio. El esfuerzo está mal visto, y la impaciencia siempre genera inconstancia, indisciplina, poco espíritu de sacrificio, pereza… la pescadilla que se muerde la cola. Las grandes victorias y los grandes triunfos son resultado de muchos pequeños pasos casi imperceptibles; la vida no es la final de los 100 metros, es la maratón.
Mala educación. No tenemos buena formación, nunca la hemos tenido y por el camino que vamos, no la habrá en generaciones. España siempre ha maltratado la educación por muchos motivos: la impaciencia misma, que no nos deja ver en perspectiva, la incapacidad para pensar en el mañana porque sólo hay que pensar en el hoy, el peligro que suponía enseñar a la gente y que así pensara por sí misma y ya no aceptaran los dogmas nacionales. La fórmula “más educación es más futuro” se cumple a rajatabla allí donde se aplica, desde Finlandia a Japón, de Nueva York y California a Canadá pasando por Baviera, Austria, Flandes o Inglaterra. Las leyes educativas se suceden dando bandazos de la izquierda a la derecha sin concretarse nada, los maestros son tratados como fulanas baratas y mal formados desde la base (y por lo tanto malos profesionales por culpa de un sistema deficiente de por sí). Resultado: mediocridad.
Corrupción. Los españoles sueñan con hacerse millonarios para dejar de trabajar, y cuanto antes mejor. La ética es vista siempre como esa barrera que evita que podamos pegar el pelotazo que nos transporte a esos verdes campos de esplendor… en el caso español, a playas. La moral implica demasiados quebraderos de cabeza, y en muchos aspectos la cultura española premia al listillo antes que al honrado, al astuto antes que al coherente, al radical que arma mucho ruido y destaca en lugar del sensato que piensa las cosas dos veces, al amigo o fiel seguidor en lugar del que sabe hacer bien las cosas.
Incultura. Es sempiterna, por la misma razón por la que no hay educación tampoco puede haber cultura o amor por ella. Eso es cosa de los ilustrados, palabra que fue un insulto durante siglos. Hay ignorancia porque no hay educación, y por lo tanto cuando la mayoría vive en esa ceguera es lógico que lo normal y socialmente aceptable sea parecer tonto del culo (incluso enorgullecerse de ello), mientras que el que siente algún tipo de amor por las artes, las letras o las ciencias es visto como raro, incluso peligroso. Porque como bien es sabido por todos, la inteligencia siempre es peligrosa, y el conocimiento todavía más. Especialmente para esa sombra oscura que gobernó autoritariamente España durante siglos.
Insensatez. Somos un pueblo muy poco sensato, más cigarra que hormiga, tan hedonista que perdemos por completo el camino para superarnos. Nunca pensamos dos veces, porque pensar y dilatar las decisiones se confunden con la falta de valor y aquí eso del arrojo tiene mucha buena prensa. Decía el emperador Claudio que el sentido común era el menos común de los sentidos, pero en España el hedonismo combinado con la rapidez por vivir hace mucho daño al conjunto de la población, que lleva siglos colgado de la incongruencia entre la represión moral y sexual de la Iglesia y el carpe diem heredado de los romanos. El resultado es un desastre continuado en el tiempo en el que de todas las opciones siempre escogemos la peor.