Se llamaba Narendra Dabholkar, era hindú y un valiente por atreverse a poner en solfa la religión, la superstición y la corrupción asociadas ambas a ella; al final, asesinado.
Dos sicarios en moto le ametrallaron en Pune, una de las ciudades más cosmopolitas de la India. Fue el 20 de agosto pasado y en España nos hemos enterado casi hoy, salvo algunos que tienen pinchada la BBC y esperaban el momento para publicar esto que leéis. Una desgracia para un país dominado como pocos por la santería, la superstición y la magia negra, donde la religión no sólo no ayuda a la gente sino que impone un sistema de castas sociales heredado de los indoarios que invadieron el país hace siglos. La India apenas ha evolucionado durante demasiado tiempo, un país pobre y atávico que intenta salir del marasmo de ese submundo cultural en el que parece anclado.
El gobierno indio lo intenta, las élites lo intentan, la gente de la calle lo intenta. En pocos sitios como la India hay tantas ONG y asociaciones civiles que luchen por mejorar el país y llevarlo donde debería por su historia, su tamaño y su potencial. Pero al igual que le ocurriera (y ocurre) a Occidente, a China o África, el lado oscuro es persistente. Un lado donde la religión sirve para el control de los parias y las clases medias, donde las estafas por la santería están tan en el orden del día que son casi imposibles de diferenciar de la bondad religiosa. Olvídense del mito de una India santa donde todo es espiritual: allí hasta los santones engañan al público para poder sacarles dinero.
Narendra Dabholkar era de los pocos que habían luchado contra la oscuridad de lo irracional: era científico, ateo, laico, racionalista y con una conciencia cívica tan grande que se empeñó en crear asociaciones y plataformas para perseguir el fraude religioso y a la propia religión como elemento vertebrador. Dabholkar escribió el proyecto de ley que pedía acción legal contra los santones que extorsionen a la gente con magia negra o vudú, a los adivinos e incluso a las facciones hinduistas más extremistas y fanáticas, las que queman mezquitas y ven como un virus peligroso a los cristianos que hay en la India. Incluso han cargado contra los budistas en el norte y el este del país, cuando no hay nada más relacionado con la India que aquel príncipe Siddharta. También luchó para erradicar el sistema de castas.
El Gobierno apuntó a esos grupos, a pesar de que nunca le hicieron caso y el proyecto de ley que él defendía estuvo metido en un cajón durante años. Ha tenido que morir para que ahora, deprisa y corriendo, lo hayan sacado de la sombra para lanzarlo como norma. Sabía que le habían dibujado una diana los oscurantistas, pero siguió adelante. Los racionalistas indios pierden a un guía, y la religión, una vez más, gana a base de sangre y muerte. La misma intolerancia religiosa que se llevó por delante a Gandhi. Los políticos hindúes sacan ahora rédito del crimen: “De la misma forma que la voz de Gandhi fue reprimida, los puntos de vista y poder de Dabholkar fueron asesinados por gente que no está de acuerdo”. Ha habido huelgas y luto nacional por la muerte de un pionero.
La India ya tiene a su Miguel Servet, su Galileo, su Giordano Bruno, todos juntos en un mismo cadáver que será incinerado y esparcido por su jardín familiar, no en un río, como mandan los cánones absurdos que sirven, junto con las abluciones masivas en el Ganges, para contaminar el agua de la mitad del país y provocar disentería, tuberculosis o diarreas crónicas. Algunos luchan allí contra esa oscuridad ciega, irracional y primitiva. Ahora hay uno menos, por desgracia.