Arturo Pérez-Reverte es un bicho raro, un novelista, un experiodista, un renegado, un exiliado y un pionero, todo a la vez, pero sobre todo es la diana preferida de mucha gente. 

No vamos a ocultar dos cosas que muchos lectores y ciudadanos de este país sienten por Pérez-Reverte: primero admiración porque está realizando la ingrata labor de ejercer de algo que jamás existió en España, novelista popular, y por popular no queremos decir simplón y mediocre, sino “popular” en el sentido romano del término, de aquel que le habla a la gente y no se cuelga de academicismos o lugares comunes por muy académico que él sea. Lo segundo honroso es que ha recuperado el verbo florido del casticismo castellano como nadie, muy pocos son capaces de manejar el arte de la blasfemia con tanta maestría y de paso zumbar entre palabras en busca de esa forma de expresión tan española como pueda ser ver sangrar a un toro o comerse una paella. Para lo bueno y para lo malo.

Al otro lado está la creciente masa de personas que le desprecia y le minusvaloran por las dos cosas que hemos señalado en el párrafo anterior. En una España engreída e imbuida de supuestos valores morales superiores, tanto entre la izquierda como en la derecha, ser castizo o cuando menos popular está muy mal visto. En las universidades le miran por encima del hombro, pero eso no es nuevo: no hay mayor expresión de la lejanía con la realidad que una universidad española, una torre de marfil falso y barato moral e intelectualmente carcomida por siglos de inmovilismo y burocratización. Luego está la masa de gente bienpensante y decente que no entiende por qué tiene que insultar tanto y usar ese lenguaje tan procaz. Pues porque quiere y puede. Otros lo han intentado y suena tan falso como la moral nacional. En un país corrompido hasta el tuétano y cuya sociedad es un buen ejemplo de esclerotización civil no deberían perder tiempo fustigando a Arturo, mejor que cogieran número para la guillotina.

Arturo es un bocazas, y eso es tan cierto como que el Sol sale por el este y se ahoga por el oeste. Tiene defectos como todo el mundo, y uno de ellos es esa verborrea que parece que revienta por las costuras su imagen (muy buscada, por cierto) de marinero renegado. Ni puede ni quiere contenerse. A fin de cuentas, si Juan Manuel de Prada tiene bula para decir las tonterías que salen por sus obesos dedos él también debería tener “patente de corso” (y nunca mejor dicho) para vomitar lo que le dé la gana. España todavía protege someramente la libertad de expresión, así que puede (y debe). Cada persona juega un papel en su sociedad, especialmente aquellos que ejercen de Pepito Grillo o mosca cojonera, que para el caso es una variante más ibérica, y Arturo el Cartagenero es tan español como el jamón y los políticos corrompidos.

Eso no quita, por cierto, para que se equivoque más de una vez, pero de fondo en su continuo cabreo cronificado late la pataleta de un pueblo harto de sus políticos, de sus fallos estructurales, de esos horarios irracionales, del solecito de marras que sirve de excusa para el hedonismo barato y mal entendido, de la tradición aplastante de cainismo reaccionario que se expande como una peste en cada despacho, asamblea o comunidad de vecinos, dando igual si se es rojo, azul o directamente imbécil. Esta última frase es un buen ejemplo de ese casticismo revertiano por el que pedimos respeto y un lugar en el mundo. Conocemos a más de uno que reniega de él, que aseguran que es un mediocre incapaz de escribir sin insultar y que se llevaron las manos a la cabeza cuando lo hicieron académico. No hay nada malo en serlo, porque la lista de dueños de las letras académicas está tan llena de pufos que Arturo casi podría decirse que honra la institución. Por lo menos él no engaña a nadie. Es como es, y si no te gusta, ajo… y agua…

Decía Bryce Echenique que el español ha convertido el insulto en un arte, que en el sudamericano suena a quejido infantil mientras que el español se llena la boca con él y lo convierte en un cañonazo. Visto de esa manera podría decirse que Arturo es pues uno de los nuestros, un tipo que resume perfectamente qué es ser español: cabreado, vociferante, bocazas, verborreico y blasfemo, tan contradictorio como imaginativo, tan telúrico como liviano, a fin de cuentas un ciclotímico. Como España misma. Aunque sólo fuera por eso, por ser la mosca cojonera que pregona esa identidad de la que huimos frente al espejo, merece la pena tenerle.