Todo es temporal menos una cosa, la forma de vida burocrática.
La forma de vida burocrática, tal y como ya describió Hannah Arendt, es casi indestructible, incluso en medio del Apocalipsis es capaz de seguir adelante con una ceguera del deber que supera lo inhumano. No importa quién gobierne, el aparato burocrático sigue adelante pase lo que pase, sin hacer distinciones, con la frialdad de una máquina deshumanizada. Por eso ningún ministro o político mea fuera del tiesto a pesar de que su compañero de gobierno, de partido o de ideología sea un imbécil supremo. Así es el mundo moderno: el que se mueva termina en el mismo lugar que los traidores.
La modernidad, ya avisaron Kant y Rousseau, no suponía una mejora real y palpable de la condición humana, sólo una sistematización de la vida. Para ellos lo fundamental eran la Razón, la Paz y la Libertad, con mayúsculas. Pero a los filósofos o los que “mean fuera del tiesto” pocas veces se les hace caso. Nietzsche también atacó abiertamente una modernidad apolínea y miserable en lo humano, pero los nazis que prostituyeron su obra eran la esencia misma de la burocratización, igual que su enemigo absoluto, aquella Rusia comunista donde los individuos eran números rumbo al matadero. Eran sistemas donde la responsabilidad se diluía con la del deber absoluto. No había lugar para la duda humana: había un trabajo que hacer, fuera cual fuera, y debía ser llevado a cabo con una eficiencia total. No importaba que fuera arreglar una carretera o gasear a cientos de miles de personas en campos de concentración.
Arendt lo definió perfectamente, una suerte de inhibición de la responsabilidad individual, fusionada con el todo absoluto del Estado, el Pueblo, la Nación, el Sistema, el Partido, la Idea. Siempre hay un todo al que debemos lealtad total. Y no sólo se produce entre los servidores de organizaciones, también en empresas. El bien del grupo prevalece siempre sobre el de unos pocos o una minoría, de tal manera que cualquier justificación al margen es simplemente una excusa para no cumplir con el deber. El individuo, sacralizado en nuestro tiempo, que supuestamente era el gran ganador de la modernidad, en realidad ha sido su primera víctima.
Si haces algo diferente eres mal visto por los que te rodean. Al clavo que sobresale siempre se le dan martillazos, y en algunas sociedades, como la española, de espíritu igualitario para lo bueno y para lo malo, tomar otro camino es un peligro: aquí eres igual de hostil si eres inteligente o idiota. Mujeres que no quieren tener hijos, hombres que ansían ser Robison Crusoe y que les dejen en paz, personas que piensan diferente que el resto, gente con otros gustos sexuales, creyentes de religiones que para el resto son algo folklórico (como los budistas, por ejemplo, ridiculizados continuamente), fans de movimientos o formas culturales que no son mayoritarias y por lo tanto deben ser objeto de chiste… todo sirve para reajustar al individuo en la mecánica del todo. Basta ver ‘Tiempos modernos’ de Chaplin para darse cuenta de cómo funciona en realidad el mundo. Nadie como él supo convertir en imágenes esa maquinaria aniquiladora.