Jesucristo como excusa, como una coartada hipócrita para que mucha gente se sienta mejor sin tener por ello que cambiar su vida y ser realmente lo que aquel hippie antiguo exigía. 

Pocas figuras históricas y espirituales han sido más tergiversadas, manipuladas y vaciadas de contenido como Jesús de Nazaret. Para quien haya tenido algún tipo de contacto con la religión cristiana o cuando menos con los Evangelios basta leer el Sermón de la Montaña para entender lo que realmente era el cristianismo. Así de sencillo. Todo lo demás, salvo un par de detalles más (el perdón, la compasión, las patadas a los mercaderes en el templo y un par de cositas más), son reminiscencias de la cultura judío arcaica. La parafernalia de más de mil años que vino añadida es una de las mayores traiciones de la historia humana. 

La Semana Santa es una expresión religiosa que ya no tiene sentido, y que se parece tanto a las viejas costumbres paganas que asusta: sacar estatuas en procesión por lugares determinados mientras la masa reza, canta o hace algún tipo de sacrificio personal es un calco exacto a lo que se hacía en las fiestas en honor a Palas Atenea, Apolo, Zeus o Démeter en la antigua Grecia o más tarde en Roma. Y cuando decimos exacto nos referimos a que los relatos de los griegos de la época conservados describen procesiones de ascenso a la Acrópolis que guardan tanto parecido con la Semana Santa sevillana que hace pensar si realmente hemos evolucionado algo. Si por lo menos luego fueran como los griegos antiguos para otras cosas (ciencia, filosofía, comercio, arte)…

El Cristo de madera en procesión es una excusa hipócrita de una sociedad que sólo es católica y cristiana cuando le interesa, una pura apariencia vacía de contenido perfectamente diseñada para esos padres de familia que se emperifollan para salir detrás de las tallas de madera vestidas con hilo de oro en un país donde dos millones de niños no pueden hacer más de una comida al día, y donde hay cinco millones de parados oficiales y cerca de siete reales (un trabajo de cinco horas cuatro días a la semana no es un trabajo, es una putada). Es hipocresía. Las etapas de la Pasión de un profeta que prometió el Reino de los Cielos para los mansos, bondadosos, humildes y solidarios se ha convertido en una expresión folclórica digna de laboratorio de antropología donde la fe de la gente por un paso de madera orilla la idolatría. Por algo Lutero acabó encabronado, asqueado por ver cómo la parafernalia devoraba el espíritu. Si uno es agnóstico y ateo pues no importa, pero si alguien es religioso deben revolvérsele las tripas.

La religión es (o debería ser) mucho más que un ritual antiguo repetido una y otra vez por una jerarquía que vive en un universo paralelo y sostenido por masas que no son realmente creyentes, que se agarran a frases hechas y a neurosis controladas. Debería ser una ayuda para aliviar la carga de la existencia de quien lo necesite, quizás la vía para que el individuo sea más solidario, fraterno y positivo, para insuflar lago de esperanza en un mundo que la pierda con facilidad. Si la mente humana necesita imperiosamente creer y tener fe en algo más grande que lo que ve y que tiene un plan, pues entonces que sea religiosa de verdad y guíe su vida por ese sermón de la montaña que tan bien retrataron los Monty Phyton en ‘La vida de Brian’: nadie oía lo que decía y terminan peleándose. Pobre profeta. Para esto era mejor seguir siendo pagano y rezarle a Atenea, que además de ser mujer (eso que ganamos) era la protectora de la Razón, las artes, la filosofía y las ciencias. Todo lo mejor del ser humano.