Ciencia, palabra mágica llena de matices que en España y en la literatura es marginada, devorada por la ignorancia y un sistema educativo de risa. 

Una visita el año pasado a la Semana Negra de Gijón permitió entender un par de cosas sobre la literatura española actual: primera, que parece que sólo hay para el público tres géneros posibles (histórica, romántica o sentimental, como quieran etiquetarla, y negra). Luego están las rarezas intermedias, pequeñas perlas que se caen del collar de lo costumbrista y que son la literatura sin género, experimental y que muy pocas veces llega a un puerto populoso. En España, siempre lo hemos sostenido, algo como ‘La conjura de los necios’ pasaría sin pena ni gloria. Todavía hoy Boris Vian es un gran desconocido (en parte por la cantidad de seudónimos que usó), sobre todo la ultraviolenta y marginal ‘Escupiré sobre vuestra tumba’, paradigma de la mala leche tarantiniana antes incluso de que Tarantino fuera siquiera un proyecto humano. España no es país para géneros raros que obligan a pensar, como la ciencia-ficción.

El resultado es un mercado viciado que no para de perder dinero, como demuestran los resultados del negocio del libro en los últimos años, una consecuencia de muchas cosas, no sólo de la crisis económica. Por supuesto basta que digamos esto para que se alcen manos señalando que las librerías están repletas de todo tipo de géneros. Cierto, pero una cosa es lo que se pone en el expositor y otra lo que vende. Así pues, más que lamentarnos lo que hacemos es poner negro sobre blanco una realidad: los españoles son lectores de vía estrecha. Muchos otros han hablado y escrito mucho mejor sobre la marginación de la ciencia-ficción, pero siempre llegan a una conclusión final, la educación. No es culpa de escritores, editoriales, medios o de géneros (¿o sí?), es responsabilidad de una masa lectora surgida de un nefasto sistema educativo, de una cultura (española) alérgica a la ciencia y donde muchas veces es considerada poco menos que magia. La caricatura intelectual del señor con gafas y bata blanca que habla y es escuchado como lo haría un hobbit con Gandalf o Harry Potter con Dumbledore es cada día más real.

El siglo XX está marcado (y se proyecta sobre el XXI) a partir de tres ejes fundamentales: la cultura de masas, la violencia política e ideológica y el triunfo total, completo y absoluto de la ciencia sobre cualquier otra forma de pensamiento. El arte sigue en su particular viaje de introspección desde que los impresionistas lo separaran de lo académico, y la literatura se adaptó al siglo como una mano a un guante de sastre. Las letras se revolucionaron y dieron a la civilización algunos de sus mejores momentos desde Shakespeare, Baltasar Gracián o Montaigne. Y el género negro fue una de esas vías geniales para retratar un siglo y una cultura. Pero también apareció la madre de todas las sendas acopladas a la centuria, la ciencia-ficción, larvada en el siglo XIX pero que no alcanzó las cotas de máxima expresión y ambición hasta la posguerra, cuando la amenaza del holocausto nuclear ayudó a crear nuevos caminos que se extenderían hacia el cómic y el cine, por ejemplo.

Sin embargo la ciencia-ficción sigue siendo un gueto marginado, una caja china con una masa lectora menor que se debate entre consumir como quien come patatas fritas la marea de títulos de calidad cuestionable que llegan desde EEUU 0 intentar encontrar rarezas que puedan llenar la mente. Los editores generalistas no atienden a razones. Les importa un comino, y derivan siempre los textos hacia editoriales menores, paralelas y donde la distribución no es tan buena como debiera. Y aún así siguen en pie. La Semana Negra de Gijón presta cada vez más atención al género, capaz igualmente de cruzarse con otros y de ser tan transversal como la novela negra; pero una vez más el problema es el mismo: la gente. Dicho de otro modo: 1.400 años de catolicismo recalcitrante, de oligarquías feudatarias y de cultivar la ignorancia en el pueblo para que no se pusiera a pensar y le diera patadas al sistema tiene sus consecuencias. Y las pagamos también ahora.