Muy poco de lo que se pueda decir de Julio Cortázar es nuevo, pero sí que se le puede recordar por lo que significó para la literatura en español: vuelta de tuerca.
Pocas expresiones le van tan bien a Cortázar desde nuestro punto de vista: él era como esa tuerca que alguien aprieta un poco más para terminar de apuntalar un fenómeno, el del despegue de las letras latinoamericanas, una fusión de realismo, magia, fantasía y pesadilla. Cortázar, el padre de ‘Rayuela’, uno de los libros más enigmáticos y que más mentiras ha generado (“sí, lo he leído”, lo cual es mentira porque es tan difícil de absorber en una simple pasada que obliga a relecturas posteriores) junto con el ‘Ulises’ de James Joyce, que todos dicen haber leído pero en realidad es mentira. Reconozcámoslo: ambos libros no aguantaron un primer asalto y todavía hoy quedan pendientes.
Por eso no hablaremos del Cortázar de ‘Rayuela’, sino de otro mucho más interesante: el de los cuentos, el autor capaz de escribir maravillas como ‘Instrucciones para subir una escalera’ o ‘Ahí y ahora’, o también de uno de los textos más desasosegantes en años, ‘Recortes de prensa’ y ‘Apocalipsis de Solentiname’, donde el realismo mágico alcanza cotas de pesadilla vinculada con la represión política en Latinoamérica. También es la tierra de ‘Queremos tanto a Glenda’, o de ‘Bestiario’ o ‘Final del juego’. Es la larga colección de cuentos que ordenó el propio Cortázar antes de morir y que reeditó Alianza Editorial hace no mucho en pequeños volúmenes con los que se puede volar y viajar al fondo de la mente del autor sin problema.
Fueron sus cuentos la piedra de toque. Hoy todos hablan de ‘Rayuela’, pero fue en estos textos sueltos donde realmente cimentó su obra personal y que lo cambiaría todo. Cortázar es hijo de Argentina, pero también del exilio y de la tristeza infinita que parece recorrer en paralelo a la vida en aquellas tierras, siempre olvidadas y muchas veces machacadas. Latinoamérica, a través de Cortázar, se muestra como un lugar extraño, bizarro y cambiante, triste y onírico frente a una Europa tan agarrada a su pragmatismo que cuando sueña crea mundos. América Latina, en cambio, los deforma con magia. Y ahí es donde Cortázar fue un maestro. Un viaje en tres etapas: la Bruselas natal, la Argentina familiar y el París del exilio.
Cortázar, como otro de los grandes del relato corto, Roald Dahl, utilizaba la sorpresa y los universos que se cruzan, como si por encima de la realidad, y dentro de ella, palpitara otro mundo que de vez en cuando se cruza con nosotros para descolocarnos. Era un relojero: sus relatos los construía como piezas de un mecano que se monta siguiendo una ruta que sólo él conocía, ya que la sorpresa siempre está dispuesta poco antes de pasar a la siguiente página. Esa combinación que tan bien construyó Gabriel García Márquez pero que Cortázar elevó a niveles de calidad muy por encima de la media. Un talento que cimentó una leyenda, y una leyenda que le ha convertido en mitología literaria pura y dura. Cien años y un día cumpliría hoy Cortázar. Y el mejor homenaje, leerle.