Hace unos pocos días Elvira Lindo le cantaba las cuarenta a Carlos Boyero por poner a parir a varios actores y le reclamaba que hubiera más contenido y menos filias y fobias, lo que demuestra que opinar es algo que pocos saben hacer. 

El caso es muy paradigmático de cómo es esto de escribir artículos de opinión en España, lo que significa tener una tribuna que la mayor parte de las veces se pone al servicio del partido político del firmante y en gran medida al servicio de los sobres con dinero negro que reciben tertulianos y periodistas semanalmente para que defiendan cada uno su trinchera. España es país de gente fanática (decía Cela) y de gente que desprecia con alegría (que decía Berlanga). De esta forma todo se reduce a “conmigo o contra mí”. Pocos firmantes de columnas de opinión aprovechan el espacio para hacer algo útil. Pesa, y mucho más de lo que la gente se cree, ponerse a escribir semanalmente una larga columna e intentar ser original. A muchos no les llega, y a otros les sobra. Pero son los menos.

La actitud de Carlos Boyero, del que nadie duda que tiene verbo y talento, se ha agriado con los años. Antes no era tan virulento, tan amigo de exabruptos y fobias. Era un punto de referencia para los que seguían el cine nacional e internacional y lo que decía Boyero para mucha gente era algo útil que podían aplicar a la hora de elegir película o formar sus gustos cinematográficos. Que ahora desprecie públicamente a actores como Javier Gutiérrez o Javier Cámara puede que sea un reflejo del rumor insistente de que está harto de todo, y que por eso se expulsa a sí mismo de lo lógico para entrar en lo emocional. Es un buen ejemplo del desgaste que supone el no tan común arte de opinar. Y es una pena porque sus lectores le echan de menos.

Una crítica artística (sobre libros, películas, discos, cómics, arte… lo que sea) se compone de un palo y una zanahoria: señalas lo que no te gusta o lo que es mejorable, pero hay que hacerlo de manera constructiva, o cuando menos así se enseña en ese fraude que son las facultades de comunicación y periodismo (por experiencia propia lo decimos…). Y luego das la zanahoria, esto es, lo que te ha gustado. Si es que te ha gustado algo. Quizás debiera imitarse en esto a las corridas de toros (lo único imitable): silencio. Si no te gusta algo, guardas un lapidario silencio que lo dice todo sin decir nada. Pero los críticos son como niños mimados que tienen un juguete muy bonito (la patente de verborrea) y no se dan cuenta de que lo están rompiendo de tanto mordisquearlo y golpearlo contra el suelo.

Hay muy pocos en España que sepan hacer uso de sus tribunas, y resulta enfermizamente injusto ver cómo muchos “opinadores” con más talento se quedan fuera del circuito simplemente porque no tienen los trabajos, los padrinos o la inteligencia práctica necesaria para hacer hueco. Perdemos todos por cada crítico infantilizado que patalea con verbos y adjetivos, por cada servil perro de presa de los partidos que se alimenta con sobres de dinero en B, pero también por cada florecilla silvestre que parece preferir perseguir globos libres de las manos de los niños en lugar de utilizar una tribuna como lo que es: un puesto de francotirador en el que tienes una bala y debes saber usarla.

Algunos, como Noemí Sabugal (La Nueva Crónica de León) utiliza su escueto espacio para fabricar mecanos usando su vida y experiencias para recordar lo que pierde la sociedad y la clase media; es un pequeño espejo invertido en el que todos deberían mirarse porque verán lo que va mal en nuestro mundo. Otros, como Timothy Garton Ash, dan clases de politología de las que todos deberían aprender. Algunos, como el ilustre Javier Marías, crean pequeños relatos en los que te puedes perder si no estás atento, pero que son parte integral de su obra, con lo que además de disparar se recrean. Son tres ejemplos. Y por supuesto internet es una barra libre y de hecho estamos escribiendo esto desde un humilde blog que llega a muchísima menos gente de la que debería, pero eso no implica que no se deban aplicar las mismas reglas. Aunque te lea una sola persona debe estar bien hecha y no terminar haciendo moñadas.

Las “moñadas” son ya demasiado habituales, especialmente cuando se habla de lugares comunes que es lo primero que te enseñan a evitar. En los sitios donde uno se bate el cobre y que son como trincheras (las agencias de noticias y los periódicos locales, el peor y mejor agujero para un periodista) te dan capones hasta que aprendes a evitarlos, y a intentar convertir cada texto en una pieza redonda que sea útil. Por eso los críticos exacerbados, y esperamos que Boyero tenga vuelta atrás por el bien de todos, y los malos autores que viven por y para los lugares comunes deberían ser discretamente empujados hacia un lado, como se hace en los restaurantes caros, cuando el jefe de sala te dice eso de “creo que no tenemos sitio y me parece que no les va a gustar el menú…” mientras te sonríe como lo hace un cocodrilo antes de arrancarle la cabeza de cuajo a lo que sea que se ha puesto a beber en la orilla del pantano. Porque es evidente que hay muy pocos puestos de trabajo en comunicación y demasiados mercenarios, fabricantes de moñadas y serviles perros de partido ocupándolos.