El cine europeo se da la espalda a sí mismo y es un buen ejemplo de por qué no termina de funcionar Europa: cada uno le da la espalda al vecino.

La película polaca ‘Ida’ (imagen de portada), con el foco puesto en el oscuro y sufridor pasado del país eslavo que fue saco de boxeo de Alemania y Rusia durante siglos, es la nueva joya cinematográfica continental gracias a su triunfo en los Premios del Cine Europeo. La ceremonia, los premios y las películas elegidas son ejemplos de cómo funciona la psique europea y su particular industria cultural: obsesión con el pasado, especialmente cuando éste es lastimero y sufridor, con parte del foco en la cuestión social (como demuestra el éxito de ‘Dos días, una noche’, filme sobre el paro en Europa a partir de un caso concreto) y nula repercusión en los grandes medios.

La ceremonia se celebró en Riga (Letonia), presentada por un cómico alemán y con éxito por parte de películas que retratan ese pasado en blanco y negro o bien la lastimera situación laboral del sur de Europa. Una mezcolanza muy interesante que apenas tuvo gran repercusión: los que se supone deberían ser los grandes premios de un territorio de más de 400 millones de personas (excluyendo a la cada vez más asiática Rusia) apenas fueron retransmitidos en directo por un puñado de países, no han tenido gran repercusión mediática y demuestran que el noble arte de hacer cine en Europa es todavía eso, un arte.

Para empezar ni Reino Unido (que contaba con una de las películas ganadoras) ni Irlanda retransmitieron en directo la gala; tampoco lo hizo España, que aunque se fue de vacío tenía varias nominaciones. Pero es que tampoco lo han hecho Finlandia o Suiza, que a pesar de vivir en las nubes alpinas forma parte del continente. Sencillamente los medios europeos “pasaron” de la Academia de Cine Europea y sus premios. Nacieron con la intención de ser los Oscar continentales y han terminado por ser algo extraño, ajeno al devenir de un rincón del mundo donde el nacionalismo sigue campando a sus anchas con los mismos resultados miserables y desastrosos de siempre.

Pero hasta cierto punto no es sorprendente ni lamentable, simplemente es lo que es. Desde los tiempos de Victor Hugo el gran espejo en el que mirarse es EEUU y su revolución. El escritor francés fue el primero en soñar con los Estados Unidos de Europa, una quimera que hoy parece un mal chiste sobre la realidad europea, pero no por eso igual de noble y sensata. Pero unir sensatez y Europa a veces es muy complicado, por no decir imposible. Este es un continente de mal trago: además de acumular 2.000 años de rencillas, mitos nacionales y glorias ultraviolentas que sonrojarían a cualquiera, es casi imposible hacerse entender. En Europa hay más de 50 lenguas oficiales, y si sumamos dialectos, variantes, y cooficialidades, podemos alcanzar la cifra de más de 75 formas diferentes de decir lo mismo sin ponerse de acuerdo con el de al lado.

La religión ya no es un problema: católicos, protestantes y ortodoxos están más cerca entre sí de lo que se creen, y al resto de la población (ya casi mayoritaria) los asuntos de los altares les importa tanto como el pedo de una mosca en las selvas de Tailandia. Sin embargo las barreras culturales e idiomáticas siguen ahí, continuamos doblándolo todo a nuestros idiomas, no se asigna el inglés como lengua franca continental cuando es más que obvio que es la única manera de entendernos, ya que aprender francés o alemán es poco menos que una pérdida de tiempo geoestratégica, el primero está en decadencia y el segundo ha sido incapaz de superar sus fronteras culturales. Las barreras nacionales empiezan a levantarse con la gramática y terminan en trincheras. El español es el tercer idioma en número de hablantes naturales en el mundo y uno de los tres económicamente viables junto con el inglés y el chino, pero en Bruselas llevan años escamoteándole presupuesto a los intérpretes de español porque, dicen, “no es económicamente rentable”.

A la incomprensión cultural y las barreras idiomáticas (fundamentales para que esto llamado Europa no funcione) hay un segundo problema: no existe una industria cinematográfica como tal. A pesar de que casi todas las productoras están controladas por grandes conglomerados transnacionales, la realidad es que un altísimo porcentaje del cine europeo está subvencionado y es incapaz de sobrevivir por sí mismo. Da igual qué lengua se hable: alemán, inglés, francés, italiano o español, todos necesitan poner el cazo de las arcas públicas para poder sacar adelante una película. Porque, por lógica, si se hace cine en un idioma que en muchas ocasiones apenas tiene un par de millones de hablantes, es imposible hacer industria.

Al estar todo cuarteado en decenas de estructuras nacionales, las películas tampoco tienen una distribución continental y dependen de los acuerdos bilaterales entre países, de tal manera que una película polaca puede que llegue a Alemania, República Checa, Suecia o Eslovaquia, pero a duras penas se verá en un cine de Lisboa. Y si no hay circulación de producto no hay opciones de rentabilidad, y si no hay beneficio… ya saben como es el resto del círculo. Al final Europa tiene sus premios, pero no le importan a nadie. Cada país está sumido en ese onanismo cultural tan continental de creerse que sus poetas, guionistas o músicos son los mejores o los que necesitan para realizarse como país. Las patrias siempre ganan a la Razón. Al menos en Europa.