Hay una vieja leyenda republicana, apócrifa, que asegura que durante la parte más dura de la Revolución Francesa, tras la ejecución de Luis XVI, hicieron una pintada en los muros de un edificio: “Dios no tiene cabida entre los muros de la República”. Es falsa, pero fue creída, coreada y asoma de nuevo hoy cuando la democracia, la libertad o incluso la ciencia son amenazadas por esa otra parte de la civilización, incapaz de ver más allá de su dios. 

Política y religión no son buenas compañeras. Al mezclarse sólo crean problemas. Vivimos en un siglo extraño también: justo ahora, cuando la ciencia y la tecnología más atrás han dejado los mitos religiosos, es cuando con más fuerza resurge una fe religiosa que no deja de ser una huida hacia delante. La Humanidad entra en un nuevo ciclo en el que su propia condición biológica cambiará, y eso hace temblar todos los cimientos de lo que, a fin de cuentas, ha sido lo normal durante miles de años. Los atentados terroristas de París, y antes de Londres, Madrid o Nueva York no son más que la reacción de un mundo que empieza a sospechar que su fin podría estar próximo. Por lo menos en Occidente y gran parte de Asia, donde el binomio razón-pragmatismo más ha conseguido. No se trata de ser optimista: la Humanidad avanza y retrocede por caminos diferentes, mientras acelera en un sentido, en otro recula, pero realmente el movimiento hacia delante no cambia. Como mucho se ralentiza, pero siempre es pasajero. Lo peor son los cadáveres que quedan por el camino. La mayoría inocentes.

Esa pintada puede ser falsa, pero cada día cobra más fuerza en esa parte supuestamente pacífica de la civilización, pero que tiene sus propios mitos violentos: Atenas, Roma, la Revolución Francesa, la Americana o Normandía, tan poderosos (o más) que la propia religión. La reacción de los franceses, echándose a la calle por millones para protestar contra el ataque, es un buen ejemplo de cómo nada hay más poderoso que la sensación de sentirse libre, para hablar, reunirse y vivir. Otra sentencia apócrifa dice que la libertad es la droga más poderosa que existe, que una vez la catas ya no puedes vivir sin ella. Quizás sea verdad, pero lo cierto es que la adormecida Europa vibró un poco tras los atentados. Es cierto que en el seno de Charlie Hebdo no eran precisamente unos santos, que muchos eran troskistas o radicales de izquierda que cargan con sus tics y fobias ciegas, pero también es cierto que la libertad de expresión no puede ser nunca acallada. Y eso va por el pontífice Francisco, que cree que la religión debe estar a salvo. Nada de eso. Piensen todos los creyentes que podría llegar el día en el que, por ejemplo, un grupo ateo o agnóstico, determina que una procesión de Semana Santa es un insulto, porque lo deciden así, y presionan (y agreden) para que sean prohibidas porque ofenden a la Razón.

¿Es la Fe la única que puede determinar qué es lícito y qué no lo es? No. Quizás veamos en los próximos años cómo esa otra civilización, ilustrada, racional, pactista y legalista, se mueve lentamente hacia una mayor virulencia e impaciencia con la parte religiosa. Porque todo tiene un límite. El cristianismo resurge en América en forma de comunidades puritanas, y en Europa como ultraconservadores incapaces de entender lo que le pasa a su mundo. Aparece un Papa, Francisco, que intenta con toda buena intención cambiar las cosas pero va a ser complicado que le dejen. Bastará otro pontífice conservador para dar al traste con todo lo que haya podido hacer durante su mandato. El Islam, en cambio, está todavía en una fase de transición después de muchos siglos de aislamiento y colonialismo. Como ya pasó con los cristianos, resurge con su cara más amarga, violenta y ciega. No deberíamos dejarnos llevar por esa tendencia tan humana que es generalizar para sentirnos más seguros. El racismo y el odio al otro siempre son una amenaza letal, especialmente en Europa, un mundo viejo incapaz de entender cuál es su futuro. Obama se lo ha recordado a los europeos: “En EEUU los musulmanes se sienten americanos, en Europa no”. El primer ministro británico, David Cameron, se sintió ofendido y respondió. Porque la verdad siempre duele, ¿verdad?

Pero, como todo conductista o lógico del mundo sabe, no hay acción sin reacción. De la misma forma que el radicalismo islámico es la reacción al colonialismo, a las dictaduras y al despegue demográfico del mundo musulmán, esa pintada apócrifa bien podría ser el inicio de la reacción consecuente a la primera acción. Aparecería una mañana en el edificio de la Asamblea Nacional de París, o del Congreso en Madrid, en las avenidas de Berlín o en algún rincón de Westminster. El odio, la violencia, la guerra, sea cual sea la intensidad, siempre son el fracaso de la civilización, que se asienta más en la razón y cómo se desarrolla su cultura para hacer frente a los retos del día a día que en la obsesión por imponer una sola visión. A veces resulta de un infantilismo insoportable, pero no es un juego de niños, porque muere gente, mueren inocentes en Nigeria, Mali, en Oriente Medio, en Europa, en EEUU (recuerden el atentado del Maratón de Boston recientemente), y eso ya no es una broma, ni una pataleta.

Siempre he pensado que el verdadero problema entre Occidente y el Islam llegará el día que a los occidentales se les acabe la paciencia y estén dispuestos a apretar los dientes de verdad para defenderse. Ese día no habrá fe ciega que pueda detener a una Europa enfebrecida dispuesta a hacer mucho daño. Porque puede. Y lo sabe. Porque nada, repito, NADA, será nunca tan devastador, trágico y apocalíptico como ese plazo de tiempo que fue de 1939 a 1945. Cuando un europeo piensa en el infierno recuerda el blanco y negro del paso de la oca, de aquella devastación sin fin. El terrorismo islámico puede dar miedo, pero ni por asomo se asemeja a aquello. Y lo más curioso de todo es que incluso los más jóvenes, de alguna manera, asocian aquellos años con lo peor de lo peor. Que el histerismo no se nos lleve por delante, que la respuesta fácil (odio contra odio) no destroce lo conseguido. Y sobre todo, que la Razón impere lo suficiente, porque es la única que asegura el progreso, la paz y la tolerancia. Todo lo demás siempre será conflicto. Y pintadas.