La crisis ha dejado ya por el camino a un par de generaciones: una más joven que la otra, las dos en el mismo embudo de subdesarrollo; una con su juventud por bandera, la otra con su (mejor) preparación por haber pasado por el último sistema educativo que funcionó, y las dos deben salvarse o será terrible para todos, especialmente para la que tiene muchas papeletas para quedarse en la cuneta.
Lo que ocurre desde 2009 hasta nuestros días, y lo que nos queda, es un proceso global de autodestrucción de la esperanza, del espíritu y de convivencia. La España de 2009 era más igualitaria, más corrupta y más inocente que la de 2015, que es mucho más desigual, más histérica y que a base de cicatrices y golpes ha aprendido que el mundo es un lugar hostil para la dignidad. Se habla de las generaciones perdidas en ese proceso, porque ya hay más de una. Los que tienen entre 20 y 30 años lloran y emigran; pero entre ellos y los padres que hicieron la Transición hay otra que está como Ulises, entre Caribdis y Escila, esa generación de treintañeros que ya no son tan jóvenes y que se asoman a la madurez con un nudo en el estómago. Muchas veces de hambre, casi siempre de miedo.
“El vacío del abismo nos espera”, narra la Odisea, una profecía de marinero mítico del Egeo que bien podría aplicarse a todo ese segmento de la población que cató las vacas gordas de principios de siglo pero que ahora se ha caído desde la cumbre directa hacia el paro y los horizontes borrosos. Una generación estafada por el sistema, que cumplió con su parte del contrato y que ahora contempla cómo el sistema no hace su parte. Nos contaba un buen periodista, con amor por su oficio y talento, que ahora se busca la vida como puede y que ya tiene una edad que le empuja hacia abajo cuando se busca gente para los medios. Roza ya los 40 y sabe que los que vienen detrás, que nunca probaron aquella época de vacas gordas porque eran muy pequeños, empujan con más fuerza. Y tienen razón. Las dos generaciones la tienen, pero como en toda crisis, alguien se quedará en la cuneta. Y todo apunta a que no serán los cachorros. Siempre se contrata a gente más joven, porque es más “explotable”.
Todos viajamos en el mismo barco, pero el proceso convencional de una crisis es destrucción, catarsis, sacrificio y resurrección. La parte que chirría es “sacrificio”, porque bien podría implicar la inmolación de una parte de la población para no lastrar a las siguientes generaciones. Podría ser el destino de esa generación intermedia: la que nació a finales de los años 70 y principios de los 80, los tantas veces llamados “Hijos de la Democracia” cuyos padres hicieron la Transición y diseñaron el sistema que ahora se viene abajo. Sus padres vivieron mejor que ellos. Ellos cobrarán sus pensiones. Sus hijos probablemente no. Y a ellos hay que sumar la riada de mayores de 50 años que se han quedado en el filo de la navaja: demasiado viejos para ser contratados, demasiado jóvenes aún para jubilarse.
Esas dos generaciones se necesitan para reconstruir España. Pero sus caminos son diferentes. Una languidece, la otra emigra. Una se llenó de preparación, talento y recursos con el último sistema educativo que funcionó en España, pero ahora nada de eso sirve en un país donde los contratos duran siete días y se trata a la gente como si fueran esclavos, una nación sometida a organizaciones como el FMI, donde dicen que trabajadores que cobran 700 euros y apenas tienen cobertura social alguna son “caros”. Cara es la estupidez de los que gobiernan, que siempre será mucho más grande de lo que nuestra imaginación puede soñar y nuestros miedos pueden temer. Los idiotas son el gran enemigo, gente que se vista con ropas de rey pero que son bufones.
Puede que haya conflicto, o puede que no, pero este blog tiene ya casi seis años de vida y desde el primer día ha quedado claro que esa generación doble, resentida y furiosa, existe y más tarde o más temprano llegará al poder. Y pasará la factura. Podemos es un ejemplo de esa transición generacional: los padres nunca votarían a un rojo con coleta, pero los hijos ya están tan hastiados y cansados de todo que votarán a ese hombre que promete el Cielo sin dar pruebas siquiera de que exista. España ha vuelto a la casilla de salida de los años 70, cuando éramos una nación subdesarrollada, mezquina y gobernada por élites de presuntuosos arrogantes incapaces de sentir nada que no sea su trono y su bolsillo. Una y otra vez nos viene a la memoria la frase lapidaria, resumida, de Toynbee: “Las sociedades que no evolucionan se revolucionan”. Todo el camino andado desde los 70 parece no haber servido para nada.
Al final lo que queda son dos generaciones llenas de rabia que no ven muchas salidas, que abominan de todo y se saben compañeras de viaje (por ahora), que se envenenan y que o emigran o caen en el nihilismo más absoluto. Y de esa zona muerta nada bueno puede salir, nunca lo ha hecho. Cada vez que el nihilismo ha tocado en la puerta al otro lado siempre había un monstruo. Ambas generaciones deben salvarse, o será peor para todos. Sí sólo lo hace una la que quede en la cuneta reaccionará. No podemos ser como una estatua griega rota.