La leyenda urbana de que los españoles no debaten sino que se llevan la contraria en una progresiva escalada de gritos y ataques de sentimentalismo tiene ya fácil solución: bastan una serie de pequeños pasos para que el “y tú más” se convierta en un debate civilizado.

Los españoles tienen muchas virtudes, pero también defectos que provienen, en la mayoría de las ocasiones, de una educación deficiente y de haberse socializado en una cultura donde no hay tradición de debate porque todo es “conmigo o contra mí”. Como ya hemos repetido cientos de veces, mil y pico años de catolicismo armado y avasallador no se esfuman de la noche a la mañana. Una sociedad monolítica y ortodoxa no tolera la disensión; a fin de cuentas sólo llevamos 40 años de democracia (ahora en reajuste), poco si tenemos en cuenta los siglos anteriores. Por eso los españoles no saben debatir. Tampoco saben caminar por la calle, pero eso ya lo dejaremos para otro día. Pero tranquilidad, eso puede cambiarse y los españoles dar un paso adelante para mejorar.

Al igual que ocurría en el célebre sketch de los Monty Python en el que un tipo acudía a una oficina y pagaba por un debate civilizado y se daba de bruces con una discusión infantil, los españoles deben luchar a diario contra su propia naturaleza ácrata y granítica al mismo tiempo. Es curioso que un pueblo tan dado al “no me da la gana” luego sea tan refractario a salirse de la masa y pensar diferente. Es muy común encontrar gente que o reacciona con agresividad ante ideas diferentes o que disfrace de debate un simple “puedes decir lo que te dé la gana que yo seguiré pensando lo mismo”. Son muchos los errores y tretas del irreductible numantino, desde agarrarse a un pequeño detalle y convertirlo en ley a su conveniencia a todo el abanico imaginable de falacias y trucos sucios para tener razón. Por eso vamos a dar unas cuantas instrucciones para que eso cambie. Son fáciles de seguir y con un poco de voluntad se podría conseguir que una conversación tranquila no degenere en duelo al sol. Allá vamos.

1. Debatir significa argumentar. Una discusión estándar es un cambio de pareceres entre dos posiciones contrarias; en ella no se dan ideas y puntos de vista sino que se lucha por ganar un pulso imaginario entre dos mentes que intentan sojuzgar a la contraria. En cambio debatir significa defender una idea que no implica la destrucción del otro, y para eso se ofrecen argumentos para cimentar la idea principal, incluso ideas secundarias que puedan apuntalarla. En ese intercambio hay que buscar siempre la racionalidad y no la larga lista de falacias habituales que ya definieran griegos y romanos hace siglos. En un debate hay que usar ideas, pero no como armas, sino como herramientas. Se trata de convencer, no de vencer.

2. No caer en las falacias. Son trucos o atajos sin base lógica (se puede demostrar) que buscan la victoria por las bravas o con trampas. Apuntaremos tres muy comunes, porque la lista es muy larga y no hay tiempo: Ad baculum (te amenazo de alguna forma para que me des la razón, como por ejemplo “debes creer en Dios o irás al infierno”); Ad hominem (para aplastar la idea del otro se le ataca personalmente, por ejemplo “como eres tonto no puedes tener razón… como eres adúltero… como eres ateo… como eres de color púrpura y eso es muy raro…); Ad nauseam (repetir una idea con tintes emocionales tantas veces que termina por ser parte de la realidad, era especialmente usada por los nazis y comunistas, “miente, miente, que algo queda”). Y de regalo una sutil pero cada vez más usada en España: la Generalización Apresurada, en la que a partir de un suceso aislado se formula una ley total. Es muy utilizada por lo que llamaremos “zapadores”: necesitan encontrar un resquicio por donde meter la daga, así que se agarran a un clavo ardiendo con tal de golpear, aunque saquen conclusiones generales de algo circunstancial. Y no, no es lícito y viable.

3. Tolerancia con el otro. La persona que tenemos en frente no es un enemigo, merece ser tratado con respeto, y eso implica que no concibamos su destrucción como una posibilidad. No hay que confundir tolerancia con “te perdono la vida, gusano”; la tolerancia es dura, pero necesaria, ya que de lo contrario vivir en sociedad sería imposible. Ser tolerante significa que a pesar de basar nuestra vida en una serie de ideas tótem, el resto no tiene por qué hacerlo y sobre todo debemos respetar que no lo hagan. Si desde el principio entendemos que nadie tiene la obligación de pensar como nosotros y que sólo somos una voz más en el mundo nos liberaremos de la pesada carga de tener que defender nuestras creencias a todas horas. Es agotador. A todos nos irá mejor. Es un ejercicio sano y realista: la otra opción es un baño de sangre. Resumen: A es mejor que B porque es más razonable y útil; no se trata de mandar a B a la hoguera o colgar a la pobre letra del primer árbol que encontremos.

4. Respetar los turnos. Como en cada argumentación, hay un principio y un final. Es imprescindible respetar los turnos de tiempo en el que el otro ofrece una razón sólida. Si le interrumpimos estamos coartando su libre expresión y su derecho a argumentar. Es un truco muy utilizado por los perros de presa y los cafres en general, especialmente en las tertulias supuestamente periodísticas. Así que NUNCA hagáis lo que hacen los periodistas en una tertulia. Se pisan los turnos para barrenar al contrario y evitar que dé razones de peso a su favor. Es un truco sucio, infantil y sobre todo huele a fascista que tira de espaldas. Si somos tolerantes y respetuosos hay que escuchar al otro. Además, muchas veces la clave para salir airoso del debate está en los fallos de la argumentación del contrario. En el mundo anglosajón siempre se dice que el arma de la victoria está en lo que dice el otro, no en lo que piense uno mismo.

5. No hace falta gritar, no sois niños. Un debate, como ya hemos dicho, es un intercambio de ideas. Gritar o enseñar esa vena de la frente al borde de la explosión sólo demuestra que vuestra mente está alterada, y una mente al borde de la santa cruzada no piensa bien. De nuevo las tertulias de los medios no son un buen ejemplo. En realidad son justo lo que no hay que hacer. La serenidad es imprescindible para pensar bien y con fluidez. Un poco de presión nunca viene mal, pero de ahí a subir de los 50 decibelios de una conversación normal hay un paso muy grande. Lo normal es que sea entre 15 y 30 decibelios. En el caso de España usaremos un poco de manga ancha: vamos a dejarlo entre los 25 y los 40 decibelios. Es importante entender esto: gritar o hablar más alto no da la razón, sólo es un acto físico en el que el volumen de las ondas vocales perturba un poco más. Levantar progresivamente la voz es un truco sucio que sólo persigue perturbar al otro, descentrarlo, o peor, amedrentarlo; los niños gritan, los adultos conversan.

6. No hay vencedores. Insistimos: un debate de ideas no es una simulación de las Cruzadas, y tener un poco más de razón no es conquistar Jerusalén a sangre y fuego. El concepto “vencer” en un debate es algo muy relativo. En un intercambio libre de ideas no hay vencedores y vencidos, sólo posiciones mejor argumentadas que ganan peso y se consolidan porque tienen más razones para ello. Se trata sobre todo de encontrar explicaciones para que A sea mejor que B y que así ganemos TODOS, puesto que de eso se trata, de que el debate nos beneficie a todos. Un buen debate suele generar cierto grado de consenso. Así que muchas veces el debate es el paso previo a adoptar determinadas ideas que podrían traer beneficios para el común de la gente: ¿vacunamos a los niños? ¿reducimos la emisión de gases contaminantes? ¿aprendemos chino en lugar de lenguas enclaustradas o en decadencia como el alemán y el francés? ¿la tortilla española, con cebolla o sin cebolla?

Y ya está. No es tan traumático. Se podrían añadir muchas cosas más, pero con estas sencillas reglas un español medio puede sentar frente a otro sin que por ello a los cinco minutos quiera arrancarle el hígado y hacerse una almohada con él. Decía Camilo José Cela que España era un país de fanáticos cainitas, y razón no le faltaba. Lo cierto es que el país evolucionó a mejor cuando llegó la democracia. Una sociedad tolerante, abierta y donde no hay verdades eternas e incuestionables siempre será mejor: las naciones más ricas de la Tierra y de la Historia siempre fueron las más abiertas y flexibles. Es algo tan evidente que se cae de maduro, pero parece ser que no todos lo ven. O quieren ver.