Empieza otra campaña electoral, y con ella la rueda de idiotas persiguiéndose unos a otros. Sin embargo estas van a ser diferentes: algo huele a podrido en el Estado de Dinamarca (perdón, España), y ese Hamlet que llevamos todos dentro sabe que el sistema le ha traicionado y que ha llegado la hora de ser imaginativos.

Esto llevará tiempo, pero para poder asegurar lo que acaban de leer es mejor seguir el discurso. Paciencia. Todo comenzó en realidad en 1774, no en 1775 con el estallido de la guerra, ni en 1776, cuando ya no hubo vuelta atrás. Entre el 5 y el 26 de octubre de ese año se reunió el Primer Congreso Continental en Filadelfia, el primer momento en el que los colonos marcaron la línea roja a partir de la cual ya no se podía ceder más. Después de todo los colonos habían aguantado más de 150 años de mal gobierno teledirigido por parte de unos altivos aristócratas que vivían a miles de km de ellos. Y cuando llegaban en sus barcos a los puertos de Nueva York o Boston era para recordarles que las castas existían, que el feudalismo en Gran Bretaña había sobrevivido disfrazado bajo el cálido manto del liberalismo, y que a pesar de la distancia seguían siendo súbditos de un tipo con peluca. El primer congreso no salió bien, y dio paso a un segundo, al filo del estallido de la guerra, cuando ya no había marcha atrás real. Si hubieran hecho caso los británicos al primer pulso… quién sabe. Pero no lo hicieron.

Ya por aquel entonces la diferencia entre un británico y un habitantes de América del Norte era grande: los colonos eran más altos y tenían menos enfermedades (gracias a una dieta basada en la carne y el maíz), su renta anual era mayor que la media de Inglaterra y la pobreza era algo puntual en el tránsito entre la llegada a puerto y su conversión en campesino, artesano, ganadero o comerciante de licores. Y lo que es más importante: eran libres, relativamente libres. Intentar explicar cómo funcionaba la administración de las trece colonias en un párrafo es algo farragoso, pero básicamente tener a los jefes a miles de km hacía todo más fácil. Sobre todo cuando hubo que decir si se quedaba uno dentro o fuera.

Cuando las Trece Colonias se rebelaron se abrió un abismo; eran unos radicales, unos terroristas, sublevados que abrazaban una ideología entonces extremista y sin posibilidades de prosperar, la democracia. Aquello fue un salto de Fe de los colonos basándose en dos premisas: una, que estaba hartos de aquellos mequetrefes con peluca, y dos, que la Corona era un lastre para su economía. El ansia de libertad se abrazó a la codicia, y de ese amor lascivo surgió la primera democracia moderna desde la Atenas clásica. Luego llegaría el resto: derechos civiles, leyes, regulación, libertad individual, separación total de Iglesia y Estado, federalismo… Por supuesto cometieron errores, como no prohibir la esclavitud y empezar una larga guerra contra los nativos americanos que casi los extingue. Pero esa es otra historia.

Les contamos esto porque quizás los sufridos españoles estén en la misma situación que aquellos colonos. El año 2015 va a ser nuestro Primer y Segundo Congreso Continental, nuestra Filadelfia. El modelo que hemos mantenido hasta ahora se derrumba igual que aquel imperio de pelucas y “porque te lo digo yo” de Londres sobre las Trece Colonias. Y también existe esa sensación de que todo lo que hagan los que no están subidos al trono es radical, extremista, estúpido y malo. También le dijeron eso a Jefferson, Washington y el resto de sublevados, pero eso no quitó para que siguieran adelante. El resultado fue un éxito: mientras el resto de Europa era un cortijo de señoritos y pastores de almas aquellas Trece Colonias pusieron en marcha algo que finalmente se ha convertido en una regla común. No para todos, pero sí para muchos. Por lo menos funciona cuando el reglamento es respetado, algo que no ocurre siempre en todos lados. Pero de nuevo, esa es otra historia. La cuestión es que la situación entre nuestro depauperado experimento nacional y aquellas Trece Colonias tiene ciertos paralelismos. Estamos en un punto de no retorno, con una marca roja frente a nosotros y siete años de llanto y crujir de dientes a nuestra espalda.

Ha llegado el momento de ser mejores, es decir, de tener agallas. Otros cuatro años más de lo mismo sería un suicidio. En realidad, seamos sinceros, poco cambiará: quien manda ya de verdad es Bruselas, y en nuestro caso Berlín, que para algo es el máximo acreedor de España, directa o indirectamente. Pero quien administra la realidad diaria no son ni Bruselas ni Berlín. Además, España es una maestra en tirar la piedra y esconder la mano. Si a la nación zombi de Bruselas no le gusta lo que haríamos, pues se disimula y se hace de todas formas. Ocurra lo que ocurra entre el 24 de mayo y cuando sea que Rajoy convoque las generales ya nada será igual. Es el momento en el que cada ciudadano debe elegir entre hacer un suicidio colectivo al estilo Reino Unido (cada vez menos unido y más cerca de convertirse en una intrascendencia) o ser como aquellos colonos. Por supuesto que usar la imaginación cuesta: pensar nunca fue gratis. Y España es muy dada a tirar por el camino fácil. Pero es ahora o nunca. Si alguna vez hemos tenido algo de amor propio nacional, ha llegado el momento de usarlo.

Eso no significa que haya que votar en masa a los recambios del bipartidismo (PSOE y PP versus Podemos y Ciudadanos). Lo que hay que hacer es justo lo que dicen las encuestas: romper el sistema, cuartearlo, que el Congreso de los Diputados parezca un maldito mosaico romano y obligarles a pensar, a ser imaginativos, a pactar, a tender puentes y desarrollar proyectos donde, por ejemplo, PSOE, Podemos e IU hagan algo útil, o que PSOE y Ciudadanos se alíen, incluso, por qué no, que PSOE, Podemos y Ciudadanos se entiendan. En 1775 y luego en 1776 había un enemigo común, aquellos británicos feudalistas que no entendieron nunca lo que estaba pasando. Hoy el enemigo común es el propio sistema, su incapacidad para corregirse, corrompido hasta la médula, siempre alegando que cualquier cambio podría ser para peor. Que a nadie le quepa duda de que el partido más votado será de nuevo ese barco fantasma llamado PP, incluso con más votos de los que nos imaginamos. Las elecciones en el Reino Unido han demostrado que el miedo siempre se alía con los conservadores, y eso que ganan. Pero, siempre hay un pero, España no es Reino Unido, y David Cameron no es Rajoy; tampoco el hastío, el cabreo y el hartazgo de los españoles puede compararse al de los británicos, que no han sufrido la crisis como nosotros.

Al final todo se basa en lo mismo: la libertad y el bolsillo. En España se recortan derechos civiles sin que le peguemos fuego a nada, y nos empobrecemos todos todavía más deprisa de lo que jamás llegamos a imaginar. Es la misma situación: ni somos tan libres como antes (que ya se ha encargado la derecha cristiana y hosca de toda la vida metida en el PP de ello), ni mucho menos nos va a ir mejor económicamente si seguimos igual. Nuestros ingleses con peluca son todas esas voces intercambiables, casi siempre uniformadas con el traje y corbata que les hace anónimos, que no paran de alertar de que sólo hay un camino. Mentira. Nunca ha existido un solo camino. Lo que ocurre es que el lujurioso diablo corruptor susurra siempre lo mismo. Pero no significa que haya un solo camino. A fin de cuentas el Universo es puro movimiento y transformación. De haber sido así nunca hubiera existido el Congreso Continental, ni la democracia, ni nada de lo poco bueno que hemos hecho como civilización. Lo que hace falta es inteligencia, ingenio e imaginación, las tres “i” que son la diferencia entre ser un desastre y una nación digna.