En esta jornada de reflexión que nunca ha servido para nada salvo para cometer errores y provocar a los que no son de la cuerda ideológica propia, sólo queda un mensaje que dar: el ciudadano que no vota no merece perdón alguno, salvo aquel que permite a un ser humano estar harto de todo.

La apatía, el hastío, la inercia. Tres conceptos encadenados que realmente sirven y definen las posiciones de muchos. Hoy todos los columnistas, periodistas y blogueros harán lo mismo: alentar ir a votar, a quien sea, pero a votar todos. La democracia contemporánea se basa en tres preceptos: libertad individual, derechos civiles y elección de los cargos públicos. Se dan por supuesto la separación de poderes (sin completar en España), la separación de Iglesia y Estado (sin realizar todavía en España) y el reconocimiento implícito de los derechos sociales (tampoco, y a la vista está el rodillo de las sucesivas reformas laborales y el recorte de servicios públicos). Pero la democracia es mucho más que eso. Es infinitamente más que un par de normas sencillas de aplicación compleja, más que una opinión pública consciente de sus derechos y participativa. Desde luego es mucho más que el ritual de votar cada cuatro años. Pero lo cierto es que es una de las pocas cosas que el ciudadano puede hacer. Luego se olvidarán de nosotros, pero al menos sabrán que cada cuatro años deberían rendir cuentas. “Deberían”.

La democracia fue inventada por los griegos para cumplir dos misiones: una, evitar que un tirano o grupo de ellos hiciera lo que quisiera; y dos, implicar a la mayor cantidad de ciudadanos de la polis en la toma de decisiones para que así fueran respaldadas y se hiciera mayor fuerza. Razonaban los griegos clásicos que si en lugar de tomar decisiones un grupo pequeño lo hiciera una mayoría el gobierno sería más sencillo y la energía de esa polis mucho más grande. Y lo mejor de todo es que tenían razón y funcionó. Atenas era una democracia y construyó uno de los imperios griegos más ricos, cultos y avanzados de la Antigüedad. De hecho nunca fue superado por mucho que Alejandro Magno llegar a la India. Y él duró mucho menos que la propia democracia ateniense.

Ahora ya no estamos en Atenas. Aquí ya no hay utopías llamadas “democracia directa” salvo en los pequeños pueblos de menos de 300 habitantes donde todos se conocen y cuando votan lo hacen pensando de verdad. Vivimos en sociedades gigantes de millones de personas donde sólo los tótem sociológicos nos mantienen unidos. Vivimos la era de la democracia indirecta, la democracia representativa, o como decían los recalcitrantes, la “democracia delegada”. Los ciudadanos, dueños de la soberanía popular, ceden ésta con todas sus consecuencias a una serie de personas a las que se da un plazo de cuatro años para no pifiarla y servir a los intereses de la gente. Literalmente elegimos “reyes”. Por supuesto esto último que hemos escrito no se cumple salvo en un 15% de los casos, y eso siendo generosos. Se corrompen como todos, porque en España la corrupción es un gusano sociológico que atraviesa todas las clases sociales. Pero esa es otra historia.

Lo que importa es votar, porque en las democracias indirectas delegadas como la nuestra, donde los ciudadanos cada vez pintan menos, cualquier resquicio para recordar que un día fuimos todos atenienses (al menos en espíritu) debe ser reivindicado y celebrado. Por eso hay que votar, y a ser posible hacerlo cabreado y teniendo en cuenta todo lo malo que esos ciudadanos con poder temporal han hecho. No hacerlo sería como apartar a un lado sus crímenes y votarles de nuevo simplemente porque el nuevo o nueva no nos gusta. Todo cambio político civilizado empieza con unas elecciones y termina años más tarde cuando los elegidos sirven a los intereses de la gente, no de las grandes empresas, bancos o redes de intereses subjetivos y particulares que nada tienen que ver con el bien común. Porque las razones económicas, por lógicas que sean, jamás serán más importantes que la propia ciudadanía. “El bienestar de la mayoría prevalece sobre el de la minoría”. Una frase que nunca ha perdido su valor, sobre todo cuando la minoría no es gente débil y vulnerable sino esa nueva aristocracia del billete que piensa que los ciudadanos somos como muñecas hinchables de las que abusar cuando quieran y luego colgarnos en el armario.