Las reacciones ante la llegada de una máquina del tamaño de un piano a miles de millones de km de la Tierra son muy reveladoras: sorpresa, fascinación, esperanza, ilusión en el futuro… pero también incomprensión, desprecio, ignorancia y mezquindad.

Sería muy fácil despotricar contra los que han hecho hogueras quejándose de que se hayan “desperdiciado” miles de millones en una misión para mandar una máquina a Plutón, que está a una distancia que hace que el concepto “lejos” quede en ridículo. Un simple detalle: la luz del Sol tarda cinco horas en llegar a Plutón. Y nada viaja más rápido que la velocidad de la luz. Así que New Horizons en su viaje hacia los confines del Sistema Solar ha tardado nueve años en llegar: récord de velocidad. Una maravilla, una proeza del ser humano en su mejor versión. Porque New Horizons es lo mejor que podemos llegar a ser los humanos. No hay nada más grande, esperanzador, ilusionante y positivo para nuestra especie que invertir miles de millones en un desafío tan mayúsculo. Y que encima, contra pronóstico (porque la lista de cosas que podrían salir mal es tan larga que acogota), funcione todo a la primera. Y es una victoria para todos, porque los beneficios en forma de nuevo conocimiento serán también para todos.

El ser humano nunca ve el bosque, sólo las copas de los árboles. Una minoría es la que sueña, la que imagina, la que se aparta un poco para darse cuenta de que estamos metidos en un bosque frondoso que no nos deja ver bien el conjunto. Unos pocos con la habilidad para ver más allá, capaces de entender que la obsesión jibarizada que tenemos todos por nuestras vidas, pequeñas, falsas, costumbristas y repetitivas, no es más que pura ilusión. Vamos a ser brutalmente sinceros: tu vida, lector, no es especial, es una variante menor de vidas anteriores sometidas a los mismos impulsos y necesidades, y nada de lo que hagas va a ser mejor o diferente de lo que otros hicieron. Y mucho menos en el tiempo presente, donde todo está sistematizado, preparado, medido, controlado y proyectado.

Da igual que tengas hijos, que no los tengas, que te compres un perro o ninguno, que vivas bajo un puente o en un ático en el centro, que seas rico, pobre, medio, amable o no, somos polvo en el viento (como canta la canción, “only dust in the wind”) y como dice uno de los personajes imposibles creados por Seth McFarlane, un pez hablador con la mente de un oficial alemán dentro, “tu vida ya la han vivido un billón de veces”. Una vez que asumes eso puede que seas útil para el resto de la especie, porque ése es el único mandato que realmente tienes cuando berreas por primera vez fuera del útero materno: aprovecha tus años para hacer algo que sirva para algo, ya sea un libro, una película, una teoría científica, un edificio, una canción, una sinfonía, una estatua, una investigación o, si tienes suerte, formar parte del equipo que diseñó y lanzó la New Horizons. O tener hijos/as que sean mejores que tú. Todos somos potencialmente útiles, otra cosa es que queramos serlo. Ahí ya entra la capacidad de cada uno para ser responsable con su especie.

Cada euro o dólar invertido en ciencia es vital para que la especie deje algo mejor a los que vengan después, y que ensanche las opciones de nuestra propia especie para sobrevivir. Fue la ciencia la que elevó el nivel de vida material y también el sanitario; fue el dinero invertido el que propició que hoy seamos capaces de rozar los 90 años como una opción factible en lugar de palmarla a los 40 que sería lo normal teniendo en cuenta nuestra biología. Cuestionar la inversión con la excusa reduccionista de la necesidad material de los marginados es pura demagogia: hay dinero para todo, otra cosa es que los gobernantes se nieguen a entenderlo o a desviar fondos de temas menores hacia lo que realmente importa. Por eso las críticas a proezas como la New Horizons duelen tanto. No son demasiadas, porque los medios de comunicación, siempre necesitados de algo que vender, han sabido aprovechar y estirar en versión “mira lo que hacen estos frikis” el éxito de la misión. Por lo menos ya no dan mucho espacio a los inútiles enfermizos que hace 20 años cuestionaban los presupuestos de la Agencia Espacial Europea y que exigían que esos fondos fueran, por ejemplo, a la Iglesia y los toros.

Pero esa victoria del intelecto humano tiene consecuencias. Un profesor de Filosofía bastante pasado de rosca, con evidentes cicatrices en el alma y muchas ganas de ajustar cuentas con su propia vida, soltó una de esas frases que hay que tallar en piedra, por si acaso: “Jamás lograrás dejar nada bueno en vida salvo tus hijos, tu arte y tu ciencia. Y los hijos siempre te decepcionarán, así que dejad de perder el tiempo con tonterías: arte y ciencia”. Nunca supimos si cuando lo dijo estaba fumado o se había unido a la Cofradía del Carajillo Mañanero, una organización con cientos de miles de seguidores en España. Pero tenía razón: a fin de cuentas la vida humana, a pesar de estar en promedio entre las más longevas de la biología, no deja de ser relativamente corta. Y hay que aprovecharla para cumplir con nuestro deber biológico: hacer algo que perdure, un ladrillo más para el gran edificio humano.

El ser humano es mortal y por lo tanto está obsesionado con ser inmortal, así que ha creado todo tipo de expresiones y productos que puedan darle cierto grado de eternidad. Por eso existe el arte, y por eso nos reproducimos enfebrecidos, como si por tener hijos fuéramos a ser inmortales. En realidad tener descendientes sólo cumple dos funciones: cumplir con el mandato biológico de supervivencia de la especie pasando el ADN y la experiencia a la siguiente generación, y proyectar sobre los hijos todo lo que quisimos ser y hacer y jamás conseguimos. Sólo la Humanidad es capaz de rizar el rizo y convertir algo tan sencillo y necesario como la reproducción en ese caos llamado familia, tan imprescindible para cada uno de nosotros y al mismo tiempo generadora de tantos quebraderos de cabeza. Ni contigo ni sin ti. Muy humano. El resto de especies no tienen estos problemas.

Así que al final lo que queda de nosotros son esas proyecciones biológicas de nosotros mismos, los hijos (para bien, para mal, para todo a la vez, da igual, no podemos controlarlo) y nuestras proezas intelectuales traducidas en libros, discos, películas, espectáculos, teorías, investigaciones y milagros como lanzar una máquina del tamaño de un piano de cola engordado a los confines del Sistema Solar a una velocidad que supera de largo los 15.000 km por hora y que además aprovecho la gravedad de otros planetas para acelerarse sin gastar energía. Sinceramente, si no se emociona usted ni un poco, si no siente ni un chispazo de emoción viendo esas fotos de Plutón al comprender los años de trabajo, de esfuerzo, de imaginación, creatividad, estudio y tozudez que hay detrás, entonces es que usted no ve el bosque, sólo el árbol al que se agarra infantilmente. Bueno, puede que sí, puede que su hijo/a sea mejor que usted. Se lo agradecemos. Y ahora, por favor, apártese a su árbol que hay prisa.