Europa no aprende. Mientras sus naciones (algunas casi milenarias) envejecen sin remedio las mal llamadas élites discuten del sexo de los ángeles como los bizantinos durante el cerco a Constantinopla. Para ser un continente forjado a golpe de mestizaje la intolerancia hacia los inmigrantes es realmente absurda. No hay problema que no se pueda resolver con inteligencia. Sería además la llave para un futuro: quien sea capaz de asimilar a esa gente y darle un lugar en Europa acorde con la tradición de la propia Europa será quien gane el futuro.
Vayamos al origen de todo para que Europa vea lo absurda que puede llegar a ser. Roma: época imperial. Miles de seres humanos de todos los rincones del Imperio y de más allá recalan a la ciudad más grande del mundo para buscar su pequeño lugar bajo el Águila romana. En el centro de esa urbe caótica (nada que ver con las pulcras maquetas y reconstrucciones idealizadas) se levanta el Panteón de los mil dioses, donde cada deidad a la que se rinde culto en el Imperio tendrá su lugar. Ese magnífico edificio, el primero con cúpula estable, es una joya del arte humano, pero también un símbolo de lo que llegó a ser Roma: dos brazos abiertos que te engullían. En las calles romanas había itálicos, celtas y britones, griegos, germanos, mauritanos, bereberes, egipcios, siríacos, asirios, mesopotámicos, persas, árabes, bantúes llegados de más allá del Sahara, escitas, kurdos, armenios e incluso hindúes que establecieron las primeras rutas comerciales con el oeste de la actual India (ya en tiempos del emperador Augusto). Todos eran hijos del Imperio, todos tenían su lugar, ya sean ciudadanos, vasallos, libertos o pobres esclavos (el gran agujero negro de la civilización romana).
Nueva York/California, en la actualidad. Emulando a Roma, estos dos lugares que hacen sándwich con esa otra América bizarra y siniestra que el cine y la televisión ha rebautizado como “América Profunda”, abren los brazos a gentes de cada rincón del mundo. En las calles de Manhattan o de West Hollywood pululan seres de todas las naciones, religiones, lenguas y creencias posibles. Todos encuentran su lugar bajo el sol de otra águila, quizás algo más esquizofrénica que la romana pero igual de abierta de alas para abarcar el mundo entero si es necesario. No importa tu origen, eres californiano y neoyorquino al primer suspiro. No es coincidencia que ambas regiones sean las más ricas de EEUU y los grandes motores económicos de ese país-continente. Cada año llegan hasta ellos miles de personas. Si tuvieran que construir otro Panteón les iba a costar encontrar sitio suficiente para levantarlo. Cuentan que en las calles de Los Ángeles está resumida la Humanidad entera de la cantidad de variedad que hay. Sí, es cierto, hay racismo, pero es el efecto colateral por abrir los brazos y podría se corregido con educación y presión social.
Europa, en la actualidad. Con casi 500 millones de seres humanos entre el Atlántico y Siberia, entre el Ártico y el Mediterráneo, Europa es una de las mayores concentraciones de capital humano posibles, con siglos de educación, cultura y costumbres “civilizadas” acumuladas capa sobre capa. Debería ser la región planetaria más avanzada y sofisticada, la más libre y abierta de mente. Pero en lugar de eso es un geriátrico gigante poblado por ancianos resentidos que se comportan como niños enfadados. El eterno resquemor del viejo amargado es lo que gobierna este continente que no puede superar sus viejos demonios (miedo al extranjero, racismo, nacionalismo exacerbado y mentalidad numantina) y que cada vez que ve a un inmigrante ilegal cree que llega la siguiente invasión. Europa no nació como un ente concreto sino como una amalgama de invasiones, guerras, batallas, imposiciones, revoluciones, éxitos y fracasos. Y sangre, mucha sangre. Toneladas de sangre. Si las tasas de natalidad fueran altas tampoco habría mucho de lo que preocuparse. La siguiente generación intentaría no cometer los errores de los padres para sí poder cometer sus propios nuevos errores. Pero el problema es que no es así: Europa envejece y muere por pura dejadez.
Europa está en proceso de implosión, es un puzzle absurdo sin sentido: más de 54 lenguas y otros tantos estados-nación, casi quince religiones diferentes y una legión de pueblos sin estado que se creen que todavía viven en 1816 y ansían conseguir en 2015 lo que ya es inviable. En lugar de converger y empezar el proceso (demorado mil veces generación tras generación) de forja de la nueva identidad común europea alrededor de un cuerpo común aquí parece que todos corren en dirección contraria. Cuando más esperábamos todos de Francia y Alemania (que juntas formaron el mundo carolingio, el último intento desesperado de reconstruir Roma y unir el continente) resulta que todo se ha ido al traste por una crisis económica que no parece tener fin. Nadie hace nada salvo huir hacia delante pensando en sus propios intereses.
Hungría es el caso más extremo de ignorancia y estupidez en un solo país. Ya avisaban los austríacos de que el nacionalismo magyar era todavía peor que el alemán o el ruso, y no mentían: están a punto de culminar un muro en la frontera con Serbia que sólo va a conseguir que los serbios enfurezcan y los Balcanes sean todavía más peligrosos. La inmigración ilegal, que aumenta por la cadena de guerras y crisis económicas que se han producido en zonas limítrofes con Europa es la nueva excusa para cerrarse en banda sin entender que esa marea, bien controlada y canalizada, sería parte de la salvación de un continente que agoniza envenenado por su pasado. Los 1.500 años de historia que median entre la trágica caída de Roma y el ministro Schäuble fustigando a la corrupta y endeudada Grecia son una losa que nadie debería soportar. Es demasiado peso para ser manejable. Son quince siglos de rencores acumulados donde todo el mundo tiene cuentas pendientes con sus vecinos, donde basta rascar un poco y encontrar a alguien con los huesos mohosos del abuelo pidiendo venganza.
El resultado es de una desolación absoluta. Si hicieran un análisis genético detallado de cada uno de esos 500 millones y pico encontrarían un pastel de capas superpuestas donde los ingredientes se han mezclado hasta el extremo. España es un buen ejemplo. Pero también Grecia, Rusia, la propia Alemania y sobre todo Inglaterra, que se pone brava y paranoica con la gente que intenta llegar a través del Canal de la Mancha sin darse cuenta de que la mayor parte de ellos son producto de mil padres. No hay nada más tóxico y perjudicial para la salud y la mente que el nacionalismo, el paraguas bajo el que tiranos, élites y criminales se han refugiado durante siglos para sobrevivir al sentido común. Las pequeñas, débiles, ancianas y moralmente depauperadas naciones europeas no son nada: polvo en los libros de Historia. Ninguna de ellas, por muy lista que se crea, va a poder sobrevivir al mundo que se avecina y que ya está en la puerta, donde el estado-nación se diluye sin freno en beneficio del modelo de bloques culturales que se adueñarán del futuro: EEUU, China, India, Sudamérica, Indochina, Indonesia-Oceanía, puede que África Austral, incluso, si soñamos, el mundo musulmán. Y mientras la Humanidad aparta con un leve gesto a Europa del camino aquí un subproducto oligárquico como David Cameron define a los inmigrantes como “enjambre”, “muchedumbre”… sólo le ha faltado decir “horda de bárbaros” para emular a sus antepasados.
Ni siquiera Alemania y su poder económico nos queda ya en la recámara, mucho más esclerotizada de lo que ella misma se imagina, e incapaz de recuperarse de la pérdida del nazismo: lo que perdió en los años 30 y 40 no lo ha recuperado jamás. La cultura alemana ya no es ni la sombra de lo que fue. Italia es un malabarista desastroso que parece a punto de caer pero que nunca sucumbe, tiene esa habilidad extraña para sobrevivirse a sí misma pero sin terminar de ser lo que debería. España es la promesa eterna de lo que pudo haber sido pero que nunca será. Porque entonces dejaría de ser España. Y Francia ni está ni se la espera, rumbo al diván y con un serio (muy serio) problema de racismo, exclusión social y fin de ciclo nacional que ya veremos por dónde sale. Y Gran Bretaña… mejor quitémosle lo de “Gran” (Escocia terminará saliéndose con la suya porque todos reman en la misma dirección, no como en Cataluña) y dejémoslo en “Anglosajones Paranoicos Reunidos”. Y las naciones pequeñas son eso, pequeñas. No marcan la pauta. La única solución es la de siempre: imitar a los romanos, finiquitar las viejas naciones, que están ya más que amortizadas, abrir los brazos con astucia y soñar que ser ciudadano romano siempre será mejor que ser francés, alemán, español (o catalán, o vasco), estonio, rumano, portugués o húngaro. No, en serio, SIEMPRE será mejor. Sólo hay un camino. Todo lo demás no va a funcionar porque ya se intento antes y no salió bien.