El listón moral de 1945 no es el mismo de hoy, probablemente porque en aquel momento la lógica de la guerra y la necesidad de terminar de una vez con el conflicto obligó a tomar decisiones que, de conocerse las consecuencias, no se habrían tomado. El resultado es que el ser humano no aprende ciertas cosas si no es con dolor y sufrimiento. Pero si bien Hiroshima marcó un antes y un después, en Japón muchas cosas no han cambiado, como la obcecación en no contar la verdad de aquella guerra.
Vaya por delante que las armas nucleares deberían ser desmanteladas, dejando quizás sólo un puñado para defender la Tierra de meteoritos o “lo que sea” que pudiéramos encontrar ahí fuera y no resultara ser tan amistoso como cuentan las películas de Spielberg. Es un arma tan terrible que no debería usarse jamás. Pero se usaron, al principio, cuando la ignorancia sobre ellas era total: todo eran suposiciones teóricas sobre una pizarra. Por eso en días como hoy ha que hacer un poco de pedagogía. Hay tres puntos fundamentales para entender por qué se lanzaron las dos bombas sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, hace hoy 70 años. Y ninguna tiene que ver con la ética, la moral o la realidad. Fue un caso típico de lógica de guerra y conveniencia política. Estar hoy de acuerdo con ese bombardeo es una prueba de fuego moral, pero porque hoy se sabe lo que pasó. En aquel momento iban a ciegas. Con las circunstancias que había y las necesidades políticas de aquel momento histórico fue una salida rápida para los Aliados. Pero hay que tener en cuenta esos tres puntos fundamentales, que tienen que ver con el antes, el durante y el después de Hiroshima.
Primero: Ignorancia sobre el grado de daño de la bomba. Nadie sabía lo que iba a ocurrir en la práctica, pero sí en la teoría. Sabían las consecuencias potenciales de la radiación, pero no a gran escala. La prueba inicial de la bomba, llamada Trinity y testada en una sola explosión en el desierto de Nuevo México, era una incógnita para todos, una teoría sobre el papel. Cuando se preparó aquella primera explosión atómica (ínfima en comparación con el potencial actual) ni siquiera los miembros del proyecto Manhattan sabían cómo sería, qué efectos tendría o el alcance mismo. Todo eran conjeturas. Todo teorías y dibujos, cálculos. Matemáticas, sí, pero no realidad. En aquella época había científicos que temían incluso que la explosión hiciera combustionar toda la atmósfera de la Tierra. Hasta este grado de ignorancia real se llegaba sobre el efecto dominó de la bomba. Incluso hicieron una apuesta para adivinar el grado de potencia de la explosión en toneladas de dinamita porque nadie sabía, realmente, su capacidad. Sólo acertó uno. Cuando vieron el hongo atómico por primera vez se dieron cuenta de que acababan de abrir la puerta a algo incontrolable.
El mismo día de la prueba, otros lograron calcular la cantidad de energía y pensar en positivo: acababan de encontrar una forma producir energía mucho más rentable que todos los combustibles fósiles juntos. Cuando decidieron lanzar la bomba sabían que provocaría un desastre, pero nunca supieron en realidad a qué nivel. De hecho EEUU gastó millones de dólares de la época en seguir al milímetro los efectos en la salud de la radiación y de la propia bomba a posteriori. Hiroshima y Nagasaki se convirtieron en laboratorios gigantes para poder testar en los supervivientes los efectos. Y los japoneses fueron los conejillos de Indias del experimento. Hay que recordar que el objetivo inicial era tirarla sobre Berlín. Ya no sabremos nunca si hubieran optado por esa vía. Es muy probable que no.
Segundo: Necesidades políticas en casa. En junio de 1945, siendo ya presidente Truman, había dos cosas muy claras: que el Tercer Reich era un montón de escombros y que lo más duro llegaba ahora: acabar con una nación fanatizada durante años en el código del guerrero y la abnegación total. El Estado Mayor y el Gobierno de Truman tenían una idea fija en mente: ni un solo soldado muerto más. Hicieron un cálculo bastante pesimista de bajas militares y civiles en caso de tener que invadir isla por isla Japón tomando como referencia lo que costó conquistar Okinawa (territorio japonés al sur del archipiélago): el resultado era inaceptable políticamente, porque podría alcanzar un millón de bajas militares de los Aliados y una media de entre 10 y 12 millones de bajas civiles japonesas. Eso sin contar con los costes de movilización: casi tres millones de soldados iniciales más otros cinco millones en reserva, el doble que en Europa. Sólo en las primeras semanas la invasión combinada (Operación Downfall), cuyos preparativos ya estaban en marcha cuando se trasladaron las piezas de las bombas al Pacífico, se estimaba que morirían tantos soldados norteamericanos como en todo el frente Occidental. Inaceptable políticamente para Truman, para el propio país y para el sentido común.
Este mismo argumento todavía es usado hoy, si bien hay muchas críticas sobre el número de bajas. Japón estaba en el 45 en las últimas, aislado, empobrecido y sin recursos. Hubiera sido cuestión de meses que se rindiera. Pero esta teoría es tan dudosa como la inevitabilidad de la invasión. Normandía habría sido un paseo comparado con la combinación de la Operación Olympic (invasión de Kyushu) y la Operación Coronet (invasión de Honshu), que atacarían las dos islas principales. Estaban programadas para noviembre de ese año y la primavera del 46. La guerra se podría haber alargado hasta 1948. Todo esto era posible y al mismo tiempo insoportable políticamente. Los Aliados estaban desesperados por poder terminar con todo aquello cuanto antes: la moral nacional se empezaba ya a resquebrajar a pesar de la victoria y EEUU empezaba a acercarse al desequilibrio entre gastos y producción de guerra si no atajaba el conflicto. Llegado a ese punto se impone la llamada “lógica práctica de guerra”, en la que la vida humana deja de tener sentido y todo se calcula en función de pura aritmética y nada de moral. Se convencieron de que había que terminar la guerra cuanto antes, porque, según su lógica, un alto número de bajas japonesas de un solo golpe ahorraría millones de vidas a posteriori.
Tercero: Necesidades políticas frente a la URSS. A la urgencia de evitar bajas propias se unió la necesidad de darle un aviso serio a la Unión Soviética y a Stalin. Los Aliados habían permitido que el Ejército Rojo llegara mucho más lejos de lo pensado, y el zarpazo territorial dado a Europa (desde el Báltico al Mediterráneo, partida en dos) no lo iban a permitir en Asia también. EEUU quería tener a Japón de su lado en la ya inminente lucha de la Guerra Fría, que era un secreto a voces que sería una de las consecuencias de la victoria en Europa. Los que tomaron la decisión, Truman, el Estado Mayor y asesores, se dieron cuenta de que podían terminar de un solo golpe con la guerra a costa de los japoneses y atemorizar a la URSS. De hecho lo consiguieron: el espionaje ruso se afanó por conseguir el secreto de la bomba casi al mismo tiempo que su creación porque sabían que EEUU tramaba algo en el desierto. Ni siquiera Churchill lo sabía: lo sospechaban, pero los norteamericanos eran como un bloque de cemento.
Después de la guerra Stalin invirtió millones en conseguir su propia bomba, desesperado por no verse en inferioridad de condiciones, iniciando así una carrera de armamentos alocada que daría al traste con la economía soviética 35 años después. Hiroshima y Nagasaki fueron los puñetazos en la mesa de EEUU, una forma retorcida de guerra estratégica a largo plazo en la que lo de menos eran las bajas civiles. Después de todo la peor venganza de EEUU sobre Japón no fueron esas dos bombas, cuya importancia ha silenciado algo peor: los bombardeos sistemáticos sobre todas las ciudades japonesas de más de 100.000 habitantes con bombas de fósforo y napalm, a sabiendas de que las construcciones eran de madera en su mayor parte. Se calcula que el bombardeo continuado de la USAF sobre Tokio desde 1944 había matado a más de un millón largo de civiles, devastado ciudades y arruinado a Japón, que vivió una migración de la ciudad al campo como no se ha visto jamás. Esos ataques han quedado bajo la nube de humo atómico.
Conclusión: las vidas de los 215.000 japoneses muertos entre las dos bombas no importaban, lo único que valía era terminar la guerra de una vez y evitar bajas propias, intentar meter miedo al comunismo estalinista y de paso testar un arma por primera y última vez para saber qué podía esperarse de un ataque nuclear. El Ejército de EEUU tuvo tiempo de sobra, durante la ocupación de Japón posterior a la rendición, para investigar las consecuencias médicas y humanas de las bombas. Los informes fueron secreto de estado durante décadas, y sólo en los últimos años se ha conocido cómo EEUU movilizó a miles de médicos, físicos, químicos y biólogos para conocer el impacto y sus consecuencias. Y sin embargo, todavía hoy, Hiroshima nos sobrecoge (con razón). Y también, por otro lado, Japón sigue sin rendir cuentas por sus pecados durante la guerra, escondiéndose detrás de Hiroshima. Durante la celebración por el 70 aniversario al primer ministro Abe sus compatriotas le interrumpieron con gritos de “No a la Guerra” y contra los cambios para permitir que soldados japoneses participen en operaciones militares, un recordatorio de que el pasado japonés es mucho más oscuro de lo que se admite en público. Alemania ha pedido perdón mil veces por el nazismo. Japón ha sugerido las disculpas, pero nunca ha admitido ni la mitad de lo que hicieron. Escondidos todos, vencedores y vencidos, detrás de las nubes con forma de hongo de Hiroshima y Nagasaki.