Una vez un buen amigo dejó escrito esto: “No hay más patria que la lengua que hablo, y yo hablo varias, así que soy afortunado”. El verdadero sentido de un 12 de octubre cualquiera no es ni el descubrimiento de América, ni la colonización, ni las reivindicaciones, ni esa ameba llamada Hispanidad, es el resultado de un proceso que ha construido una cultura de 450 millones de personas por todo el mundo.
Fechas tan emblemáticas como el 12 de octubre sirven para que unos y otros se tiren los trastos a la cabeza, para que los defensores de las causas perdidas intenten ajustar cinco siglos de Historia como si fuera tan sencillo o algo que se pudiera remediar; también sirve para que los demagogos nacionalistas y patrioteros de medio pelo se enrollen en una bandera vaciada de contenido por un dictador que hizo todo lo posible por cargarse el país que dijo defender. El gran culpable de la demonización de idioma, himno y bandera fue Franco, y los demás pagan la factura. Lo único cierto es que el 12 de octubre ya sólo puede representar una cosa, la celebración de la lengua española, un vehículo cultural con siglos de tradición que se ha enriquecido inmensamente con las aportaciones de América Latina, un gran pájaro al que muchos esperamos con las alas abiertas y en pleno vuelo hacia el futuro que merece tener por potencial, talento y aspiraciones.
España no deja de ser un ente desgastado, convulsionado, agrietado y en busca de una refundación al estilo Ave Fénix que quizás no llegue nunca. Como diría un personaje de Almodóvar, “como una vaca sin cencerro”. Somos una cultura compleja que no se soporta a sí misma y que por lo tanto terminará reseteándose o muriendo. Una de dos. Pero siempre habrá algo que no nos podrá quitar nadie, y es el idioma que hablamos, el nido intelectual en el que nos hemos criado y acunado durante toda nuestra vida, y que en gran parte es mérito de los auténticos compatriotas del otro lado del Atlántico, desde los barrios de Nueva York y Los Ángeles a Tierra del Fuego, de los bares de La Habana a los campos andaluces o las conversaciones de pescadores en Santander. Una verdadera y única patria sin pasaportes donde la forma de demostrar la ciudadanía es abrir la boca y entonar ese verbo complejo surgido del latín y enriquecido gracias a mil préstamos de griegos, romanos, fenicios, árabes, bereberes, judíos, franceses e ingleses.
El viejo lema del nacionalismo europeo (“Una lengua, una nación”) sirve como espejo inverso para esa nueva patria que todos llevamos en la lengua y la mente, ya saben, “Una lengua, mil naciones, una patria auténtica”. Sin fronteras, sin más barreras que los acentos que hacen que un colombiano suene cantarín, un cubano meloso, un argentino discursivo y un castellano tajante como un muro. La lengua española es la segunda del mundo por número de hablantes nativos (sólo superado por el chino mandarín, apenas diez millones por delante del inglés), la cuarta por hablantes internacionales (junto con el chino, el inglés y el árabe) y una de las que menos ha variado de un país a otro. Por supuesto el vocabulario varía, y mucho, pero es un aspecto menor en comparación con las vías divergentes de idiomas como el inglés. Si ya se arquean cejas entre un madrileño y un salmantino porque usan las palabras de forma diferente imaginen entre un ecuatoriano y un asturiano, por ejemplo. Pero el tronco central de la lengua española se mantiene firme como una veta de granito, lo que hace que mantenga la coherencia y le dé más opciones de futuro.
La lengua en la que escribo estas líneas es mucho más que lo que se habla al sur de Río Grande, es un vehículo comercial, industrial, internacional, es una cultura móvil que no para de crecer y que vista la penetración que tiene en EEUU y Brasil bien podría ser uno de los estandartes de la Humanidad en el futuro. Un tesoro que España parece despreciar, y no sólo porque las naciones que componen este país en eterno ataque de personalidad múltiple se empeñen muchas veces en enterrar. Por salvar al catalán, el euskera y el gallego hay gente que prefiere matar al español por el camino, sin darse cuenta de que quienes pierden son ellos, no los demás. Esos tres idiomas no necesitan ser protegidos, sino vividos día a día, cosa que muchos no hacen. Pobres de aquellos que den la espalda a un bien de valor incalculable como es esta lengua, porque su futuro se achicará como un embudo malsano. Allá cada cual con sus mitologías personales, pero que sepa que todo lo que hacemos y decidimos tiene consecuencias, y no siempre controlables. El futuro práctico puede ser Europa, pero lo que nos hará grandes de verdad está en ese mundo que dice “Yo soy, tú eres, él es…”.
Así que poco importa quién diga qué sobre el 12 de octubre, que no deja de ser una fecha aleatoria que bien podría desaparecer en beneficio de otras. Ahora mismo sólo sirve para dividir más que para unir. No sirve como excusa para atacar al sentido nacional de millones de personas. Tampoco sirve para justificar esa versión de una España decrépita y mortecina de la que todos quieren desembarazarse pero que no termina de esfumarse para dar paso al nuevo modelo. Todo es conflicto: en días como hoy en el que el vocablo España adquiere un vínculo directo con la lengua de 450 millones de personas resulta terriblemente ingenuo eliminar la propia palabra para sustituirla por “Estado”, como si negar la existencia de algo de palabra pudiera eliminarlo de la realidad. En lugar de perder el tiempo con discusiones bizantinas (que siempre son las peores, las más estériles e inútiles) más les valdría pensar mejores soluciones para una población que sufre como pocas el presente y ya apenas tiene esperanzas en el futuro. Y éste debe nacer de otra forma de pensar: en vernos como parte de un todo mucho más grande y lleno de posibilidades, lejos de las fronteras convencionales de un país, abrazando la bandera que portaron Quevedo, Gracián, el gran Gabo, Galeano, Borges, Fuentes, Matute, Pardo Bazán, Delibes, Silva y tantos otros.