Cien años habría cumplido este fin de semana Francis Albert Sinatra, hijo de una familia de italoamericanos cuya existencia iba a ser un buen reflejo del siglo XX americano, lleno de triunfos pero también de lugares bastante siniestros. Un siglo de la voz más famosa y cuyo timbre de voz todavía hoy resuena en las cabezas de los que tararean varias de las canciones que inmortalizó.
Fue el crooner por excelencia, con permiso de Tony Bennett, por supuesto, que todavía anda subiendo y bajando de los escenarios. Un tipo que de joven tenía esa cara enjuta y chupada de los que no han crecido en la abundancia pero que en poco tiempo mutó en jefe del show business con ramificaciones con la Mafia, Las Vegas, los Kennedy y luego los republicanos por el feo que le hizo JFK. Contradictorio, talentoso, indomesticable, hacía suyas las canciones con su particular forma de cantarlas, mucho más lenta de lo que lo habrían hecho otros y sobre todo “interpretándolas”, llenándolas de expresividad. Un hijo de Hoboken (Nueva Jersey) que pasaría a la historia por cantarle a la ciudad rival como nadie. “New York, New York”, un estribillo que todos hemos cantado alguna vez. EEUU le convirtió en su voz, en su icono, en un símbolo al que se le perdonaba que jugara a las cartas con sicarios de la Mafia, que hiciera negocios con ellos, que participara en espectáculos donde toda la primera fila estaban en la lista de sospechosos del FBI.
Le perdonaban que en Las Vegas y los casinos anduviera siempre rodeado de prostitutas, o que fuera armado, que literalmente amenazara a más de un director de cine (industria en la que se prodigó pero donde a pesar del éxito comercial y de un Oscar por ‘Desde aquí a la eternidad’ nunca le miraron con respeto), que sus cuentas bancarias no estuvieran muy claras, o incluso que tuviera un serio incidente con Kirk Douglas pistola en mano por una mujer. Decían en el FBI de Sinatra una frase que, supuestamente apócrifa, le define muy bien: “Si mañana saliera a la calle y matara al primer tipo que pasara a su lado, la gente se lo perdonaría”. Fue el primero en desatar histeria en las masas. Los fans llegaron con él. Y las mujeres: se casó cuatro veces (Nancy Barbato, Ava Gardner, Mia Farrow y Barbara Marx), pero la lista de amantes triplica eso y con creces.
La leyenda negra de Sinatra casi devora la biografía artística de un crooner como ha habido pocos, un cantante de los de antes: no componía pero conquistaba las letras de otros para hacerlas suyas. Después de que él las cantara daba igual quién hubiera firmado la canción, ya eran de Sinatra. Y punto. Trabajó a destajo en los estudios (grabó más de 1.300 canciones), donde era él mismo: sentado en un taburete, un cigarrillo, alcohol, sombrero y esa voz gutural que arranca desde abajo y sube lentamente para comerse a la audiencia. Fundó el Rat Pack junto a Dean Martin, Sammy Davis Jr., Peter Lawford y Joey Bishop, con los que dio rienda suelta al desenfreno en los años 50 y 60, su época dorada, si bien ya era una figura prominente desde los años 40. Encadenó varios matrimonios que terminaron siempre igual: mal. En gran medida por lo adúltero que era. Pero por muchas aristas que tuviera el icono, la gente lo adoraba, conectaba con las emociones del público por esa senda que ya hemos mencionado: se apropiaba de las letras, y cuando la canción llegaba al público ya era otra cosa mucho mejor. Un talento natural que perfeccionó con tesón.
Para intentar resumir lo que fue Sinatra bastaría con ver varias de las adaptaciones de su vida al cine y la televisión, o las decenas de biografías autorizadas o no autorizadas sobre él. Quizás lo mejor sería poder leer los cientos de folios de los expedientes que hizo el FBI, que siempre se lo encontraba en algún momento cuando investigaba a la Mafia. Pero era Sinatra, y en EEUU aseguran muchos periodistas que por entonces el FBI tachaba y seguía apartándole de los focos. Cuentan también las malas lenguas que sus “amigos” debatieron matarle porque les había fallado en su relación con los Kennedy… pero eso son leyendas negras americanas. Sobre todo Sinatra fue un devorador de vida: le daba igual, sólo vivía el día a día con su círculo de amigos y su propia reputación, que empezó antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando en 1940 conseguía su primer número uno a las órdenes de la orquesta de Tommy Dorsey y con la canción ‘I`ll never smile again’. Poco duró bajo otras órdenes que no fueran las suyas: en 1942 ya voló en solitario.
A partir de ese momento puliría el show de Sinatra en tres vías: especialización musical, dominio del escenario y los tiempos, forja de la leyenda, pero sobre todo la expresividad emotiva a la hora de cantar. Así llegaron decenas de discos, miles de canciones, de noches, viajes, actuaciones, rodajes y la construcción de un símbolo americano. Lo que al principio era parte del show terminó por ser el leitmotiv principal. Gracias a que en los 50 se diversificó entre el cine y la música logró remontar su fama y relanzarse de nuevo en unos años 60 que fueron fulgurantes para él. Su música no encandilaba a las nuevas generaciones, pero sí a sus padres y abuelos. Tuvo incluso su propia discográfica (Reprise) y asentó canciones únicas como ‘Strangers in the night’, ‘My way’, ‘Fly me to the Moon’, ‘I’ve got you under my skin’ o ‘New York, New York’. En todas ellas Sinatra ejerció de ladrón amistoso: ‘My way’ (1969) era una canción francesa que adaptó Paul Anka pero que Frank logró hacer suya; ‘New York, New York’ fue interpretada primero por Liza Minelli, pero no sería un himno no-oficial de la ciudad hasta que pasó por su voz en 1980.
Su último concierto fue en 1995. Ya estaba hinchado, viejo, enfermo y harto del mundo y hasta de sí mismo. Su legendario mal carácter estaba más agriado que nunca. Se intuía el final, y durante la administración de Bill Clinton el país se volcó en darle homenajes populares y oficiales, desde la Medalla de Oro del Congreso a concentraciones de fans cantando sus canciones, imitadores y reposiciones de sus películas. Sinatra falleció en 1998 con 82 años de un ataque al corazón. Una vida, dicen, mucho más larga de la que él mismo pensó que tendría por el ritmo que impuso.