Al manco de Lepanto le pasa algo muy común: que de tan clásico que es se le entierra. Resulta curioso que el mayor acto de promoción de su figura fuera la recolocación de sus huesos, un tipo de necrofilia muy sutil por parte de un gobierno que apenas tiene pensado recordarle 400 años después de su muerte, en paralelo al “otro”, William Shakespeare.
El sistema educativo a la española nunca le ha hecho justicia a Cervantes. Una reforma tras otra siempre terminamos en el mismo sitio: “Hay que leer el Quijote sí o sí para aprobar”. Meter con calzador un libro a una persona es el primer paso para que lo ignore o lo odie. Cervantes es hoy un pobre fantasma de un tiempo pasado que salvo un grupo de nombres no fue tan brillante como cuentan pero que también fue más prolífico de lo que imaginamos. Miguel de Cervantes quedó unido en la muerte al otro gran autor occidental, William Shakespeare. Dice la tradición que tres son los grandes: Homero, Shakespeare y Cervantes. Curiosamente del único que no hay dudas de su existencia es del tercero, porque de los otros dos han dicho de todo: que si no existió, que fue un mito creado en la Grecia clásica, que si era un noble inglés con seudónimo, una mujer, un pirata, un criminal…
España tiene dos pulsiones culturales: la necrofilia (celebremos a los muertos, que como ya no van a responder podemos hacer lo que queramos) y el olvido. A Cervantes le ha tocado vivir casi a la vez las dos. El Quijote es ya un icono cultural, y más tarde o más temprano el ciudadano se va a dar de bruces con él; pero sólo como una anécdota, no como el escritor de vida atribulada que casi inventó el concepto de novela él solo. De la misma forma que Shakespeare cerró una era marcada por el teatro postmedieval y lo modernizó para lanzarlo al futuro, Cervantes dejó atrás los viejos arquetipos literarios y creó un personaje en prosa dominado por la psicología, el monólogo, la descripción y la narrativa episódica, una amalgama que él supo recoger de otros y completarla.
‘El Quijote’ y las ‘Novelas Ejemplares’ (por poner dos ejemplos) son dos tótem sobre los que se fundó posteriormente la narrativa occidental, de la misma forma que Shakespeare cambió el teatro para siempre. Después de Hamlet, de Ricardo III o de McBeth ya nada fue igual. No podía ser igual. Miguel y William fueron dos revolucionarios de suerte dispar y vidas peculiares, dos pioneros que usaron sus vidas para, quizás sin saberlo, construir algo nuevo recombinando lo antiguo. En ocasiones, como en varios pasajes del Quijote (desde la sátira de las novelas de caballería a los delirios alucinatorios pasando por la psique de los personajes), se rozan niveles de modernidad que a más de un lector novato de Cervantes le sorprenden. Eso es que no han leído ‘El Buscón’ de Quevedo: la mejor disección jamás hecha a esa cosa llamada España. Incluso hoy es actual. Pero esa es otra historia.
Todo este monólogo viene de una realidad apesadumbrada: a Cervantes nuestro querido gobierno no va a celebrarlo. Apenas hay preparado nada. Los 400 años de la muerte del manco deberían ser casi una epopeya nacional, un asidero al que 45 millones largos de almas descarriadas en busca de un gran cambio socioeconómico que no llega pudieran agarrarse. Poder decir eso de: “eh, no somos tan cafres, mirad a Cervantes, qué genio, qué revolucionario, qué talento… y es nuestro”. En comparación con lo que van a hacer en Gran Bretaña somos una mota de polvo: hay miles de actos programados, y la matraca de Hamlet con la calavera en la mano va a ser tan persistente que no dudo de que muchos ingleses terminen aborreciéndolo. Aquí los homenajes serán siempre parciales y particulares: colegios, universidades, alguna editorial, quizás alguna organización particular, puede que ayuntamientos o incluso alguna comunidad autónoma que quiera ganar puntos ante el público…
El hastío de la gente relacionada con la cultura o la educación es tan grande que apenas ha habido jarana salvo de unos cuantos pataleando con razón sobre la desidia oficial. Total, para qué. Ya lo dijo el propio Cervantes: “Cada uno es como Dios le hizo, y aún peor muchas veces”.