Hay dos formas de afrontar la victoria de David Cameron para sacar parcialmente a Reino Unido del cogollo europeo: en negativo, porque abre brecha en el núcleo de valores comunes de la unión y por ahí se puede colar de todo hasta quebrar la UE, o en positivo, con la esperanza de que Cameron pierda el referéndum del 23 de junio, Londres se vaya de la UE y nos libremos de una maldita vez de los ingleses euroescépticos. Vamos a ver pros y contras de las dos posibilidades.
Antes de analizar pros y contras vayan por delante dos consideraciones. Primera, que si Reino Unido se va de la Unión Europa el país seguirá siendo un reino, pero partido en pedazos. Escocia ya ha advertido que si Londres dice adiós a Bruselas ella se irá de Londres. Es decir, independencia. Y como los británicos son unos legalistas tradicionales, Escocia se iría sí o sí. Resultado: queriendo salvar su especial modus vivendi isleño el país perdería un pedazo considerable y muchos recursos. Y habría que ver también el futuro de Irlanda del Norte, donde cada vez miran más hacia Dublín que hacia Londres y los sondeos apuntan a que un 75% quiere quedarse en la unión. Esto podría dar, en un escenario algo más extremo pero posible un Reino Unido reducido a Inglaterra, Gales y los territorios heredados del maltrecho imperio. Lo que se llama “hacerse un Yugoslavia” (terminar siendo muy pequeño por querer ser grande) pero con tacitas de té y una leve y flemática ceja arqueada.
Segunda. Los ingleses han tenido una política internacional muy clara desde la llegada al poder de los Tudor a finales de la Edad Media: debilitar cualquier reino, imperio o poder en el continente, crear un caótico status quo que siempre beneficia a sus intereses. Golpearon contra España, Francia, Alemania, Holanda, Rusia, Austria y por supuesto también contra la Unión Europea, pero con otros medios más diplomáticos. Pero hoy Reino Unido no es ni la sombra de lo que fue: cada vez tiene menos peso internacional, depende su poder blando (cultural, que por definición es fluctuante), y su poder militar mengua. La Commonwealth sólo sirve para extender su red de espionaje y un remedo de juegos olímpicos cíclicos que sólo son una pequeña tapadera nostálgica de un imperio que ya no existe. Salvo las Malvinas, un par de peñascos atlánticos y otros tantos en el Pacífico, el famoso imperio queda ya en los libros de Historia. El hecho de que Australia y Canadá, que producen más (y mejor) que la madre patria, sigan con Isabel II de Jefa de Estado es una cuestión cosmética que (avisan ya desde Sidney incluso los conservadores) cambiará cuando la gran matriarca no esté en este mundo.
Y ahora, la balanza.
Brexit SÍ. ¡Alegría, albricias, regocijo, por fin nos hemos librado de los británicos! Algo así cantarían en París y Berlín, mientras en Bruselas sacarían la calculadora para saber cuánto margen de mercado perderían cuando la City de Londres, la todavía resistente industria británica y el conglomerado académico-cultural de Oxford, Cambridge y las escuelas técnicas inglesas se esfumaran. Eso por no hablar de la pérdida de Londres como nudo de comunicaciones y la gran demografía de Gran Bretaña (más de 60 millones de personas). Sería una amputación en toda regla muy dolorosa que la hipotética independencia y posterior entrada de Escocia en la UE (o incluso de Irlanda del Norte) no podría paliar. Dolor, un trozo muy importante del PIB de la UE plegando velas y de paso una reducción de la competitividad europea a nivel mundial. Sería una tragedia política y diplomática y la confirmación de la sospecha norteamericana de que la UE es un club de viejos amargados y nacionalistas sin futuro (algo de razón tienen…).
Por otro lado (siempre hay algo bueno), la desaparición del ancla inglesa daría alas a la progresiva unificación continental. Sin Londres dando problemas y noes continuos a cada iniciativa para federalizar lentamente industrias, servicios, finanzas, leyes y fiscalidad, Europa podría incluso, de rebote, pisar el acelerador y plantearse de una maldita vez lo que los europeístas de verdad exigen desde hace décadas: la creación de una auténtica federación continental. Al no presionar Gran Bretaña en sentido contrario los euroescépticos perderían su principal bastión y los húngaros, suecos o quien quiera que tenga alguna cuita pendiente no serían un obstáculo de peso para Bruselas. Sería un todo o nada, un punto de inflexión con el argumento de que, una vez perdida Gran Bretaña, habría que fortalecer la unión para preservar lo ganado y el mercado unido. La excusa perfecta para que volviéramos a soñar con los (sí, no se rían, un poco de respeto) los Estados Unidos de Europa. Pero claro, sería una federación diseñada al gusto de Alemania, porque ya no estarían los británicos para presionar por un modelo menos germánico y sí más democrático y auténticamente federalista.
Brexit NO. David Cameron consigue salvar su gobierno, su plan de varios años para aligerar el peso de las doctrinas europeístas y, de paso, ganar un perfil nacionalista y conservador de cara a las siguientes elecciones. Porque lo que importa no es el futuro de Gran Bretaña, sino el del Partido Conservador, diseñado para estar en el poder (porque cuando no lo está parece la grada del estadio del West Ham un día malo: a tortas todos). Logra proteger la City de Londres de la filosofía reguladora de Bruselas y Berlín, y de paso abre una brecha en la solidez de los tratados que fundamentan la Unión Europa. Basta que uno de los países tenga una cierta excepcionalidad para que el resto se lo piense. Lograr que los británicos no se vayan es un como un boomerang: podría ser la grieta por donde otras naciones intenten reducir al mínimo el peso de los tratados, que incluye la libre circulación de ciudadanos comunitarios. Además bien podría, con el nuevo texto, sentar las bases para torpedear desde fuera los esfuerzos del continente para unificar servicios, bancos, fiscalidad e industrias.
Evidentemente no frenaría decisiones que sólo se aplicarían en el continente (ya se encargarán Francia y Alemania de diseñar un modelo a su medida al margen de Londres), no en las islas, pero serían un lastre continuo, un tira y afloja molesto que en realidad intenta imponer la visión británica de Europa: un mercado libre y nada más. Lo que siempre han querido desde la Edad Media. La UE quedaría salvada en sus fronteras actuales, pero a cambio perdería parte de su legado político y social, no avanzaría sino que retrocedería peligrosamente hacia un club de vecinos que levantan nuevas fronteras sin contrapartidas. La victoria del No en el referéndum bien podría dar alas a esa Europa nacionalista y jibarizada que muchos anhelan. El modelo impuesto es parecido al resquemor de un viejo que no quiere cambios, que pretende que todo siga igual que cuando era niño. Precisamente el tipo de pensamiento estático e infantil que da alas al Frente Nacional en Francia y al movimiento Pegida en Alemania. Y sobre todo una verdad incómoda: los nacionalistas son iguales en todos lados, aunque pierdan el referéndum seguirán revoloteando y presionando sin cesar hasta conseguir lo que quieren, porque la democracia y el nacionalismo nunca van de la mano.
La solución, en junio.