Una reciente conversación con una mujer sabia dejó bien claro que el azar, en todas sus facetas (descontrol, combinación aleatoria, incapacidad humana de prever nada) es el auténtico modus operandi del universo. El cerebro humano se engaña a sí mismo, proyecta una sombra falsa de control sobre la vida que en realidad no existe. No eres dueño de tu destino. Y lo peor de todo es que lo sabes.

No somos realmente libres para abrazar el destino, que en realidad es un concepto religioso que presupone que hay un plan maestro que debemos aceptar. “La superstición y la religión son un mecanismo creado para asegurar que, si hacemos determinadas cosas, consigamos algo bueno”. Fue una frase salida de esa conversación, muy clara de cómo funciona la psique humana. Puede que haya algo parecido, pero si existe, el destino no es más que una forma de nombrar el azar y la combinatoria de materia y situación que se da en cada momento en este universo. Hay leyes de la Física aplicables, de tal forma que cualquier movimiento que hacemos genera una ola de cambio combinatorio que afecta a todo lo demás. Y como esto es así, nosotros mismos somos víctimas de ese azar combinatorio. Conclusión: lo aleatorio (que no el caos) gobierna el mundo, y nosotros somos como hojas de árbol caídas en medio del oleaje. No nos movemos donde queremos, y a duras penas seguimos flotando.

Pero en realidad no es cuestión de consolarse, sino de aceptar la realidad de que el rey del universo es el azar. “La fortuna sonríe a los audaces”, dice la Eneida, una frase muy bonita pero que en realidad es una excusa para no aceptar la realidad. Cada ser humano es proyectado hacia el futuro en función de lo que se le enseña durante su educación, y de lo que ansía: sus sueños y aspiraciones. Todos soñamos, todos queremos más, todos buscamos y perseguimos algo, por minúsculo que sea. Los hay que sueñan con el mundo entero y otros simplemente con un pequeño pedacito. Pero en realidad el éxito y el fracaso no está en nuestras manos, porque la realidad no la gobernamos ni de lejos, porque las circunstancias modifican y alteran nuestros planes una y otra vez. Madurar es en realidad tomar conciencia de que esos sueños son fantasmas futuros que nunca alcanzamos realmente. Tomar conciencia de nuestra ingenuidad. Eso es hacerse mayor. Y todos, incluso los que han alcanzado el éxito, experimentan esa amargura del fracaso final. Y si no, que se lo pregunten a Napoleón.

Los apóstoles de la voluntad y el éxito dirán que son excusas de fracasados, pero en realidad ellos mismos saben que es cierto, porque si realmente existiera una fórmula y un proceder concreto para lograrlo (esfuerzo y trabajo, según ellos) habría menos desigualdad y pobreza porque una gran mayoría, y no una minoría cada vez más exigua, habría logrado el triunfo. Entonces llega la réplica de los voluntariosos: “Cierto, pero es que el éxito sólo es el premio de los que “realmente” se lo trabajan, la élite que une talento y esfuerzo”. Es decir, que en realidad no hay un método sino que sólo unos pocos pueden. Anulan así su propio punto de partida. El recurso del elitismo inducido por la naturaleza de cada cual es otra excusa que no se justifica y además, curiosamente, induce a pensar que ese triunfo tiene mucho de azar: ¿no decían que se puede conseguir, y entonces por qué sólo unos pocos lo logran?, ¿por qué un actor/actriz de cine de talento medio triunfa y uno de sus compañeros, que es mejor que él/ella, queda en los márgenes?, ¿por qué un científico lo consigue y otros malgastan su vida profesional sin apenas avanzar? Solución: azar combinatorio.

El talento no es seguro de nada. Puedes tenerlo a raudales y terminar en la misma fosa común en la que terminó Mozart, pobre y enterrado en cal viva junto con ladrones, locos y vagabundos. O puedes alcanzar la gloria literaria del Premio Nobel como José Echegaray siendo un mediocre bien colocado y que apenas 20 años después tu obra sea pasto de ratones y del olvido: por no estar ni siquiera aparece en la mayoría de las antologías literarias actuales. Si quieren ejemplos de pobres desgraciados llenos de talento que murieron amargados sin conocer su valía, piensen en Van Gogh y John Kennedy Toole (‘La conjura de los necios’). Hay más idiotas con suerte que gente con talento en el lugar correcto, porque de ser así el mundo sería mucho más justo y honrado, seríamos todos mejores. En realidad, nada de lo que hagas determinará realmente el futuro; la libertad individual también está limitada por cuestiones que no podemos gobernar. Una vez más, víctimas del oleaje.

Queda un pequeño consuelo para el voluntarioso, y llega gracias a las matemáticas, las mismas que explican cómo el azar nos gobierna. Es cuestión de cálculo de probabilidades: si perseveras y trabajas puede que aumentes las posibilidades, pero poco más. Y nunca será garantía de nada. Porque no es lo mismo pensar en intentarlo que realmente intentarlo; los que se atreven a perseguir fantasmas del futuro quizás puedan tener una mínima opción que el que se amolda a la costumbre y lo que se espera de él/ella. Es un acto irracional de fe en uno mismo, dar ese salto al vacío que la Razón y lo socialmente aceptado te dicen que no des. Pero en el fondo sólo tenemos una vida, una oportunidad, y muchas veces se truncan antes de tiempo.

Así que sólo queda una opción: perseverar en el autoengaño, convencerse a uno mismo de que si insistes y no te rindes puede que llegue algo bueno, aunque no haya opciones y realmente no vaya a funcionar. Y lo más cruel es que, mientras el individuo aprieta los dientes y repite ese autoengaño, es consciente de que no es real. A eso se le llama heroísmo suicida, seguir andando aunque sea recto hacia el acantilado. Sólo los seres humanos somos capaces de hacer eso: vivir en la mentira porque la verdad nos carboniza. Como decía la persona que empezó esto, ya que “vamos a morir todos y solemos olvidarlo”, al menos hagamos algo para matar el tiempo antes de que baje el telón. Aunque se nos traguen las olas.