Es la segunda vez que escribimos esto, y cada vez hay que hacerlo con más tristeza. Europa ha muerto por suicidio colectivo de sus ciudadanos, incapaces de avanzar al compás del mundo, ensimismados en su nacionalismo, tópicos, racismo y falta de ambición. Ha olvidado los valores que la hicieron grande y diferente, y al hacerlo traiciona su naturaleza. Eso es morir.

Pocas cosas hay más tristes que la decepción de quien fue héroe y ahora se convierte en un ser mediocre y mundano. Nada genera más desilusión y pesimismo que ver al mito caer hecho pedazos. Europa fue, en su día, la cuna de lo mejor que pudo haber creado el ser humano: cultivo de las artes y las ciencias, ansia de libertad, de igualdad, democracia, Derechos Humanos… pero sobre todo la esperanza de que el mundo no tiene por qué ser igual a lo que heredamos de la anterior generación. La eternidad de la tradición no existe, debe ser rechazada. Esa fe contra viento y marea en que todo puede ser mejor y que la autoridad, sea la que sea (política, cultural, tradicional, religiosa) no debe ser obedecida si no se respetan derechos individuales inalienables, si no se progresa. Todo eso ha saltado por los aires por un acuerdo draconiano contra los refugiados que no parece importarle mucho a la ciudadanía: en el CIS que se presentó esta semana se demuestra que importa más bien nada a los españoles. A fin de cuentas los ciudadanos de este país son ya tan europeos en eso como el resto.

La Unión Europea ha convertido a Turquía en el agente de seguridad de indeseables en la puerta del club: 6.000 millones de euros (dinero sustraído de los fondos que se deberían usar para reinversión pública y que despertara la economía, por ejemplo) irán a parar a manos del gobierno de Erdogan, que como todo buen sátrapa corrupto se quedará con una parte para sí mismo o los suyos. Turquía ya tiene poco de democracia y sí mucho de tiranía disfrazada, corrupta hasta límites insospechados. Este acuerdo, además, la acerca a Europa sin que por ello cambie nada de todo lo malo que tiene este país a medio camino entre Europa y Asia. Lo que se dan cuenta es de que el mismo recelo que tiene el europeo medio contra el refugiado sirio lo tiene por los turcos, que son vistos como una plaga en muchos países. Turquía presiona a Europa con los refugiados, y Europa le da dinero y promesas a los turcos como si realmente fuera a cumplirlos luego. Aquí nadie es inocente y tampoco nadie está libre de ser engañado.

El acuerdo además va contra casi todos los tratados legales internacionales vigentes en Europa, dentro y fuera de la unión. Naciones Unidas ya lo ha criticado y el Consejo de Europa avisa de que es, como mínimo, “alegal” y rozando la ilegalidad porque los tratados son vinculantes. Por cada refugiado devuelto Bruselas se compromete a reubicar otro, lo que significa que se hará cargo de una parte de los que ya están en territorio de la unión, pero no del resto, ni de los que llegarán. Se estima que la siguiente oleada podría ser de casi un millón de refugiados, así que Europa corta de golpe la posibilidad de que siquiera se lo tomen en serio. De todas formas las culpas no deben echarse sólo sobre políticos y gestores: Merkel y el resto no habrían negociado ese acuerdo si la población europea no fuera como es.

¿Por qué Europa reacciona en contra de su propio espíritu secular? Hay dos respuestas sencillas: primero, porque el miedo al otro, y especialmente el miedo al otro musulmán o lejanamente vinculado con el mundo musulmán, ha brotado de manera natural como lo hizo ya en la Edad Media. Resumiéndolo mucho: el europeo medio sigue siendo un racista aterrado ante cualquier cosa que no sea como él. Pero es una espiral convergente: un húngaro, por ejemplo, le tiene tanto asco al musulmán como al ruso, el turco, el gitano o el serbio. Las naciones europeas se engullen en sus propios mitos nacionales, envejecidas, ensimismadas en su identidad, forjada por siglos de guerras y luchas sin cuartel para no ser devoradas por vecinos más grandes. La identidad de las naciones europeas se construyó sobre la sangre y las lágrimas, y con esos cimientos es muy difícil eliminar el nacionalismo. Ese miedo se convierte en presión política, y en las elecciones en derrotas de los gobernantes de turno. Y nada aterra más a un político que un elector cabreado lleno de prejuicios, muy útiles para rellenar las inmensas lagunas de ignorancia.

La otra razón es la crisis económica, la coartada perfecta para cerrar las puertas y hacer esa introspección mercantil nacional que nunca a funcionado. Una crisis que se ha llevado por delante a mucha gente. Sobre todo ilusiones, esperanzas y sueños, que es el material con el que se mueve la Humanidad en el fondo tanto como por la necesidad. Esa misma crisis que las “élites” europeas no saben resolver, con políticas que se han mostrado inadecuadas y estériles, empujando al paro y la desprotección a millones de europeos que ven con temor llegar supuestas oleadas de extranjeros que trabajarán por mucho menos que ellos. El miedo nacionalista se une al miedo económico, y ambos cabalgan en el subconsciente colectivo como el fuego al entrar en contacto con la gasolina. Es la tormenta sociológica perfecta: nacionalismo, prejuicios, políticos mediocres, recesión generalizada, miedo… La sopa de las brujas de McBeth para cocinar todo lo malo imaginable.

Y mientras tanto Europa, año tras año, refleja su propia situación: cada vez más envejecida (y necesitada de sangre nueva), con un peso económico también en descenso frente a otra regiones, con evidentes síntomas de racismo sistematizado, con sistemas laborales improductivos, la mitad de su capital humano más cualificado en desbandada hacia EEUU, Australia, Canadá, Singapur, incluso China. Es una red de intereses que ya sólo funciona para determinados países (el norte que maneja la deuda del resto) y clases sociales. El viejo mundo cada vez hace más honor al apelativo, y los europeos siguen felices en su estulticia, subidos en sus torres nacionales mohosas que ya parecen más cementerios. El camino de los estados-nación (sean o no independientes, porque ya da igual ser tanto húngaro, alemán o francés como catalán, corso o escocés) se agotó hace ya algún tiempo. Sólo queda un camino: construir algo más grande y esperanzador. Otra cosa es que no se hayan dado cuenta. Y la decisión sobre la devolución de los refugiados es un síntoma más de esa muerte lánguida, lenta, recalcitrante en su estupidez.

Para ser una tierra construida a golpe de invasión, asimilación, mestizaje y expansión, la reacción no ha podido ser más torpe, miedosa y falta de inteligencia. Y sin embargo, los políticos en el fondo tienen menos culpa que los ciudadanos soberanos que justifican y sirven de coartada a esas decisiones. Si los europeos no fueran como son, esos políticos no tomarían tales decisiones. Así que el círculo vicioso empieza y termina en el mismo punto: los ciudadanos. Quizás para cuando quieran reaccionar y el péndulo sociológico les lleve a todos a ser un poco más abiertos de mente sea demasiado tarde para Europa. Probablemente será lo que ocurra. De la soberbia a la insignificancia sólo hay un paso. Y el cementerio de los imbéciles tiene las tumbas abiertas.