España es un país donde se mata al mensajero, sea sincero o no, esté dominado o no por su empresa. El último ejemplo es la crítica de Pablo Iglesias contra un periodista de El Mundo, un buen ejemplo de que no importa quién sea el supuesto ofendido de turno, todos, independientemente de su ideología o condición, no soportan las críticas. Lo malo es que esos mismos medios enajenados con Pablo Iglesias no mueven un dedo cuando son otros los que zapatean sobre la dignidad del oficio periodístico.
Las sociedades aletargadas donde la tradición es beneficiar al poderoso y al grupo por encima de los individuos suelen degenerar, incluso en democracia, en un grado de intolerancia estructural hacia las opiniones críticas. Evidentemente hay que diferenciar el insulto de la crítica constructiva (aquella que lo hace argumentando ideas o incluso aconsejando cambios), pero todos pecan de lo mismo: no soportan las críticas. El relato de la realidad debe obedecer a sus intereses, no a las circunstancias de la propia realidad o los intereses del resto. Cuando se trata de un artista o de una opinión mundana el problema no va más allá del gusto o de nuestras esferas personales. Pero cuando lo hace un político, y mucho más uno que presume de ser la esperanza de un cambio que no llega (y que probablemente no llegue), que alardea de modos más abiertos, es todavía más grave. Que haya pedido disculpas dos veces ya dice algo positivo: se ha dado cuenta del error. Pero ha matizado, lo que implica que lo sigue pensando en el fondo. Aunque los medios no son prístinas vírgenes. Más bien todo lo contrario.
La reacción de protesta en bloque de los medios, especialmente de los grandes, dice mucho de cómo está el negocio: ¿por qué no se levantaron los periodistas cuando Esperanza Aguirre llama “la secta” a La Sexta, o cuando se hacen comparecencias de prensa sin derecho a preguntar, o cuando un alto cargo público se niega a darle el turno de preguntas a una periodista en concreto por su supuesta orientación política o por el medio en el que trabaja?, ¿por qué con Pablo Iglesias sí y con el PP no, o con el PSOE, o los medios de Euskadi y Cataluña con el PNV, Bildu o los independentistas alrededor de ERC y la extinta CIU? ¿Acaso esos grandes medios, endeudados hasta las cejas y en manos de bancos y redes empresariales, no tienen agallas? El periodismo tiene todo el derecho del mundo a levantarse e irse, pero quizás debería extender a TODOS esos ataques de sana dignidad. Dicho esto, y poniendo por delante que ambos lados tienen defectos, el que ataca y el atacado, ha que recalcar que la arremetida pseudo-psicológica de Pablo Iglesias contra un periodista de El Mundo es un buen reflejo de que al español, cuando rascas un poco, ya sea de derechas o de izquierdas, le sale el sarpullido feudal.
La española es una sociedad aletargada por siglos de dominación moral de una religión que no admite fisuras ni disensiones, de la gestión de unos poderosos sobre el común y donde la educación brilla por su ausencia y efectividad. Ciudadanos dormidos y dominados producen sistemas políticos tiranizados por unos cuantos grupos e ideas, donde la ideología prima por encima del interés personal. Sólo así puede entenderse que todos los partidos, en España, impongan sus idearios y redes de intereses por encima del bienestar práctico de la población. En eso la izquierda nueva, la vieja, el centro, la derecha y la ultraderecha funcionan exactamente igual. No aguantan la presión, ni que les lleven la contraria. Nadie asume la posibilidad del error y la variación. Ni una racionalidad moral mínima. España es de todo menos kantiana.
Pero también llama mucho la atención el ansia de todos ellos por convertir el periodismo en el saco de boxeo, el felpudo donde todos se limpian los pies sucios. El periodista, en su mundo, es un lacayo que debe contar la realidad como ellos quieren. Recuerden la frase: “Que la realidad no te joda un buen titular”. Pues aquí lo mismo: se quejan de que los periodistas cuenten otra cosa diferente a la que quieren oír. Se quejan de que les puedan criticar, tengan razón o no. Eso va en el sueldo, igual que la sociedad entera (y ellos mismos) abandona su fe en los medios de comunicación. Pero a la triple hecatombe de los medios (caída de la publicidad, caída del consumo, cambio de soporte) se une ahora la desconfianza crónica. Eso es bueno: siempre hay que leer más de un medio, sea en el soporte que sea. Las arremetidas contra cualquier cabecera en prensa, radio o televisión por supuestas fidelidades ideológicas o comerciales son habituales. E incluso necesarias, pero con base, no porque te señalen con el dedo antes. La libertad de crítica es inherente a la libertad de expresión. Punto. Y al que no le guste que se vaya a Cuba, Corea del Norte o Arabia Saudí.
Pero lo mismo que pensamos mal de un medio podríamos pensarlo de Pablo Iglesias, Pedro Sánchez, Rivera o Mariano Rajoy: ¿qué interés ideológico o comercial tienen, qué esconden detrás de sus decisiones, quién se beneficia realmente de sus planteamientos? ¿Acaso los partidos políticos no están sujetos a sus propias familias y redes particulares, acaso las ideologías no conllevan siempre beneficiados y perjudicados? ¿Acaso cree Iglesias, como muchos otros políticos como Rivera o Rajoy, que son prístinos y que sus valores son los correctos? Eso lo hacen los niños de cinco años, no los líderes. Lo que vale para uno también vale para el resto. Pero en algún momento el periodismo se convirtió en el felpudo de todo el mundo, y eso va en detrimento de uno de los pilares de una buena democracia: la libertad de información. Cuantos más medios, mejor, cuando más diversificados, mejor, cuantos más dueños, mejor. Pero si la propia sociedad no valora el papel del periodismo quizás se merezca no poder apoyarse en él y continuar siendo aletargada y mal educada. Cada sociedad tiene justo lo que se merece, lo que siembra y recoge. Y luego la gente se pregunta qué ha salido mal.