Los libros son llaves que abren puertas, dentro de la mente y hacia el mundo. Cada uno es una de las muchas caras de la realidad, y para cada necesidad hay una respuesta. Por eso, modestamente, vamos a intentar apuntar unas cuantas llaves que os vendrán bien, aunque cada juicio individual es un mundo en sí mismo y probablemente la mayoría no estará de acuerdo. Pero para eso la opinión es libre.

En el fondo todo se reduce a qué llave encaja y abre qué cerradura, porque en ocasiones una llave encaja pero no abre, y por eso hay que andarse con cuidado de no cometer errores. A fin de cuentas la vida es corta y malgastar horas, días, semanas, en el libro equivocado sólo beneficia al autor y a la editorial, pero no al lector. Muchos dicen que no hay en realidad libro malo, que todos aportan algo aunque sea en negativo, pero también es igual de cierto que el cabreo de un lector cuando tiene que cerrar un libro porque le produce dolor sólo tenerlo abierto es una tara que no se puede tolerar. Así que intentémoslo: hay puertas como la moral, la política, la buena ciudadanía, la compresión del mundo, la preparación para el devenir de es mismo mundo, su auge o su caída… Que cada uno juzgue por su cuenta.

Si quieres ser un ciudadano civilizado (por mucho que cueste), lee a Kant. Él mejor que nadie entendió lo que fue la Ilustración occidental, el último intento de encontrar algún patrón de pensamiento y comportamiento moral con el que construir un mundo más racional, libre, estable y mentalmente sano. De su amplia filosofía, que abarcó muchos campos, nacen dos verdades: una, la ética, en la que considera que todas nuestras acciones sociales deben ser de tal pureza moral que pudieran ser convertidas en leyes universales que rigieran a los demás. La segunda, recogida parcialmente en ‘Sobre la paz perpetua’, que establece que la sociedad ilustrada es aquella que reivindica la armonía social y política impulsada por leyes de aspiración igual de armónica, y que además busca la paz entre estados creando un cuerpo jurídico nacional e internacional tan sofisticado que evite la guerra. En realidad Kant puso las bases de lo que sería un orden federal continental que eliminara las posibilidades de las guerras.

El filósofo intuyó que el nacionalismo que emergía como ideología de masas ya en su época sería un veneno que lo mataría todo. Razón no le faltaba. Kant no creía que el ser humano pudiera convertirse en un ser moral por naturaleza, sino que debía tener voluntad para ello (y ser así un buen ciudadano) con un comportamiento deliberadamente ético, dentro además de un estado de escala federalista que forzara la estabilidad, el pacto y la paz. Y de ella la propia tolerancia necesaria para alcanzar esa paz. Creía Kant que esa constitución reforzaría el papel del ciudadano ético, ya que sería un texto consagrado a la libertad individual, el imperio de la ley y la igualdad legal entre desiguales por naturaleza. La voluntad del ciudadano ejemplar sería aquella en la que tiende consciente y voluntariamente hacia la razón y el comportamiento ejemplar. Básicamente Kant, hablando en plata, no daba un penique oxidado por la capacidad innata del ser humano para ser moral, por lo que no cabía más opción que delegar en su empeño diario para serlo. Ya saben, la virtud no es una estación de llegada, es un horizonte que perseguimos toda la vida.

Si quieres sobrevivir al hundimiento de la civilización, lee a Thomas Hobbes. Nadie ha descrito mejor, de una forma más descarnada, cómo el ser humano es un lobo para los hombres, y cómo, en el fondo, funcionamos igual que este hermoso animal: la manada tiene líderes, y también hay lobos esteparios que deambulan solos y se unen temporalmente al resto. Lo que sí es seguro es lo que dijo Hobbes: el estado nace como consecuencia del deseo innato de evitar el estado de naturaleza humana, que es el caos, el enfrentamiento y la ley (que no es ley) del más fuerte. Su libro ‘Leviatán’, en la parte más política, es una de las obras filosóficas más descarnadas, realistas y acertadas para entender la naturaleza humana: no hace concesión alguna, entiende desde el principio que nos domina el deseo, la violencia y que sólo nos comportamos correctamente si hay un poder compensatorio que promete disciplina frente al que se salga de lo correcto, que en este caso sería respetar la vida ajena, la propiedad ajena y las leyes que facilitan que no nos matemos unos a otros. Si la civilización se hunde lo mejor que puedes hacer es leerlo y entender cómo será el mundo si llega el caos. Y si no llega a hundirse también, porque explica mucho mejor la psique que nos gobierna colectivamente que Rousseau o cualquier otro utópico empeñado en remar contra natura. Con el ser humano siempre hay que ser un poco pesimista. Siempre acertarás.

Si quieres que se te congele la sonrisa al descubrir la naturaleza humana, lee a Ambrose Bierce. Sólo un misántropo frustrado y amargado como él podía diseccionar con tanta maestría a nuestra especie. Hijo de puritanos fanáticos que le malograron la infancia y adolescencia, enrolado en las tropas nordistas durante la Guerra de Secesión americana, vivió, contempló y sufrió como pocos escritores lo han hecho. Eterno insatisfecho, vengativo, rencoroso y ácido como un cubo de sulfuro caliente. Y con un talento literario tremendo que le hizo escribir un relato tras otro y esa biblia laica, apócrifa y psicológicamente perversa llamada ‘El Diccionario del Diablo’, síntesis de lo poco bueno, mucho malo y todo terrible que genera el ser humano. En su perspectiva, nada es sagrado salvo el derecho a ironizar y mostrar esa terrible sonrisa congelada en la que te ríes con malicia hasta que descubres que, en efecto, la realidad humana es terrible. Pocos autores han desnudado con tanta maestría las mentiras de nuestra civilización como él, especialmente la hipocresía y el cinismo. Pero en ese tránsito descarnado queda el individuo liberado de todo los superfluo que, en el fondo, le nubla el buen juicio y que le debería permitir evolucionar hacia un estado superior de conciencia moral. Detrás de la amargura había un plan, el cual quizás fue deliberado o realmente consecuencia de una mente triste y llena de acidez. Sea como fuere, Bierce comprendió perfectamente casi lo mismo que Kant o Hobbes, que el mal es inherente a nuestra existencia y que sólo descarnando al individuo de los añadidos culturales interesados que perpetúan la dominación se puede intentar, al menos, ascender un nivel de comprensión. Nadie dijo que el conocimiento no conllevara dolor; duele leer a Bierce, pero también por eso es imprescindible.

Si quieres encontrar el camino moral (sin que se tuerza tu voluntad), lee a Marco Aurelio. Porque en el fondo el emperador romano, quizás el mayor intelectual que ha tenido nunca mando en plaza en la historia de Occidente, era en el fondo un estoico que basaba su sabiduría (pero con errores, todo sea dicho) en la praxis y en las enseñanzas tradicionales de la filosofía romana, las mismas que fueron sistemáticamente ignoradas desde Julio César (el primer traidor a la Roma auténtica) y Augusto (que le dio la puntilla). Si sus herederos hubieran entendido bien sus ‘Meditaciones’ probablemente el Imperio Romano seguiría en pie, pero lejos de eso fue un chispazo de lucidez en medio de la tormenta, como suele pasar. Las enseñanzas que transmitió fueron las de un tipo obligado por el deber y el destino a ser emperador, que intentó ejercer el poder con algo de sensatez a pesar de la conciencia de que sus acciones serían a la larga inútiles, y sobre todo que se refugió en un humanismo en negro: somos poca cosa, pero al aceptarlo podremos sobrevivir más y mejor. La vía de la humildad humana frente al universo (divinidad en su caso), la superficialidad de todo lo que hace el ser humano, que se cree trascendente en su religión y ansias de poder cuando en realidad es una hoja vendida al viento. Enseñanzas sabias: estoico ante el mundo, la mejor posición posible para no dejarse vencer por la irracionalidad imperante. Y al igual que con Kant, Hobbes y Bierce, la comprensión de nuestra propia carga de superficialidad (añadida por la propia sociedad, la educación y la cultura heredada) es un obstáculo del que el buen individuo debe liberarse para llegar algo más alto.

Y si el caos te rodea y quieres estar preparado para (casi) todo, lee a Sun-Tzu y Miyamoto Musashi. Los asiáticos siempre han estado marcados por dos ideas: todo ente existente tiene un contrario equivalente y la armonía de cada uno respecto al todo. Pero también han creado, a partir de esos mismos dos principios, una serie de libros mucho menos espirituales y sí más prácticos, textos que nos enseñan que la inteligencia operativa deriva de la propia realidad. El primer caso, ‘El arte de la guerra’, es un compendio de estrategias generales aplicables tanto a la guerra como a la vida diaria, si definimos ésta como un campo de batalla (lo es, creedme, lo es), pero sobre todo se basa en la idea de que la inteligencia evita la guerra, la inteligencia domina virtualmente al enemigo al anularlo. El pensamiento central de ‘El arte de la guerra’ es vencer sin hacer la guerra, con lo que es en el fondo un manual para evitarla y mantener la armonía; y si no funciona Sun Tzu se encarga de enseñarte a sobrevivir a ella.

El segundo caso es algo más sofisticado y particular. ‘El libro de los cinco anillos’ o ‘Go-rin no sho’ es un tratado de artes marciales que en realidad es un compendio de actitudes ante el caos que rodea al individuo. Musashi fue un guerrero huérfano que vivió durante la peor época de Japón, la primera mitad del siglo XVII de las guerras de clanes sin fin. Fue un maestro del sable que compendió sus experiencias y enseñanzas en este texto clásico que tiene forma de tratado de combate y artes marciales pero que en realidad es un manual de supervivencia y avance, un texto canónico en gran parte de Asia. Compuesto por cinco manuscritos diferentes, Musashi considera que todo problema debe ser abordado con honestidad, culto al detalle, análisis, pausa y mesura, mantener un espíritu abierto, despejado y huir de las confusiones, porque aquel que logra vencer “pule su corazón y su mente, ejercita en la vida diaria la vista y percepción sin que se nuble”. Ante el caos, claridad, y ante la confusión, lucidez. Pausa, detalle, raciocinio y una senda basada en el discurrir de cada instante. ‘El libro de los cinco anillos’ bebió del confucionaismo, el budismo y parcialmente del bushido japonés, es mucho más que lo aparente, y sobre todo fue uno de los textos sobre los que Japón se reconstruyó tras la Segunda Guerra Mundial, un manual de supervivencia personal y de filosofía de lo parcial para entender el todo: “Comprende aquellas cosas que a simple vista no se pueden ver”. Hay que mirar siempre más allá de lo obvio, ahí encontrarás la respuesta.

Y si quieres ser un inútil sin moral ni principios y medrar, no leas. No lo necesitas. Sólo déjate llevar por la masa.