Una de las cosas más divertidas de este mundo es jugar al “¿Y sí…?”, ese ejercicio de ucronía continuo en el que fantaseamos qué pasaría si esto hubiera sido aquello, si en lugar de tomar aquella decisión aquel día hubiéramos tomado la otra. Es tan divertido que incluso hay un subgénero literario y cinematográfico entero para recrearlo, y que arrancó con ‘El hombre en el castillo’ de Philip K. Dick. Pero esa es otra historia. Ahora vamos a hacer ucronía: ¿qué pasaría si España fuera como Suiza, si hubiese, en algún momento de su Historia, quizás el siglo XVIII o XIX, optado por ese camino confederal y democrático hasta la extenuación?

Suiza es un modelo político por la democracia directa y la organización confederal a todos los niveles, cultural por su pacifismo práctico (“déjame en paz en mis valles y yo te dejaré en paz a ti”) y por su éxito económico (basado tanto o más en su industria tecnológica y de servicios que en la banca y los seguros). Y la adaptación ucrónica sería muy peculiar. Para empezar quizás no fuera un reino, o puede que sí. A fin de cuentas que una persona fuera Jefe de Estado, y por tanto máximo garante del orden constitucional junto con los tribunales superiores de justicia, por haber salido del útero correcto no estorbaría al resto. Incluso serviría como nexo de unión simbólica entre los diferentes territorios del país. Algo así como un icono. Pero por supuesto antes tendría que haber superado el referéndum de aprobación correspondiente, porque la vida a la suiza tiene ese componente que aquí es alérgico: preguntarle a los ciudadanos, que según el modelo helvético son los auténticos garantes del orden legal. Si dicen sí, perfecto, si no, te envainas la ley y la cambias o te dedicas a otra cosa.

Una vez resuelto el tema simbólico de la corona o los faces republicanos, pasaríamos a ordenar el territorio. Suiza es un elaborado y centenario sistema confederal más antiguo incluso que España: empezó en el siglo XIII (Carta Federal de 1291) cuando un grupo de cantones germanófonos se unieron para evitar la dominación de los austríacos, y tuvo que defenderse a sangre y fuego durante décadas antes de lograr entrampar en los valles alpinos a los vecinos del este, que se fueron de allí convencidos de que algún día volverían. Lo intentaron más de una vez. Pero no hubo forma. Ni siquiera Napoleón logró realmente dominarlos: arrebató un par de cantones a los suizos, obligó a cambiar las leyes (la efímera República Helvética) pero cuando el pequeño corso egomaníaco y pelín sociópata se esfumó ellos volvieron a ser lo de siempre. Aquí merece la pena explicar cómo nació el actual sistema.

Pero incluso en eso se parecen. ¿Sabían que en Suiza hubo una guerra civil también? Si, pero duró un mes, en 1847, provocada por un grupo de cantones católicos trataron de crear una nueva Suiza dentro de Suiza. En un mes, y con menos de cien muertos y casi todos por “fuego amigo” (ya no hay paralelismos con España, obviamente, aquí siempre hemos sido unos matarifes) se terminó un conflicto que, lejos de dividirlos les unió más. Justo a la inversa que en este lado de los Pirineos. Los suizos se dieron cuenta de que la unión haría la fuerza y que otra guerra civil les separaría y todos caerían en manos de Francia, Alemania, Italia o Austria. No importaba que fueran liberales, conservadores, católicos o protestantes, TODOS eran suizos y eso era lo que importaba. De esa guerra nació el sistema confederal actual, cuya constitución tiene una cláusula que permite que sea modificada si las circunstancias lo indican (vaya, vaya… interesante, ¿verdad?). La Confederación es un sistema de equilibrios regionales que converge recursos, medios y reglamentos sin tocar la autonomía más que generosa de los cantones, que tienen decisión de veto sobre operaciones, leyes, normativas e incluso tan básicas como si deben dejar votar a las mujeres o no. Este aspecto es uno de los puntos negros de su Historia: fue de los últimos en permitirlo.

Pero lo más importante de aquel pulso es que se impuso la democracia directa (traducción, referendos para casi todo) que literalmente hace que los cantones sean gobernados por los ciudadanos, que actúan como un verdugo nervioso: si algo no les interesa promueven un referendo que debe ser, obligatoriamente, organizado por el cantón. Bastan unas cuantas miles de firmas para conseguirlo. Los suizos son legendarios por su participación política: están bien informados, buscan la información si no les llega y exigen opinar sobre cualquier tema. Así se solucionaría el grave déficit democrático que sufre España, donde los ciudadanos votan a los partidos para quitarse de encima el muerto. Así los partidos políticos llevan décadas traicionado a sus votantes y dejando la democracia española como un chiste cruel. Si los ciudadanos no velan por sus intereses, nadie más lo hará, porque los partidos buscarán siempre, de forma innata, su beneficio.

Resultado: cada cantón es como una pequeña república independiente que cede parte de su soberanía pero mantiene el control doméstico e identitario. En España eso no se traduciría en 17 cantones emulando las comunidades autónomas, sino que la piel de toro habría evolucionado desde el caos de pretender 60 y pico cantones (denle a una comarca española, la que sea, la opción de ser una república independiente de su casa y verán lo que pasa…) a un modelo de doce cantones organizados alrededor de las diferentes lenguas (castellano, catalán y derivaciones, gallego, euskera) y circunstancias regionales (Canarias, Baleares, Asturias, ¿Aragón?, ¿Navarra?, Ceuta, Melilla…). Cada cantón (enormes, por cierto, respecto a los de Suiza, donde algunos son de 37 km2) tendría total autonomía fiscal, legal, económica y cultural, pero se coordinaría con el resto para crear ese relato confederal común. Entregaría una parte de sus ingresos para la caja común, acataría la constitución, las leyes generales asociadas y contribuiría a la defensa federal. Todo lo demás, para ellos. De un golpe se solucionarían todos los problemas de nacionalismo lingüístico y cultural; las convulsiones estilo CUP en Cataluña o EH en Euskadi serían anecdóticas porque las aspiraciones nacionales ya estarían recogidas en la Constitución, que reconocerían la identidad nacional de esos cantones.

Así llegaríamos a la tercera característica más importante de Suiza: su éxito económico. No seamos facinerosos y demagógicos: los suizos no son ricos por la banca, aunque desde luego la opacidad bancaria y la libertad financiera total ayudaron mucho. Lo son porque aprovecharon los beneficios bancarios iniciales para dar pie a una industria tecnológica y de servicios que supera incluso en índice de productividad a Alemania: Nestlé, Novartis, Glencore, Adecco, la industria relojera, de instrumentos musicales, químicas, farmacéuticas, inmobiliarias, turismo… Obviamente los servicios financieros siguen siendo una parte del león, pero el mito se cae cuando se ven las cifras: el 34% de los bienes exportados eran productos químicos, el 20,9% eran aparatos electrónicos y un 17% instrumentos de medición y relojes. También hay que tener en cuenta que el sistema fiscal suizo es más bien laxo y que permite circular el dinero, si bien luego el sistema de multas e impuestos indirectos es de los más brutales del mundo. A su vez ese éxito se basa en un sistema educativo bien hilvanado (aunque mejorable) por tramos de capacidad intelectual (existe segregación por capacidades, para adaptar el sistema a los alumnos, no al revés) y vinculado con el mercado de trabajo.

En nuestra ucronía la España helvética aprovecharía al máximo esas fuentes y, teniendo en cuenta su tamaño, muy probablemente sería la economía más avanzada de Europa, no tendría encima el peso de la Unión Europea porque, siguiendo el modelo helvético del “dejadme en paz” se habría asociado pero no entrado, y por supuesto la peseta seguiría vigente. Estaría más cerca de esa fantasía legendaria (utópica a todas luces) de que España podría ser la California europea. Hoy por hoy es una quimera insultante, pero en nuestra ucronía un siglo de democracia directa, de confederalismo activo, de economía estable, sistema fiscal laxo y progresivo, pacifismo activo, habrían dado como resultado una realidad muy parecida. La España helvética quizás habría establecido mejores relaciones con América Latina y servido de espejo democrático a las repúblicas americanas o los cercanos países musulmanes. El nivel de vida sería más alto. Y los problemas existirían, claro, pero serían otros. Diferentes. Menores a los que tenemos hoy. Quién sabe. Después de todo sólo es una ucronía. No es real.