Ha muerto Mohammed Ali, nacido Cassius Clay y renacido como luchador incansable para definirse a sí mismo por sí mismo, icono de una Norteamérica que se resistía a ser la nación cristiana blanca que querían sus élites, y sobre todo uno de los seres más contradictorios y épicos que nunca han pasado por el deporte.
Ali era todo o nada, poeta y brutal boxeador, mucho más inteligente de lo que nadie podría haber sospechado, pero también dominado por esa fuerza primitiva y salvaje de los matones de barrio forjados en la pobreza y la marginalidad. Nació negro y cristiano en Louisville (Kentucky), EEUU, en el borde de ese medio-oeste donde parece que no ha cambiado nada desde 1900. Con 18 años ganó la medalla de Oro en las Olimpiadas, regresó a casa orgulloso y cuando en un restaurante no le sirvieron por ser negro tiró la medalla al río y renegó de esa América que no le quería por muy grande que fuera. Consciente de que era menos que nada en una sociedad profundamente racista, decidió reinventarse: se convirtió al Islam a través de la Nación del Islam (una hermandad religiosa de afroamericanos musulmanes) y cambió su nombre por Mohammed Ali. “No quiero ser lo que vosotros queréis que sea”, decía.
La razón es que Cassius Clay era un nombre de esclavo: los antiguos esclavos apenas podían elegir su nombre de pila porque el apellido era el del terrateniente que les había comprado. Esta práctica se extendió durante todo el esclavismo y tuvo su correspondencia incluso en Malcom X, que puso esa sonora X en lugar de su antiguo apellido para reivindicar ser otro. Luchó por los afroamericanos, por su posición y sobre todo para reivindicarse. Todo lo que hizo hasta que se retiró en los años 80 fue una lucha continua por ser lo que él quería ser, por reivindicarse: se negó a luchar en Vietnam y por poco lo meten en la cárcel para acabar con él. La gloria de juventud se convirtió en un camino de zancadillas y problemas. Era negro, musulmán (cuando eso era poco menos que una extravagancia en EEUU), bocazas y capaz de tumbar a cualquiera. Cuentan que un boxeador rival empezó a llamarle por su antiguo nombre y Ali le dejó hecho un cromo mientras bramaba “¡Dí mi nombre, di mi nombre!”.
Con Ali se va un icono enorme de EEUU, reconocido como tal sólo en la vejez. Si hay alguna forma esperanzadora y auténtica de definir lo que es ser norteamericano sin duda era haciéndolo con Ali: jamás se rindió, creyó en sus ideas y las defendió hasta las últimas consecuencias, no se retractó de luchar por lo que creyó bueno y justo, no sólo para él sino para todos, y creyó firmemente en el individuo y su esfuerzo como base y motor de toda sociedad con futuro. Pero antes de ser ese símbolo tuvo que soportar de todo: por traidor y no ir a luchar a Vietnam, por ser un negro sincero y bocazas en un imperio blanqueado que los prefería callados y serviles (el mito del Tío Tom, un auténtico insulto para un afroamericano); también un rebelde que se pasó al lado más ortodoxo del Islam porque eran la versión más africanista posible de su comunidad, pero con la que tampoco cumplió mucho: se casó cuatro veces y nunca por las buenas, sino mediante segundas mujeres. Coleccionó amantes y contradicciones morales con la misma facilidad para hacer versos sobre la marcha loándose a sí mismo.
Pero también fue un deportista, un atleta como ha habido pocos. Cuando le preguntaron por qué entrenaba tantas horas respondió que odiaba entrenar, pero que era lo que tenía que hacer para ser quien era. Con 18 años ya era un huracán imbatible, y sólo su odisea contra la justicia de EEUU y el sistema de reclutamiento le apartó de ese reino de cuatro esquinas: le quitaron los títulos de campeón mundial, le negaron la ficha para boxear en EEUU y tuvo que esperar muchos años para volver: concretamente hasta 1971. La sentencia a cinco años de cárcel quedó en suspenso y por muchas opciones de retractarse que le dieron él se negó. Aquella guerra en la selva no era como las playas de Normandía: no se trataba de una batalla contra un enemigo que hubiera colgado de una farola a Ali, sino contra una gente de la que no sabía nada. Una frase suya fue lapidaria: “El cong [por Vietcong] no me llama nigger”, es decir, la peor palabra, la más racista posible contra un afroamericano y que durante décadas fue moneda común. Reivindicaba usando el mismo orgullo racial que usaban los blancos, por lo que muchos decían que era un racista negro. Pero sólo era un boxeador decidido a ser él mismo.
Y entonces llegaría su tercer ciclo personal: después de Cassius Clay, después del luchador social y político, llegó el Rey renacido en las cuatro esquinas. Concretamente fue en dos combates muy lejos de su casa: el primero en 1971 en Zaire (actual Congo) contra George Foreman, el combate apodado “Rumble in the jungle”, objeto de un documental premiado y fase final del filme ‘Ali’ donde Will Smith le encarnaba con bastante acierto; el segundo fue en 1974, en Manila (Filipinas), contra Joe Frazier, llamado “Thrilla in Manila”. En los dos consiguió lo que quería: recuperar el título de campeón del mundo de pesos pesados. Cuando terminó la década ya le acechaba su nuevo enemigo, que no era ni el racismo, ni el gobierno de EEUU, ni boxeadores legendarios como Foreman y Frazier, sino una enfermedad sin cura aparente que se escondía detrás de cada puñetazo que recibió: el Parkinson. Se retiró a principios de los años 80 y con su jubilación llegó esa nueva lucha que construyó en paralelo como filántropo e icono nacional de EEUU.
Los blancos ya tenían al tipo que podían esgrimir para negar el pecado original del racismo. Siempre es peculiar ese proceso en el que pasas de bestia parda de una nación a ser uno de sus símbolos más respetables, pero él lo hizo a golpe de épica y de coherencia política: no era un hombre perfecto, quizás su moral a veces se diluyera entre tanta vanidad, pero su ética fue inalterable y logró construir un mito que era tan real como él mismo. El mundo entero le vio ya muy perjudicado en 1996 en las Olimpiadas de Atlanta encendiendo el pebetero olímpico, con aquel brazo tembloroso que parecía estar a punto de fallarle. En esos tiempos ya tenía sus primeros discípulos políticos, como un Barack Obama joven y que aspiraba a ser senador y tenía que construir su propio relato político. Decidió entonces que la famosa foto de Ali bramando sobre un Sonny Liston caído estaría en su pared siempre. Ya era un mito trasngeneracional. Pero se nos ha ido y ya no hay gigantes con esa fuerza para sustituirle.