Nada como una gran recesión económica y el cambio de poderes en el mundo para poner en guardia a todos los nostálgicos de tiempos ya superados, cuando Occidente era quien gobernaba el mundo. Eso se acabó, y hay que adaptarse. Los que no lo hacen se agarran, desesperados en su ceguera e incapacidad, a los viejos demonios con tupé o melena como Trump o Le Pen.

En esta segunda década del siglo han confluido, igual que en la misma década del siglo pasado, las circunstancias perfectas para crear una tormenta igual de perfecta. A un lado la crisis económica, ya casi crónica, que azota Europa y en menor medida EEUU. Al otro, la clara constatación de que el modelo productivo occidental se ha ido al garete porque Asia y en menor medida Latinoamérica han recibido el relevo. Hay una finísima conexión entre el auge asiático y el hundimiento social de esa antigua clase social llamada “proletariado blanco”, el cual fue en su día motor de todo y ahora es fósil de casi nada. En EEUU crecen, sí, pero a costa de cambiar el modelo productivo de uno de trabajo en masa de baja cualificación por otro más sofisticado que requiere más conocimientos e inventiva. Y todos sabemos que la Naturaleza o Dios no reparten la inteligencia por igual, mucho menos cuando el sistema educativo no funciona: el nuevo modelo productivo occidental se basa en las ideas, y por desgracia hay demasiados ciudadanos temerosos con derecho a voto que, de momento, ya han mandado al limbo a Reino Unido con el Brexit. Está por ver que pase lo mismo en EEUU con Trump o en Francia con Le Pen. Tienen miedo. Los (viejos) blancos tienen miedo. Y lo de “viejo” no tiene que ver con la edad, sólo con esa ilusión de recuperar la grandeza que ya jamás volverá. Un punto de vista condenado al fracaso.

Los occidentales llevan más de cinco siglos de dominio desde el Renacimiento, otros diez anteriores de ensimismamiento en el que se sentían los elegidos por muy pobres que fueran (la Edad Media) y otros mil años más de Antigüedad en la que controlaron “su” parte del mundo. Esto ha dado como resultado una civilización bastante engreída y con dos vertientes: la que abraza el mundo para aprender y avanzar, y la que se sube a la columna para poder dominarlo todo y que reacciona muy mal cuando la realidad se le resiste. Esta segunda parte es la que ahora mismo intenta reaccionar ante la globalización, que le ha arrebatado el control del escenario, y que ha relegado a millones de personas a vidas mucho más modestas donde no hay superioridad. Para colmo de males los viejos demonios incubados durante siglos han vuelto otra vez como respuesta ante el cambio de realidad: racismo, xenofobia y nacionalismo, los tres vértices de un triángulo por donde se cuela casi todo lo bueno de Occidente. Los asideros de los que se resisten a cambiar y que creen encontrar en insistir en recetas que ya han demostrado no funcionar. Pero el miedo es poderoso. La coctelera europea se ha exacerbado por el saco de arena preferido de todos, la Unión Europea, que ni avanza ni parece reformarse, por lo que seguimos en las mismas. Pero también por la crisis de los refugiados, que ha demostrado la incapacidad de Europa para cambiar.

EEUU ha visto cómo el declive industrial llevaba a millones de blancos dominantes a terminar en el mismo nivel de pobreza crónica en la que vivían las minorías que ellos aplastaban, los negros y latinos. Ciudades como Flint o Clinton son buenos ejemplos: antaño tenían pleno empleo, vinculadas a la industria del automóvil o el acero, pero ahora son ciudades fantasma que pierden población sin cesar. El nuevo modelo productivo busca gestores más que trabajadores, y pensadores rentables más que asalariados burocratizados en las empresas, así que no todos pueden asumir esos roles. No les da. O el sistema educativo cambia o no habrá futuro para una gran porción de población blanca que reacciona volviéndose más conservadora, más xenófoba, más aislacionista. Y en algunos casos, más racista. Trump es el clavo ardiendo al que se agarran en su utópica esperanza de volver a ser lo que fueron. Pero eso ya no tiene vuelta atrás. “Haré América grande otra vez” es su lema de campaña, y es la mayor mentira posible. En el caso de que fuera elegido, sus votantes verán con horror cómo todo era un sueño que dividirá su país y volverá increíblemente hostil al resto del mundo a sus intereses. Esa reacción mayoritariamente blanca conservadora es el canto del cisne de una forma de vida que ya era absurda hace 30 años. Pero ahora más.

Europa tampoco lleva bien su hundimiento. La diferencia es que ya estaba de rodillas hace 60 años por culpa de dos guerras mundiales y ahora sólo es la guinda del pastel. En la posguerra construyó un paraíso de alto nivel de riqueza y aislamiento protegido (por EEUU) basado en su capacidad industrial. Ahora eso se resquebraja y tiene que cambiar de modelo también. Además, para colmo de males, Europa tiene una gigantesca porción de población jubilada o a punto de estarlo: el envejecimiento demográfico es tan desmesurado que todo el sistema económico peligra por el peso de las pensiones. Como no hay una sustitución equilibrada de población joven respecto a la vieja, hace falta abrir las puertas a la inmigración, que siempre fue muy positiva para Europa, construida a golpe de pueblo nuevo asimilado por el anterior. Pero aquí surge el problema: la población europea reacciona con hostilidad a los nuevos, que no son asimilados, y que a su vez reniegan de la sociedad de acogida y se aíslan en su origen cultural. El resultado es un desastre en el que una población envejecida y reaccionaria da alas a movimientos de extrema derecha mientras la porción más joven abraza políticas de extrema izquierda. A su manera ambas buscan lo mismo: lo perdido. En medio los inmigrantes, despreciados pero al mismo tiempo necesarios. Y como colofón la pérdida total de importancia de Europa, que parece ya más un parque temático turístico y un geriátrico que el motor humano que era antes.

Francia es el ejemplo perfecto del miedo de los (viejos) blancos en un tiempo que no controlan: los votantes de Le Pen no entienden que su mundo de infancia y juventud ya no existe, no existirá y no hay universo posible en el que vaya a existir. A la decadencia económica se une un envejecimiento problemático de su masa demográfica, una gran masa de inmigrantes y el agobio cultural de saberse parte de una sociedad que ya no tiene el peso de antaño. Los viejos imperios, las viejas superioridades y dominaciones ya no se justifican. Y el aislacionismo tampoco. Aislarse del mundo para conservar lo que eres no es una opción realista ni con futuro: es la reacción infantil y cortoplacista que posterga la verdadera decisión, adaptarse y cambiar. Europa y EEUU tienen la gran virtud del pragmatismo y la capacidad de adaptarse a los tiempos, ha sido una de sus grandes armas. Pero hoy no la demuestran. Se comportan como viejos amargados que no comprenden lo que sucede: la transición de un modelo humano dominado por Occidente a otro globalizado con varios centros de poder (quizás incluso con más peso de Asia) que deben coordinarse entre sí para evitar el caos, para avanzar. China no se va a esfumar. India no va a desaparecer. Los árabes o iraníes no se caerán por el bordillo. América Latina no será eternamente un compendio de problemas. Y África no será siempre extremadamente pobre y caótica.

Si en algún momento fue inútil comportarse así, desde luego es en este tiempo: las fronteras son endebles, y pretender seguir en 1950 es tan inútil, mediocre y ciego como querer meter el mar en un cubo de plástico como un niño que no concibe las verdaderas dimensiones del océano. Y ese mar inmenso es el momento histórico de nuestro mundo, con la pujante Asia arrastrando consigo a más de 3.000 millones de personas (tres veces la población de Europa y EEUU juntas), con toda la gran industria concentrada allí y cientos de millones de personas pasando de la pobreza a ser clase obrera y de ahí, en un tiempo, a una nueva clase media asiática que modelará el consumo y la economía de este siglo. Las actitudes racistas o xenófobas sólo son zancadas desesperadas justo en la dirección incorrecta. Ya no hay lugar para naciones-isla, ni para razas-isla, o economías-isla. Ese mundo ha muerto, pero los (viejos) blancos no se han dado cuenta. Y sólo repercutirá negativamente. No se puede remar contra el tiempo, contra la Historia, contra el continuo cambio que caracteriza el mundo. Hay que explorar las vías, reciclarse, cambiar, girar el timón del barco y poner rumbo allí donde realmente la Humanidad crece. Todo lo demás es infantil, cobarde y terriblemente mediocre. Y lo más importante: fracasado.