El mundo se puede dividir de múltiples formas: por dimensiones, por ideologías, religión, actitud ante la vida, género, por algo tan infantil como la nacionalidad… Pero hay una división fundamental, aparentemente inocua o infantil pero que realmente divide a los seres humanos en dos grandes mitades cuando son niños: los que cuando ven a las hormigas las pisan las pisan y los que las observan fascinados. Tiene una explicación sencilla: el punto de vista que tendrá el sujeto en el futuro.
Una de las constantes de nuestra época es el arte de poner paños calientes a cada juicio de valor que se hace sobre un ser humano. A fin de cuentas llevamos unos 10.000 años de elitismo exacerbado con el que no se ha llegado muy lejos, así que el igualitarismo lucha, con razón, por eliminar el machismo, el racismo, la xenofobia o la exclusión. El problema es que llega un punto en el que, con más de 7.000 millones de personas, que en su gran mayoría no reciben una buena educación y están más preocupados por comer o evitar que los maten que por pensar, ya no valen los paños calientes. Mario Cipolla decía, con razón, que no hay nada más peligroso que un idiota, porque no es consciente de ello y reparte maldad creyendo que actúa bien en función de unos valores. Pero se puede arreglar: si desde la infancia se formara a la población para que respetaran una determinada actitud positivista y tolerante muy probablemente seríamos mucho mejores. Y basta la historia de los niños con las hormigas para entenderlo. Primero hablamos de ellas y luego de los humanos.
Las hormigas son un ejemplo de organización, efectividad y eficiencia, capaces de hacer auténticas maravillas como los hormigueros, auténticas ciudades subterráneas divididas por funciones y clases, donde cada individuo tiene un cometido que cumple para beneficio del común, que es todo el hormiguero en su conjunto. Su organización social es tan avanzada que puede equiparse en muchos aspectos a la del ser humano moderno. Y están por todos lados, salvo en Islandia y en las regiones más frías. Se supone que hay un millón de veces más hormigas que humanos, y que son, de largo, la especie que más se ha expandido y con mayor éxito. Son un prodigio: compensan su minúsculo tamaño con una potencia anatómica sorprendente, capaces de levantar su peso varias veces y con una capacidad organizativa en la que suplen su aparente debilidad uniéndose en formaciones más grandes: si una hormiga no puede, quizás cincuenta si puedan. De hecho algunas son capaces de construir puentes uniéndose unas a otras para salvar un desnivel y que el resto de las hormigas pase al otro lado.
Hace no mucho se descubrió que algunas especies de hormigas ingieren determinadas sustancias que encuentran en la naturaleza para curarse: casi podría decirse que se automedican. Y eso no es nada comparado con la sugerencia, de este mismo mes, de que algunas especies son capaces incluso de modificar el entorno ecológico que habitan para que surjan determinadas especies de plantas que les convienen más a ellas. De ser así las hormigas habrían dado el primer paso agrario mucho antes que el ser humano. Pero está por ver si es real o no esa opción. Lo que sí es seguro es que basta sentarse un rato en un jardín para comprender el prodigio: dejen un trozo de comida, el que sea, en un punto determinado. Esperen. Al cabo de unos minutos un pequeño y organizado ejército aparece, trocea la comida en piezas más pequeñas y la transporta hasta el hormiguero. Si alguna de ellas no entra por su tamaño, la vuelven a dividir en trozos más pequeños hasta que por fin puede hacerlo. Es verídico: el que suscribe hizo la prueba con piezas de diferentes tamaños, en distintos días, y su forma de proceder fue siempre la misma.
En realidad el proceso es más complejo: hay hormigas que sirven de exploradores que localizan el alimento, avisan al hormiguero, y éste se pone en marcha para enviar varios tipos de hormigas. Unas se especializan en dividir la comida en trozos más pequeños, y otras se encargan de cargar. Y dentro de la ciudad subterránea hay hormigas constructoras, nodrizas de las larvas, las que procesan el alimento para que todos los individuos del grupo puedan comer… y así una larga lista de talentos que demuestran que nada hay minúsculo en el universo, que todo es cuestión de un punto de vista y de organización, formación, educación, de actitud. Esto no quiere decir que las hormigas tengan todas esas cualidades tan humanas, pero sí que su modo de vida es mucho más ejemplarizante y ordenado de lo que podemos pensar a simple vista. Los humanos, ante este tipo de demostraciones de habilidad suelen: a) fascinarse y observar, b) pisarlas.
¿Por qué los niños pisan hormigas? Porque en su cruel ignorancia no conciben el terrible daño que hacen, les divierte. Pero aún así, de forma casi innata, otros niños las observan, fascinados por el aparente milagro de que seres tan insignificantes sean capaces de un comportamiento que, intuitivamente, identificamos con los humanos. Hay algo que les empuja a apartar el pie y mirarlas. Puede que sea la inteligencia, la compasión, el miedo ante el daño que pueden infligir. Pero esta actitud, que brota desde muy temprana edad, suele mantenerse en el tiempo y convertirse en una forma de pensar y de actuar en la que se repite el mismo mecanismo. Esa simple diferencia separa a los humanos que tienen la actitud correcta ante el mundo (curiosa, tolerante, pacífica, constructiva, siempre hacia delante, con la capacidad de asombro intacta, y por lo tanto dispuestos a aprender) y los que se limitan a repetir los mismos hábitos brutales y agresivos que no generan nada positivo. Y eso incluye las herencias políticas, religiosas, nacionales, raciales o de género: no hay peor losa para la mente humana que las herencias debidas de la tradición, los automatismos que perpetúan todas las malas actitudes que nos lastran social y culturalmente.
Hay que cortar de raíz el algún punto. Y el baremo es siempre el mismo: respetar a los que respetan, favorecer la comprensión en lugar de la destrucción, aprender de aquello que ves. No es una opción ideológica: no tiene nada que ver con creencias, esta actitud funciona, la otra perpetúa los errores. Y basta observar el mundo para darse cuenta. Y volvemos al mismo punto: ¿para qué destruirlas cuando puedes aprender de ellas? Como siempre es una cuestión de herencias y educación. Hay teorías que aseguran que algunos humanos nacen para hacer el mal, que están marcados genéticamente para ello. Otros simplemente entienden que un niño criado en un ambiente de brutalidad, soledad y agresividad psicológica, sólo crecerá para repetir los mismos patrones. Si por algún punto se cortara esa cadena de errores quizás pudiéramos lograr que una mayor cantidad de gente optara por la otra vía, la que algunos sí tienen de manera innata, o cuando menos racional. Así habría más niños que levantaran el pie y se dieran cuenta de que pueden aprender de esos insignificantes seres que ya estaban mucho antes que nosotros y que, muy probablemente, seguirán existiendo si la Humanidad se extingue.