Termina un año malo para una cuarta parte del mundo. En líneas generales, para la mitad del orbe ha sido bueno: se han reducido las diferencias económicas y hay menos pobres. Para una cuarta parte todo sigue igual: son tan pobres como en 2015, y muchos incluso han perdido país, derechos y vidas. Pero para la otra cuarta parte ha sido nefasto, es decir, para todos nosotros, los occidentales. Un año triste, gris, mediocre, en el que por primera vez en mucho tiempo no tocamos fondo en la cómoda piscina de suave decadencia que habíamos heredado de 1989.
Creía Descartes que todo era método, lógica y reducción del todo a las partes más sencillas para poder comprenderlas. Sólo analizando lo pequeño y montando luego a la inversa hasta tener una descripción metódica del todo se podía comprender algo. En esa reducción cartesiana se podían perder muchos detalles que en el fondo eran parte de la explicación. No porque el Diablo esté en los detalles, sino porque todo lo humano depende siempre de pequeños puntos grises que, a la larga, lo condicionan todo. Pero hay realidades numéricas y demográficas que son tan irremediables como la fuerza de la gravedad sobre nosotros, nos guste o no: China e India, juntas, tienen el doble de población que Europa y América del Norte combinadas. Y no serán pobres o apocados países en desarrollo eternamente. De hecho China va a toda velocidad, e India, más pausada, avanza dentro de lo posible. Son civilizaciones antiguas como el propio mundo, que arrastran consigo miles de años de Historia, realidades e intereses propios muy diferentes de los nuestros. Cada chiste, broma o humillación contra un hindú o un chino es una celebración de la ignorancia de esa realidad. Una demostración de que ninguna sociedad es invulnerable a la estupidez.
El siglo XX fue un desastre político y una maravilla científica, un caos económico y un salto de gigante tecnológico. Mientras el mundo se enredaba en una larga lista de grandes guerras y luego en una falsa paz repleta de pequeñas guerras, la ciencia y la tecnología daban zancadas cada vez más grandes, potentes y ambiciosas. En cien años la Humanidad avanzó más que en los 10.000 anteriores de Historia más o menos conocida. Entre tallar piedras a golpes y poner una máquina a fotografiar Plutón a miles de millones de km hay un suspiro. Para el Universo eso es lo que somos, ni siquiera una respiración o un estornudo, sólo un leve deja vu. Parecía que la democracia había llegado para quedarse, algo así como el modelo político básico de Occidente, y quizás, con el tiempo, de muchos otros. Fue también el siglo del hundimiento definitivo de Europa, convertida en la vieja renqueante de brillantes joyas. Pero ese brillo no podía ocultar que era ya más pasado que futuro. Los viejos imperios eran un recuerdo que todavía hoy nubla el juicio de británicos y franceses. Quizás deberían mirar a este lado de los Pirineos para aprender todo lo que no deben hacer cuando se pierde un imperio. Como abrazarse al nacionalismo como si fuera la unica salida, por ejemplo.
Hubo una oportunidad, a lo largo de ese siglo, de construir algo nuevo. Quizás una nueva Europa que superara de una vez la vieja dicotomía “estado-nación vs los demás”, crear algo diferente que rompiera ese ciclo de decadencia lenta, suave, dulce, pero decadencia después de todo. Pero este año gris ha triturado por completo esos sueños. Se acabó. Ya no hay más horizonte que el equilibrio imposible de un continente que tiene tanto miedo como un viejo con garrote detrás de una puerta, que imagina que al otro lado hay mil bárbaros dispuestos a cortarle el cuello. En realidad, con algo de perspectiva, Trump y el Brexit sólo son dos cantos del cisne. No hay rebelión racista en marcha, ni el nacionalismo es la nueva revolución cómo dice Le Pen: son el recurso aterrado de un mundo que percibe su final y lucha por no ahogarse. Todo hay que verlo con distancia y friamente: van a ser cuatro años duros. Gran Bretaña ya no debería usar el “Gran” delante, porque es bastante plausible que reduzca todavía más su tamaño real: Belfast es irlandesa, protestante, sí, pero irlandesa. Escocia parece un apéndice rumbo a la infección y Londres se disfraza de Numancia frente a la oleada de cafres que surca la isla, antaño sensata y hoy el espejo de todo lo que podría ir mal.
La noticia de la victoria de Trump sólo fue la eclosión del miedo al otro lado del océano: mismo mecanismo, mismo resultado. Ante la conciencia de que el planeta cambia de ritmo y de personajes principales las masas, ya sean obreras o de clase media, apretaron el botón del pánico, que en este caso era un multimillonario que ha seguido al pie de la letra el manual del político mesiánico que promete el Cielo que sabe no podrá darles. Pero para cuando se den cuenta ya será tarde: habrán pasado cuatro años. Y puede que sigan votándole: no es descabellado pensar que los mismos desesperados crédulos y manipulables que le votaron vuelvan a creer en él, convencidos de que no hizo lo que prometió porque otros le boicotearon. Para entonces puede que no estén tan indignados y se lo piensen, pero seguirán teniendo el mismo miedo que ha atravesado de enero a diciembre este año. Un año gris. Un año de miedo. Que las gigantescas copas de los árboles que son el Brexit, Trump, los nacionalistas eslavos, Le Pen o el miedo al inmigrante no os oculten el bosque: no es el descrédito de la política, ni el populismo, eso son síntomas del mismo mal, el miedo. Los occidentales son como los gatos: luchan más cuando están arrinconados. Y la nueva forma de pelear es sacarle brillo a la primitiva naturaleza identitaria. Da igual que sea Cataluña, Hungría, Baviera, Dinamarca, Inglaterra, Polonia o Francia, todas son diferentes caras del mismo espanto ante una realidad donde la economía se nos ha llevado por delante. Cuando lo económico pesa más que lo político el revolcón masivo posterior suele ser incluso peor.
Cada elección, referéndum y pulsión xenófoba, racista o excluyente de Occidente, que no deja de ser una traición a sus propios valores, es registrada y anotada en Asia y otros lugares. Los ven como los síntomas de una decadencia cada vez más grande y que con las electrocuciones nacionalistas de este año parece acelerarse. Mientras esas civilizaciones avanzan, a su ritmo y según sus intereses, y se abren al mundo, poco a poco, muy despacio pero sin frenar, nosotros nos encerramos en torres de marfil donde todo es blanco, nacional, homogéneo y seguro. Occidente tiene miedo. De sí misma, de los demás y de los fantasmas del pasado, como un Scrooge abotargado y envejecido que ve su miserable pasado y su funesto futuro si no cambia. Pero no lo hace, ignora a los espectros que le avisan. El mundo no es un tablero controlable, es una azarosa e impredecible combinatoria donde puedes conocer los elementos pero no saber al 100% cómo van a combinar entre sí. Es una ameba cambiante, no la visión infantil y falsa que hay en las mentes de esos votantes acobardados que se agarran a la derecha o a la izquierda, casi siempre según motivos sentimentales e incluso instintivos más que racionales.
Patria, ideología, estado, mercado… son parte de la combinatoria cambiante. Basta hacer un viaje por la Historia y darse cuenta de que lo indestructible no existe. Sólo hay dioses caídos. En Europa han nacido tantos países como los que han caído, han aparecido pueblos victoriosos que apenas un siglo después eran engullidos por el siguiente invitado, a lomos de caballo y con una espada más grande en la mano. Cada etnia que entraba en la mezcla hacía que Europa fuera más interesante, completa, con más potencial futuro. Mientras la olla engulló ingredientes, la sopa fue bien. El nacionalismo, que en su versión actual apenas tiene más de 200 años (antes se juraba lealtad al señor feudal, la Iglesia, la familia o la comunidad que te rodeaba en tu pueblo o ciudad, rara vez más allá), sólo es una distorsión de la realidad. Las naciones no son eternas, ni compactas o monolíticas, son sueños húmedos de mentes perezosas. Las iglesias tampoco. Las lenguas son puro cambio, sin parar. Incluso los dioses caen. Pero muchos no parecen querer darse cuenta y se frustran por el contraste entre lo que intuyen, lo que ven, lo que perciben, lo que experimentan en una realidad que se vuelve menos favorable. Quieren vivir como sus padres, como lo hacían en su infancia. Pero eso es como pretender viajar atrás en el tiempo.
Pocas cosas inquietan tanto a esa masa de occidentales adormecidos como China y el Islam, dos fuerzas inmensas que no son capaces de controlar y que se vuelven feroces: sutil la primera, virulenta la segunda, ambas llenas de contradicciones, pero no por ello van a desaparecer del mapa. No son opciones o actores secundarios, son mayores incluso en volumen demográfico y geográfico que Occidente. Esa frustración, esa distancia entre lo que ansían/piensan y la realidad les convierte en carne de cañón para los mesiánicos, los flautistas de Hamelín que, consciente o inconscientemente, despiertan a los viejos fantasmas que hacen sentir seguras a las masas. O a parte de ellas, porque ni estamos en los años 30 ni la situación es la misma. La Historia se puede repetir, pero nunca lo hace de la misma forma, ni con los mismos elementos. Buscan seguridad porque ya no controlan la realidad, porque ésta no es suya, nada es seguro. Y en lugar de intentar aprovechar la oportunidad para cambiar y crear algo nuevo y, de una maldita vez, abandonar el pasado, prefieren enrocarse como un rey de ajedrez, convencidos de que la solución a los problemas de la nación, del estado, de la etnia o incluso de la raza es más nación, más estado, más etnia o incluso más raza.
Brexit, Trump, el auge del nacionalismo en el Este de Europa, el descrédito de la política, los movimientos antiélites en Europa occidental y meridional… todo eso ha sido 2016. Son síntomas de esa pulsión que intenta apagar el fuego echando gasolina con la vana esperanza de que la explosión sea tan grande que termine por extinguirlo. Es un viaje sin regreso. Y al final del mismo sólo habrá más decadencia. Lo triste y gris es que a nadie le importa. Occidente no incuba un regreso al pasado más sombrío de sí mismo, nostalgia de un puñado obsesionado con ideas fracasadas, está regando la semilla de algo mucho peor y peligroso: su irrelevancia.
Quizás 2017 sea diferente. Quizás. Sólo quizás.