Julio Verne se equivocó. Los positivistas se equivocaron. Los filósofos de lo material del siglo XIX se equivocaron. Prometieron, cada uno a su manera, que el progreso material y tecnológico conllevaría el necesario progreso moral del ser humano. Acertaron en parte, pero no en el todo. Incluso él, en la etapa final de su vida, giró hacia una visión más sombría del progreso. Las amenazas a la democracia y el comportamiento xenófobo de muchas sociedades son una demostración de que el tribalismo primitivo persiste aunque se envuelva con diseño y tecnología.

Más que una cuestión de determinismo en el que lo material lleva a lo intelectual es una tarea de algo mucho más complejo, el sentido común. “El menos común de los sentidos”, que cuentan dijo el emperador Claudio. A fin de cuentas la sensatez es la virtud más esquiva de todas, pues no hay fórmulas para ejercerla, es producto de un entrenamiento diario. Y el ser humano suele pecar de pereza demasiadas veces. Especialmente en lo intelectual. El sensato se adapta y exprime la situación, no intenta cambiarla de frente, sino por los flancos, evoluciona dentro del escenario hacia un nivel mejor. Las utopías son rupturas: Julio Verne apoyó y difundió una gigantesca que nunca se cumplió, en la que la Humanidad avanzaba técnicamente hacia unas cotas de progreso material tan altas que eliminaba progresivamente las injusticias. Pues se suponía que la injusticia era una cuestión material: la pobreza, la necesidad, el enriquecimiento excesivo, todo eso desaparecería con el esplendor material que la ciencia y la tecnología prometían saciar. Si todos tenían algo, todos serían parte del todo de manera eficiente. Pero no fue así.

No fue el único. Otro barbudo contemporáneo de Verne fue Karl Marx, que diseñó un sistema teórico que cometía el mismo error que el escritor francés: pensar que la igualdad materialista permitiría romper el ciclo de injusticias sociales que lastraban a la Humanidad en su avance. Los dos soñaron con buena intención, pero ni el positivismo tecnológico ha llevado a la Humanidad a un escenario de armonía colectiva ni el socialismo ha logrado lo que se proponía. El optimismo materialista y la justicia social activa, aunque imprescindibles, no nos han llevado a un nivel superior. Como siempre, el ser humano se empeña en seguir siendo imperfecto y mezquinamente primitivo, como si arrastrara consigo millones de años de comportamiento simplista y agresivo, como si fuera incapaz de soltar ese lastre. Quizás sea así. Puede que sea algo impreso en los genes, tan profundo que no podemos dejarlo atrás. En el caso del socialismo, además, se dio la paradoja de que una ideología atea terminaría convertida casi en una fe con las mismas trazas que una religión furibunda. Cuanta más fidelidad, más lejos del objetivo inicial. Como siempre.

No se trata de eso. Se evoluciona en todos los niveles, no sólo en el biológico o el material. Los comportamientos también. Y el salto que hay entre Verne y Marx y nosotros es enorme: al menos ahora no dudamos de que los africanos sean seres humanos, como se hacía en su época, y más mal que bien las mujeres (demasiado despacio) se adhieren a la toma de decisiones. Y por lo menos hoy la ciencia no es vista como brujería o una negación de la religión, si bien la resistencia primitiva y reaccionaria a este conocimiento ha crecido mucho (también demasiado) en los últimos años. Quizás sea el reflejo de un mundo que agoniza, el de las creencias firmes contra la realidad empírica que ha sido el modelo durante siglos. Es posible incluso que todo este caos y crisis aparente, en el que los occidentales se desesperan por tener 80 en lugar de 100 cuando en otras partes del mundo apenas llegan a 20, sea ese pico de tensión y hostilidad que suele sufrir todo sistema y régimen cuando da paso a otro. Es muy probable que parte de la crisis actual venga de ahí, que el mundo forjado en las dos primeras revoluciones industriales ha colapsado y que el nuevo, el del XXI, se abre camino. Y siempre hay resistencia, sobre todo de los que por incapacidad o mala formación no entienden el lado abierto del embudo sino el estrecho.

Verne y sus contemporáneos fallaron, pero sólo en parte. Plantearon ideas utópicas muy interesantes, otra cosa es que, como siempre, fallara la aplicación práctica. A fin de cuentas las religiones son muy prometedoras hasta que los humanos las usan, y entonces se convierten en papel mojado. Con las teorías filosóficas y las ideologías pasa lo mismo: sobre el papel, que lo aguanta todo, son perfectas. Pero la realidad es otra cosa. El gran problema de los pensadores es siempre el mismo: no tienen en cuenta al ser humano, o lo tienen demasiado en cuenta. O confían o desconfían demasiado. Siempre la misma historia, qué complicado es encontrar el justo término medio. Es como cocinar una receta demasiado compleja en la que una simple gota de más, o de menos, arruina el guiso. Con la civilización pasa lo mismo. Verne y Marx creyeron sobre el papel, uno con novelas que dieron lugar a un nuevo género en el que la Humanidad se proyectaba perfeccionada hacia el futuro, otro con una teoría política, social y económica que sería tan malinterpretada como mal aplicada en los cien años siguientes. Marx cometió errores teóricos, pero sobre todo en la aplicación práctica. Ninguna dictadura de clase va a salvar a la Humanidad de sí misma. Pero tampoco su opuesto capitalista ha cumplido la expectativas. Ambos han fracasado política y socialmente. Y así seguimos, a trompicones.

Pero incluso Verne se dio cuenta: creó a Nemo, un personaje que es, por así decirlo, un ser del siglo XX insertado en las novelas del XIX, un misántropo desencantado que aborrecía tanto a la Humanidad y el militarismo como amaba la ciencia y la tecnología. En Nemo aún queda algo de esperanza, pero es un amargado que ha visto el futuro después de 1900. Verne se dio cuenta en la etapa final de su vida, donde la ciencia ya no era tan limpia y esperanzadora, era más un monstruo que podría devorar a la Humanidad. Criticó abiertamente al imperialismo, y la combinación ciencia-capitalismo (como en ‘El eterno Adán’). La Primera Guerra Mundial terminó por darle la razón. La ciencia se había puesto al servicio del poder para matar más y mejor. Después de la Gran Guerra todos se dieron cuenta de que la ciencia no era un ángel prístino que muchos confundieron con una nueva fe. Por sí misma, supuestamente, no tiene ideología o preferencias, pero los científicos sí que tienen ideas, creencias y prejuicios, y los siguen cuando trabajan. No son cajas negras sin emociones. Su ventaja, a diferencia de todos los demás, es la conciencia crítica y culpable de que deben apartarlos. Al menos eliminarlos. Por eso el método científico, aunque tenga fisuras, es la forma de pensamiento y trabajo más sofisticada creada por el ser humano. Abandonarlo sería un suicidio.

La esperanza en un mundo mejor es otro de los aspectos propios de lo humano, tanto como su imperfección y el miedo al cambio; tres pasos hacia delante y dos hacia atrás. Un péndulo entre los que aspiran a ir más allá y evolucionar y los temerosos que se aferran a lo conocido, convencidos de que más allá sólo habrá problemas que no pueden asumir. Verne fue de los que creyeron, soñaron y trabajaron para superar esas barreras. Hoy sus ideas parecen algo infantiles, sobre todo porque él, aunque conoció la crisis y la guerra, no tuvo que vivir los pequeños apocalipsis que si vieron en el siglo XX, dos guerras mundiales, genocidios, holocaustos y la amenaza de la extinción completa de la especie. En su tiempo no existía esa tensión que hoy es general. No conocía la amenaza nuclear, ni un cambio climático que podría costar miles de billones, tampoco la posibilidad de que una pandemia global se nos llevara por delante, y mucho menos, aunque lo sabía, intuía la actual paranoia (realista, por otro lado) de que en cualquier momento un meteorito acabe con nosotros.

Y sin embargo sus libros se reeditan sin parar. Aunque ese mundo armónico no ha llegado aún, es plausible alcanzarlo, y sobre todo porque la imperfección es tan humana como el ansia de superarse. Hoy hay menos pobres (aquí, no en el resto del planeta, un fallo colosal) que cuando Verne vivía, hay mejores medicinas, más atención sanitaria, mejores sistemas educativos y el conocimiento no es sólo para las élites y sus hijos, sino que se puede acceder a él por múltiples vías (otra cosa es que la mayoría no mueva un dedo por conseguirlo). Verne soñó con un desarrollo sin fin, como una espiral que cada vez se abre más, siempre ascendente. Hoy vemos que un mayor nivel de conocimiento no conlleva mejores ciudadanos, ni el fin de las injusticias. Es más una evolución lenta, de hormiga más que de cigarra. No hay ideología, religión o dogma revolucionario y salvador que lo arregle todo. No hay un camino fácil. No son los cien metros lisos. Es una maratón, y donde no hay meta final, sólo alguien esperando para recoger el testigo que tú le pasas.

Al final todo es tan sencillo como volver a los clásicos, a esa conclusión tan antigua, la del justo término medio. Es la sensatez, la práctica y la moderación, es la vista a largo plazo, el cálculo práctico y sobre todo la confianza en que se puede mejorar y no repetir una y otra vez los mismos errores. “Quiero vivir como cuando era joven”. No hay peor aberración que intentar quedarse en un lugar estable y seguro. Así no funciona el universo. A la evolución material debe acompañarse de una evolución moral en la que dejemos de tratarnos unos a otros como parias, donde los pequeños detalles tribales se difuminen, donde reine el máximo común antes que el mínimo diferenciador. Una sociedad donde junto a la tecnología vayan nuevos valores que premien el mérito, el esfuerzo, el conocimiento, la sociabilidad y la comprensión del otro antes que el orgullo de la diferencia. Quizás Verne sólo se adelantó demasiado. O nosotros nos hemos frenado.