Es posible que, con el tiempo, nuestros descendientes miren atrás y digan que el siglo XXI, especialmente la primera mitad, fue el de la gran transición, el salto adelante entre una forma de entender al ser humano y el nuevo modelo, totalmente diferente. Para resumir esa dualidad se podría decir, que es una transición entre un mundo dominado por el platonismo y otro aristotélico que se avecina. Pero lo peor no es ese gran cambio, sino sus víctimas, los que no podrán seguir el ritmo y pasarán de oportunidad a lastre. No van a ser buenos tiempos para la mayoría.
En realidad la Humanidad ha sido mayoritariamente platónica durante siglos, y sólo ahora empieza a ser aristotélica, a pesar de que ésta vía estuvo abierta siempre y tuvo un papel fundamental en la Historia, especialmente en Occidente, una civilización muy dada a la herejía y la ruptura egoísta. Es la diferencia entre el idealismo y el empirismo, un vaivén continuo que existe desde que Occidente es lo que es, para bien o para mal. Carl Sagan, en una de sus más célebres elucubraciones subjetivas, imaginaba cómo habría sido el mundo de haber seguido al discípulo empirista en lugar de al maestro idealista. Daba por sentado que habríamos llegado mucho más lejos. Esas dos visiones representan la gran divergencia de nuestra civilización, pero que también ha marcado a todas las culturas humanas, que oscilaban entre la idea (que puede ser racional o irracional, razón y mito) y la realidad. Lo primero nos lleva al pensamiento abstracto que cimentó religiones como el cristianismo en su faceta más desarrollada, pero también la Ilustración. Lo segundo fue la base de la ciencia y la técnica y el materialismo.
Durante siglos ambos idearios se mantuvieron vigentes, como dos corrientes paralelas en las que la primera gobernaba a la especie mientras la otra discurría como un río subterráneo que, como el Guadiana, afloraba la superficie. Copérnico, Servet, Galileo, Newton…, todos ellos formaron parte de ese Guadiana de ida y vuelta que lograban sintetizar esa misma realidad empírica a partir de leyes. Platón y Aristóteles se unían en ellos para crear una forma de conocimiento más sofisticada y desarrollada. El ser humano es puro cambio, igual que la vida entera. Nada es eterno, nada es fijo, nada se sostiene por sí mismo. Todo está sujeto a cambios que se acumulan y que lo transforman todo. De cierta manera los platónicos, al basarlo todo en ideas abstractas fijas más allá de la realidad, han sido incapaces de entender esa evolución. El ideal es hermoso, puro, perfecto, fijo: eso les tranquiliza. Pero la realidad es muy diferente. Es aristotélica y darwiniana a la vez: todo cambia, todo se basa en la realidad compuesta de las combinaciones sin fin de las muchas capas que conforman esa realidad.
Eso se traduce en un gran cambio. Las ideas como varas de medir ya no son tan esenciales. En realidad todo se basa en esa mecánica de combinaciones infinitas que conforma la realidad física, la única posible ya que nos condiciona incluso en nuestra forma de pensar: por llevarlo al extremo, la mente humana es resultado del soporte biológico, no una emanación mágica. El problema es que ese cambio no va a ser placentero, suave y lógico, sino que será como un estallido frente al cual la Humanidad sufrirá. El siglo XXI será el de la doble vía: una parte de la sociedad irá hacia delante, agarrada a la locomotora de la ciencia, la tecnología y la expansión de la mente humana. Siguiendo con la misma dualidad, será aristotélica y mecanicista. Más aún que ahora. La otra, angustiada y aterrada, necesitada del idealismo que justificaba su mundo y borraba sus temores, intentará ir en dirección contraria, siempre en busca del irreal mundo seguro. Un impulso y su contrario. Acción-reacción, la misma mecánica del propio universo resumida en una especie que ansía saltar pero que lleva tantos lastres atados a los pies que a veces parece incapaz de andar siquiera.
Sin evolución no habrá verdadero progreso. Eso implica que muchas de las formas tradicionales que entendemos como imprescindibles serán bolas encadenadas a nuestra capacidad. Decía Aristóteles que todo ser existe como tal también en potencia, es decir, que somos tanto ser como potencia de ser: debemos, tenemos la obligación, de saltar y ser todo lo que podemos ser. No hacerlo sería como traicionar nuestra naturaleza. Desde hace años los apocalípticos pregonan que vamos hacia el hundimiento, hacia el fin. Profetizan un fin del mundo desde hace siglos, pero éste nunca llega. Más allá de las posibilidades reales de que haya una hecatombe, la especie ha alcanzado tal grado de desarrollo que salvo cataclismo absoluto siempre quedará una parte de la Humanidad para seguir adelante. Quizás viniera bien incluso una gran sacudida que nos librara de lastres y planteara los grandes retos como deben ser: siempre hacia delante. A fin de cuentas el tiempo es una dimensión más y el pasado deja de existir, igual que el futuro sólo existe en potencia. Vivimos pues sólo un presente que se proyecta hacia delante. El pasado no existe, sólo es un lastre más del que liberarse cuanto antes. Y no tiene nada que ver con la moral: pocos filósofos hicieron tanto hincapié en la necesidad de una ética firme, de ejercicio diario, que dominaría tanto la vida privada como la pública. Aristóteles veía la necesidad de una virtud continua, un ejercicio moral diario, no se dejaba abandonar al relativismo, así que los tradicionalistas no tienen un pero moral al que agarrarse.
Pero esa inmensa brecha ya se está abriendo. La Humanidad se divide entre los aterrados y los ilusionados, los que se encierran en su caparazón de creencias fijas, absolutas e inmutables que hacen de guía, y los que saben que no hay dónde guarecerse y que es mejor avanzar y construir a la vez, aunque no se sepa hacia donde. En realidad es lo que hemos hecho siempre, caminar sin un rumbo fijo, a pesar de que generación tras generación se haya intentado atornillar al suelo la civilización. No se puede frenar lo que en sí es movimiento y combinación. Los nostálgicos se escandalizan porque el ser humano se aleja de su esencia natural, como si ser un homínido en un punto concreto de la Historia fuera algo eterno o necesariamente positivo. Demasiada tecnología que nos alterará; claro que lo hará, nos cambiará para siempre, igual que bajar de los árboles, caminar erguidos, usar piedras, palos, fuego, construir casas, crear sistemas políticos abstractos, o mirar hacia el cielo en lugar de hacia el suelo. ¿Qué pretenden, que vivamos en una caverna para siempre, calentitos y seguros en nuestras creencias mundanas que son puro narcisismo?
Pero ese nuevo mundo no dejará atrás el idealismo, éste simplemente se transformará hacia un nuevo modelo de ser humano. Puede que sea mejor, o peor, o simplemente distinto. De hecho el ser humano de 2017 no es igual que el de hace 10.000 años, hemos cambiado incluso biológicamente (nuestro aparato digestivo no es igual, tampoco nuestro cerebro o incluso el sistema inmunológico, hemos evolucionado mucho en poco tiempo). El idealismo abstracto que somete al ser humano dejará paso a otro idealismo más atado a la vida, y muy probablemente sistemas de creencias que ponen el acento en la liberación del individuo espiritualmente ganarán peso e influencia frente a las religiones tradicionales, que ponen mucho más el acento en la sumisión y en hacer pasar al humano por la cerradura que en liberarlo. Esta lucha en el nivel abstracto también ganará influencia cultural. Asia arrastra consigo el budismo en sus múltiples formas, el taoísmo y otras visiones que a buen seguro escalarán puestos. Esa Asia liberada de corsés ya tira de la especie hacia un nuevo modelo: no abandonan la moralidad, sólo la modifican para adaptarla.
La brecha se abre cada vez más. Tan sólo hay que desear que la ruptura no sea violenta y no deje por el camino a la mayoría. Porque esto no se va a detener. Las reacciones contrarias son tan naturales como los saltos hacia delante, acción-reacción, la vieja ley universal aplicada a la especie. No hay que desesperar, sólo perseverar. Nuestra especie no se ha detenido nunca en los últimos 6.000 años y no lo hará ahora que su potencial está a punto de dar el siguiente salto. Paciencia. Y Aristóteles.