La sobredimensión del sector turístico ha puesto en pie de guerra a los vecinos de Barcelona, a Madrid al borde de empezar a tener un problema serio de vivienda (que va para el turismo y no para los ciudadanos), y al resto con los espacios públicos ocupados por la lógica del dinero fácil del turismo. Lo que empezó siendo un anexo y una muleta perfecta para crecer se ha convertido en una sombra que estrangula a la población, que tiene que lidiar con turismo barato y caótico. Y claro, pasa lo que tenía que pasar: la reacción contraria, de Barcelona a Palma pasando por Madrid.
Seguro que se acuerdan, aquellos tiempos en los que había industria, en los que trabajar era otra cosa. ¿Recuerdan cuando las aceras y las plazas eran de propiedad pública y se podía caminar por ellas sin tener que sortear terrazas de bares y restaurantes, cuando no había que hacer slalom entre manadas de turistas conducidos como si fueran vacas camino del pasto? ¿Hacen memoria de cuando el turismo era la muleta y el anexo perfecto para la economía, cuando visitar un país era una pequeña aventura controlada donde eras libre y no algo parecido a ir a un garito de comida rápida repleto donde apenas hay sitio para comer? ¿Se acuerdan de esa época en la que España era algo más que Sol, playas, paquetes turísticos, escapadas alcohólicas de fin de semana y alquiler de pisos turísticos a precios bajos para que hasta el último viajero sin aspiraciones pueda decir que estuvo allí? Seguro que sí. Eran los mismos tiempos en los que los trabajos no se medían por semanas, quincenas o meses, cuando todavía se respetaba a los trabajadores.
Yo recuerdo mucho una frase de un miembro de mi familia, por lo demás muy tradicional y conservador, pero que dio en el clavo: “En las ciudades donde hay turismo no hay fábricas”. Puede parecer muy amplia, vaga, indefinida, pero en realidad esconde la realidad actual de una economía que crece sin crecer, que se expande sin dejar beneficios a la mayoría, y donde empieza a germinar un virus muy peligroso. Es una fobia, un rechazo inicial que puede parecer extemporáneo y una bobería. Sin duda alguna la “élite” política española, en todas sus formas posibles (vasca, madrileña, catalana, burguesa o pequeño burguesa, progresista o conservadora, que para esto todos están cortados por el mismo patrón de mediocridad), rechazará esa fobia con esa sonrisa paternalista del señorito que no comprende algo y por lo tanto lo humilla. Un rasgo eterno del poder en España, sea azul, rojo, pardo o arcoíris, es mofarse de lo que no se entiende. Supongo que los dinosaurios debieron carcajearse a gusto hace 65 millones de años cuando vieron dos soles en el cielo, uno de ellos cada vez más grande porque se acercaba a ellos para chocar con la Tierra. Esto es lo mismo, porque viene de lejos, y no parará hasta impactar.
El turismo fue siempre un añadido perfecto para los países que lo supieron organizar y explotar, no dejar que creciera libre como la mala hierba en el huerto; bien regulado y jugando con inteligencia la relación inversión-beneficio puede ser un sector clave, un acicate, el complemento perfecto para la prosperidad. Un buen ejemplo es Nueva York, donde viajan millones de personas cada año, pero que es mucho más que eso. O California, donde el turismo es vital, pero no definitorio ni definitivo. Porque California también es Silicon Valley, Napa Valley, Hollywood y los mass media, el descomunal puerto de Los Ángeles, el conglomerado de I+D+i de las universidades del norte y el sur del estado, los inabarcables polígonos industriales de las grandes metrópolis… Justo lo contrario de lo que está pasando con España, donde la gente pone el foco en las favorecidas empresas del Ibex 35, sin darse cuenta de que la verdadera “cosa nostra” empresarial son esa legión de hoteleros, hosteleros y dueños de todo tipo de negocios turísticos que siguen a rajatabla la fórmula del pelotazo rápido.
Por supuesto no todos son iguales. Claro que no, hay empresas turísticas que intentan ser originales, que miman a los clientes y que incluso les ofrecen fórmulas originales para diferenciarse del resto. Es más, en algunas regiones el turismo queda, por hablar de una manera coloquial, “guetizado” en resorts y hoteles que están cerca pero no dentro de las redes urbanas locales. Entonces el roce no degenera en hostilidad. Pero son una minoría muy exigua. Y por supuesto en hostelería se puede ganar dinero, claro: pero son tan pocos y tan localizados que directamente no cuentan, porque por cada camarero en Ibiza que en tres meses gana lo mismo que otro en todo un año, hay otros nueve que apenas superan los 800 euros al mes. El turismo es la promesa del embudo: una minoría se hace de oro, los dueños y una pequeña élite, y el resto sobrevive con contratos que a veces duran semanas, días, horas. El turismo es el paraíso de la precariedad laboral, y también de la destrucción de los delicados ecosistemas sociales en muchas ciudades. Es, como dijo en cierta ocasión un ingeniero español en Silicon Valley, “el negocio de los vagos incapaces de pensar nada mejor”. Por supuesto hablaba de los dueños, no de esa legión de trabajadores que sobrevive a duras penas poniendo copas, platos combinados, limpiando habitaciones y haciendo camas.
Esa enorme burbuja destructiva llegó porque fue el único sector capaz de crear trabajo barato: la crisis económica, ya casi crónica, que nos arrebató una década de crecimiento, destruyó la red que sostenía buena parte de otros sectores y dejó al turismo como el único que parecía solvente. A fin de cuentas las playas, el sol y el patrimonio cultural iban a seguir ahí hubiera o no crisis, así que había que aprovecharlo. Así fue cómo el turismo rellenó el hueco dejado por otros muchos negocios que producían asalariados con sueldos más altos, con mejores perspectivas de futuro y vidas estables. Muchos de sus hijos hoy trabajan en el sector turístico después de haber invertido años y mucho dinero en formarse para ser algo más que precarios peones del sector. En lugar de aprovechar ese hundimiento para redefinir el propio sistema productivo y cambiarlo, apostar por otro tipo de modelo que generara beneficios expansivos para todos, se optó por la “vía ibérica” que siempre ha dominado los negocios: dinero rápido y que salga el Sol por donde quiera o pueda.
Barcelona y Madrid, pero sobre todo la primera, son el espejo de cómo un sector inflado y sobredimensionado, espoleado incluso por los medios de comunicación (que ingresan mucho dinero en publicidad de agencias de viajes), acapara más recursos de los que debe y necesita. La democratización logística del turismo tampoco ayuda: ahora cualquier dueño de un piso puede ponerlo en alquiler por una semana en una plataforma de reservas privada (Airbnb, por ejemplo) y ser lo que el marxismo llama “dueño de los medios de producción”, y por lo tanto ser él mismo parte del sector. Es decir, que los viejos hoteleros de toda la vida también tienen problemas, pero no tanto como los barrios reducidos a parques temáticos para turistas sin educación que hacen en Barcelona y Madrid todo lo que no se atreverían en sus países de origen. A veces da la sensación de que el norte y centro de Europa es un campo de prisioneros emocionales donde viven reprimidos y se liberan al sur, en ese chiringuito playero gigante que es España.
Esa libertad logística y de gestión ha sido funesta: ha propiciado por un lado que los contratos sean todavía más precarios para que las empresas hoteleras puedan tener beneficios, y por otro ha convertido las capitales españolas en propiedad virtual de ese turismo que avanza por los centros urbanos expulsando hacia la periferia a los ciudadanos. Cada piso dedicado al turismo es un hogar extirpado a los nacionales en busca de un lugar donde vivir, cerca de sus trabajos, o de sus familias. Suben los precios de los alquileres, porque un británico o un sueco están dispuestos a pagar por una semana lo mismo que un español en un mes, y al dueño todavía le quedarán tres semanas más de explotación de recursos. Hagan la cuenta. El arranque de ira de los vecinos del centro barcelonés contra el turismo no es pasajero, no es una frivolidad ni producto de una población mal formada e insolidaria con la economía, es la reacción a un acción destructiva de un sector al que le importa muy poco la convivencia y cuya cortedad de miras empieza a poner el sector al mismo nivel que la construcción y la banca especulativa: un globo que se hincha hasta explotar. Si se organizara de otra manera sería beneficioso. Más control, menos volumen pero con mayor poder adquisitivo. Resumiendo: el turismo no puede ser un McDonald’s, tiene que ser como un buen restaurante japonés. Así el dinero que dejaran en el destino sería mayor que los paquetes de viaje con todo pagado donde el destino no gana nada salvo problemas.
Acción-reacción. Así funciona el universo entero. Esto no iba a ser diferente. Resulta realmente infantil la respuesta de los hoteleros (y el otro sector derivado, la hostelería) contra esas protestas y contra el Ayuntamiento de Barcelona, como si fueran hordas de ignorantes primitivos que se oponen a los negocios, o rojos mayúsculos atolondrados. No es por eso, es porque han convertido Barcelona, una ciudad dedicada al comercio, las finanzas y la cultura en un erial dominado por esas manadas sin fin que han conquistado como Atila y los hunos, sin dejar crecer la hierba bajo sus pies. Y detrás de la ciudad condal irá Madrid, luego Sevilla y el resto. Un buen ejemplo, a pequeña escala, es una capital de provincias como Salamanca: el ayuntamiento literalmente “vende” a cambio de una tasa trozos de calle y de acera pública, plazas enteras, a los dueños de bares y restaurantes. No importa lo cutre y pequeño que sea, porque siempre habrá un trozo de acera en el que poner una mesa y cuatro sillas, aunque al lado de los clientes pasen sin parar coches. Muchos vecinos ven con horror cómo cierran las tiendas y sucursales bancarias, porque saben que en menos de un mes tendrán a algún “inversor” con un bar y les brotarán las mesas como setas en la entrada de sus casas. Cerraron las empresas, pero se quedaron el patrimonio, el solecito y los bares, la peor combinación posible.
Lo peor de todo es que no hay solución: la lógica de la avaricia y la necesidad son como un rodillo que lo aplasta todo. Avaricia de los propietarios, grandes y particulares, que ven la oportunidad de un negocio sencillo. Necesidad, porque la economía española ha sido incapaz de reformarse y progresar, anclada todavía en fórmulas antiguas en las que sólo importa el balance de costes a final de mes y no la inversión a largo plazo, porque la corrupción sí que tiene costes económicos para todos, porque llevamos diez años con dos gobiernos diferentes pero que han hecho lo mismo, nada; porque al resto de socios europeos, en el fondo, les interesa que España reduzca todavía más su capacidad industrial para quitarse de encima un competidor, porque muchos europeos vienen de vacaciones o para asentarse en España cuando se jubilan (sin molestarse en aprender el idioma, cerrados como fortines medievales en absurdos oasis de expatriados que en su mayoría son xenófobos declarados) y les conviene el actual sistema.
Y porque, reconozcámoslo, cambiar para mejor requiere voluntad, tesón, paciencia, inversión racional, un sistema educativo que no tenemos (ni tendremos por el camino que vamos…), una nueva élite empresarial basada en el conocimiento y no las herencias y favores. Para desgracia de España, nunca hemos sido gente paciente ni con tesón. Mejor 5 euros en el bolsillo hoy que no 50 en un mes. Por eso no hay fábricas, ni empresas. Por eso sólo hay terrazas. Y por eso en Barcelona hay pintadas insultando a los turistas, por eso Colau y las opciones justicieras volverán a ganar, por esa misma razón ya han empezado a haber agresiones y muchos esperan con impaciencia el escenario post-Brexit para ajustar cuentas en la Costa del Sol. Por eso los hoteleros echan balones fuera y culpan a políticos que no son de su cuerda antes que reconocer su avaricia o el del clan del alquiler turístico. Bienvenidos a las consecuencias, esa parte de la historia que en los cuentos nunca os narran.