No hace falta ser un gran experto en sociología o comunicación para darse cuenta de que el ser humano repite los mismos patrones de comportamiento, una y otra vez, en todas sus extensiones posibles. Después de más de una década de redes sociales y otros 20 años de existencia de internet abierto ya podemos concluir una cosa: ni nuevo mundo ni revolución, es el mismo patio de vecinos pero con más anonimato. Es decir, peor.

Imagen de portada: ‘Arden las redes’ (Debate)

Una de las grandes ventajas del debate público, en el ágora, en el foro, en los parlamentos, es que cada no expresa su opinión sin esconderse: hablamos, opinamos, exponemos nuestra figura pública. Es un debate abierto donde tenemos nombre, cara y perfil político y social. A los demás les podrá gustar más o menos, pero es lo que se hace y debe hacerse. De hecho en Occidente llevamos más de 2.600 años haciéndolo. Y parece que funcionó relativamente bien. Ahora bien, como han señalado todos los que han escrito sobre internet, y especialmente sobre las redes sociales, esa cara pública, esa representatividad social, se esfuma detrás de alias o directamente el anonimato. Si no muestras tu identidad eres más libre de hacer justo lo que no se puede en el foro abierto: insultar, vilipendiar, difamar, mentir, sin necesidad de argumentar, de dar pruebas de sustento al argumento o incluso de verter todo tipo de odio sobre los demás.

Basta con leer a Juan Soto Ivars (‘Arden las redes’, Editorial Debate, más que recomendable) para darse cuenta de hasta qué punto las redes sociales, una variable que nació con la intención de conectar gente, ligar u organizarse en grupos al margen del teléfono y con la posibilidad de hacer una expansión geométrica de enlaces personales, se han convertido en una versión extrema de todo lo malo que afecta a la sociedad. En general. Da igual que seas occidental, asiático, africano o de la isla más perdida del Pacífico: todos repiten los mismos esquemas infantiles reduccionistas, o amas u odias, sin término medio. Las sucesivas oleadas de trolls por internet, la posibilidad de bloquear a los que piensan diferente, la opción de crear un perfil falso y soltar mentiras sobre alguien, insultar a esa persona, acosarla, denigrarla… y no recibir castigo por ello. Twitter tuvo mucho que ver en la ola que aupó a Trump al poder: puedes mentir sin cesar en internet durante años y nadie jamás te hará pagar por ello.

Así que a un lado está la plaza pública, donde todos tenemos cara, nombre, historia y perfil personal. Y al otro internet, donde somos máscaras anónimas escudados por la leyes de protección de datos que nos permiten insultar a alguien por ser negro, gay, mujer o musulmán. Si hiciéramos lo mismo en el mundo público físico, real, con el Sol sobre nosotros, podríamos ser acusados de incitación al odio, de argumentar en falso o incluso sufrir las iras reales, físicas, empíricas, de los colectivos a los que denigramos sin motivo. Internet era (y es) una idea magnífica siempre y cuando sea bien utilizada y se atenga a unas reglas, las mismas que tenemos en el mundo real. Será siempre más complicado de aplicar, pero no imposible. Libertad no equivale a anonimato de odio. Eso es lo que la red, que aún está en periodo infantil, no ha entendido y tendrá que hacerlo lentamente, golpe tras golpe.

Es cuestión de tiempo que la bestia termine domesticada. Por razones obvias: la negatividad resta opciones mercantiles, y las empresas presionarán para evitar que esa anarquía difamatoria persista; las leyes de protección de minorías o incluso la acumulación de denuncias por vulneración del honor o incluso por difamación serán todavía mayores y forzará a las empresas a reaccionar. En EEUU, donde llevan delantera en lo bueno y en lo malo a todos los niveles, ya hay usuarios de Twitter que han hecho un 2×1: denuncian el perfil del que insulta y acosa, y al mismo tiempo denunciar a la empresa por amparar ese anonimato y ese comportamiento. Resultado: jueces que arremeten contra la empresa. Twitter ha perdido en menos de tres años usuarios y sobre todo prestigio y valoración financiera. La razón no es el hartazgo de la gente, sino que desde el más famoso al más mundano de los humanos que lo usan han sufrido el troleo de esos atacantes anónimos. Basta pensar diferente para que te respondan con rabia, para que te insulten, te denigren y te humillen.

Ese comportamiento asocial se ha extendido tanto que muchos ya han iniciado el viaje de regreso: abandonar esas mismas redes sociales, hartos de que cualquier movimiento se convierta en un via crucis de comentarios agresivos. En la vida real nos puede pasar lo mismo, claro, pero para ser anónimo hay que llevar pasamontañas o actuar de noche, lo que en derecho se llama “nocturnidad y alevosía”, que son además agravantes. En internet basta con tener un ordenador en el sótano, ser anónimo y golpear. Nadie te hará nada. Si te bloquean la cuenta creas una nueva y vuelta a empezar. En la vida real no es así: una vez que la plaza pública conoce tus insultos y tu comportamiento, quedas marcado y los demás pueden saber bien a qué atenerse. En el mundo real puedes agredir e insultar, pero no habrá impunidad. Dos ejemplos claros en España: los humillantes insultos que recibió la familia de los Bosé cuando murió Bimba Bosé, donde incluso periodistas de extrema derecha se alegraron de la muerte solo porque Miguel Bosé era su pariente; y dos, la felicidad indisimulada de los antitaurinos cuando muere un torero, como si la tragedia humana compensara en algo la animal o cimentara una creencia.

Estos dos ejemplos nacionales son una demostración de cómo las hogueras donde quemar a las brujas y los heterodoxos siguen en pie, pero ahora son virtuales. Siempre se puede decir que son eso, no reales, pero sí que hacen daño psicológico. Nadie es inmune a los insultos, por muy fuerte de carácter que se sea. Contaba el bardo inglés que piedras y palos pueden romper mis huesos, pero éstos se arreglan, mas los insultos dañan el alma y la cicatriz permanece. Por eso internet, para sobrevivir a su propia condición de nuevo mundo libre y no ser una caricatura donde se refugie le peor de la amargura humana, debería empezar a pensar seriamente en establecer unas normas básicas que no sean la ley de la jungla. De lo contrario la idea quedará arruinada. Otra vez. Nació como herramienta de seguridad y conocimiento, y ha terminado convertida en la jungla donde los ignorantes y los fanáticos se revuelven contra un mundo que no controlan, que no entienden y que preferirían destruir. Igual que durante siglos, pero con otro disfraz.