Hoy es el Día de la Tierra, uno de esos recordatorios artificiales pensados para una especie que no ha demostrado entender suficientemente lo que significa este mundo, y lo que representa. No hay otro hogar, patria o mundo propio que éste, y no lo estamos tratando bien. El precio que tenemos que pagar es un clima inestable, sequías, aumento del nivel del mar, ciclos del agua acelerados y radicales, menos cosechas, menos animales, y puede que la alteración irreversible a largo plazo del equilibrio que ha definido la vida. Sin la Tierra no hay vida tal y como la conocemos; es decir, que no hay futuro.
Una de las muchas teorías que definen la vida es que ésta existe como consecuencia de unas condiciones. Es decir: sólo hay vida en la Tierra porque es consecuencia de las condiciones únicas entre infinitas posibilidades en el Universo. Sólo aquí se dieron las condiciones clave: determinados sulfuros y nitratos, el calor, el oxígeno, el equilibrio gravitatorio entre la Tierra y la Luna (que evita el bamboleo planetario que haría imposible la vida como la conocemos)… Esto es, que la Tierra es única, nosotros somos su consecuencia, producto de esa combinación concisa. Todo lo demás es aventurado. Según esta teoría, la vida es producto de una casualidad combinatoria que puede describirse matemáticamente; por decirlo de una manera más sencilla, somos un efecto colateral no pretendido del propio Universo, pero al mismo tiempo somos parte del mismo.
Según este modelo, la Tierra es tan extraña y única que cualquier modificación podría dar al traste con todo, incluyéndonos a nosotros. La avaricia, la falta de solidaridad, la nula voluntad racional de cooperación y la cortedad de miras nos lleva al desastre, porque literalmente no hay otros mundos. Pero esta visión, algo nihilista, propugna un escenario que en los últimos años se ha venido abajo. Para empezar, no hace falta que la vida tenga base de carbono, como la conocemos biológicamente (toda vida, desde el virus hasta el ser humano o los árboles gigantes, somos bases de carbono más o menos complejas), y en realidad hay agua y luz en otros muchos mundos. Basta mirar el listado de cuerpos planetarios o lunas que hay en el Sistema Solar para ver que incluso hay más agua fuera que dentro de la Tierra: Encélado y Europa, lunas de planetas gigantes, por citar dos ejemplos, podrían encerrar hasta cinco veces más agua que nuestros océanos.
Hay otra teoría, mucho más atractiva, y es que la vida se reproduciría allí donde hubiera una combinación mínima: algunos nitratos, sulfuros, condiciones térmicas concretas y agua. Esas condiciones no son tan extrañas de lograr, podrían reproducirse incluso en lugares sin luz (los océanos subterráneos de Europa) donde hubiera fuentes de calor por subducción desde el interior del planeta o la luna. Esta teoría estaría a su vez encadenada a otra todavía más ambiciosa, en la que los asteroides y cometas ejercen de “jardineros”: muchos de ellos tienen agua y llevan nutrientes minerales, incluso material indispensable para esa sopa biológica. Es fácil de imaginar el escenario que indica este punto de vista: un planeta estéril pero estable, un meteorito, o varios de ellos, que chocan con el planeta y depositan los materiales necesarios para que, a muy largo plazo (hablamos de miles de millones de años) se desarrollara la vida.
Si esta segunda teoría fuera cierta, habría otras Tierras dispersas, o cuando menos, planetas que convenientemente “sembrados” podrían concluir en mundos de vida. Es decir, que podríamos reproducir nuestro mundo o incluso crear otros nuevos. Nuestra casa azul sería sólo una primera estación hacia las siguientes. Pero hay un problema: esto es muy bonito sobre el papel, pero nuestra ciencia y tecnología están todavía en pañales. La opción más cercana y factible, Marte, es un mundo sin campo magnético y una débil atmósfera tóxica: o la radiación nos cuece y mata o lo hace el aire sin oxígeno. Eso sin contar que el agua que pudiera haber estaría bajo tierra, quizás en simas a muchos cientos de metros bajo el suelo. Para cuando podamos viajar a Marte y quedarnos habrá pasado mucho tiempo. Y eso es, quizás, una de las cosas que empieza a faltarnos.
No hay fronteras desde el espacio. Es un gran todo azul, blanco, verde y ocre, un pastel esférico que no tiene igual. Ni lo tendrá en mucho tiempo. Lo que hagamos o dejemos de hacer deberá ir siempre destinado a conservarlo. Porque en el Universo no habrá en siglos un lugar mejor. Sólo tenemos esto, y no hay una verdadera conciencia de esa excepcionalidad. Necesitamos, como niños en una guardería, que nos recuerden al menos una vez al año nuestros defectos, para concienciarnos, para espabilarnos, para evitar que destrocemos y esquilmemos el único lugar habitable que existe en el Universo. Por eso celebrar el día es un pequeño fracaso. Quizás algún día no haya falta hacerlo. Entonces habremos madurado. Ojalá no sea demasiado tarde.