Resulta irónico y contradictorio que quien chasqueara los dedos para crear todo un nuevo mundo literario y cultural, muy propio de la nueva era que se forjaba a principios del siglo XIX, fuera una mujer. En un tiempo en el que muchos incluso discutían aún si tenían la misma alma que los hombres y que consideraban a las féminas poco menos que vasijas genéticas, Mary Shelley escribió ‘Frankenstein o el moderno Prometeo’ en 1818 y puso en pie una de las mayores creaciones culturales de Occidente, la ciencia-ficción.

En realidad Shelley no sólo ajustó cuentas con su época al crear el primer gran libro donde la ciencia era el combustible literario, también inició una carrera alocada por hacer soñar a la mente humana el futuro. Si bien está catalogado como una novela gótica, y lo es desde luego, Frankenstein es también el primer planteamiento realmente serio de fusionar ciencia y literatura para crear algo nuevo. Es, por así decirlo, la primera Zona Cero original de un género que ya venía de antes y que había tenido en el siglo XVII y XVIII los primeros llantos de nacimiento. Sin embargo fue ella la que, en un particular ajuste de cuentas con Lord Byron (tan romántico como misógino en muchos aspectos), decidió dar un paso al frente y crear un mito a partir de una de las obsesiones humanas, crear vida jugando a ser Dios. El resultado puede ser más o menos certero a nivel científico, pero es indudable que 200 años después la ciencia-ficción le debe mucho a Shelley y su Prometeo hecho de jirones humanos y electricidad.

Hay muchos otros textos anteriores al Frankenstein de Shelley que pueden reclamar ser el primer paso de la ciencia-ficción en la literatura. Sin duda. Pero fue ella la que sentó, a nuestro entender, las bases de un primer híbrido entre ciencia y literatura con el objetivo de hablar de otros asuntos más humanos. Un apunte personal: años atrás un profesor de la Facultad de Filosofía, experto en Filosofía de la Ciencia, dedicó un largo rato para enumerar los ingredientes científicos en la novela ‘Frankenstein o el Prometeo moderno’, que vio la luz en 1818 y que cumple dos siglos. Para este profesor estaba muy claro que Mary Shelley utilizó en su favor toda la ciencia que tenía a su disposición en aquel año para poder sentar las bases de su particular mecano humano. Si desligamos a Frankenstein de toda la poética, la moral, la filosofía y la carga emocional que tiene, como toda obra artística, nos encontramos con el intento de un científico de crear vida a partir de partes de otros seres humanos y devolverle la vida con energía eléctrica.

Medicina, ingeniería y bioquímica juntas en un rudimentario juego a ser Dios que hoy sería muy distinto: se haría en un laboratorio manipulando ADN y creando un híbrido que luego nacería de forma natural quizás en el vientre de alguna candidata. Pero es la misma pulsión humana por fingir que es un Dios creador. Una innata curiosidad por conocer las claves de la vida, y que Shelley convirtió en un híbrido maravilloso capaz de tocar varias disciplinas a la vez, de la filosofía a la biología pasando por la literatura moral e incluso la teología, retorcida como un mal trozo de metal en la forja de un herrero que templa en frío demasiado rápido. Lo que engendró la genial Mary fue un hijo mestizo, mitad novela gótica, mitad fantasía asentada en la ciencia, y también una parábola moral sobre lo que nos define como seres humanos y que tan bien quedó plasmada en el cine en el clásico del cine. Un ser humano que no era tal, pero que en la novela trata de entender su propia existencia como algo más que el capricho de un humano que quiere ir más allá de los límites.

Shelley y su Prometeo hecho de jirones humanos y electricidad, que puso patas arriba muchas ideas preconcebidas. Más que una novela fue un chispazo de largo recorrido: como en las grandes obras maestras humanas, sólo se atisba su fuerza pasado el tiempo. Ya era un mito de su tiempo y luego, en el siglo XX, cine mediante, mutó en mitología popular contemporánea. Banalizada sólo hasta cierto punto en la película de 1931 en la que Boris Karloff definió a la perfección las grietas de ese Prometeo, mucho más infantil que el original pero con una fuerza demoledora. Shelley probablemente habría aborrecido el Frankenstein del pasado siglo, casi un pelele en manos de Hollywood. Pero habría visto satisfecha que tenía razón al conocer cómo la genética ha alcanzado por fin esa frontera difusa entre la ficción y la ciencia. Como solía decir el mismo profesor de aquella facultad, “no hay ficción en la ciencia, sólo fronteras sin romper”. Sólo es cuestión de tiempo, y Shelley podría en breve ser galardonada con algo más que la gloria literaria y el mérito de haber impulsado la ciencia-ficción y el pensamiento positivista con contrapeso trágico: un auténtico Frankenstein de laboratorio.