Por cada pesimista hay un optimista, y por cada uno de estos ciegos y sordos hay un sensato realista (que no piensa en lo peor ni en lo mejor que puede suceder, sino que busca soluciones) sepultado por el miedo o la esperanza banal de los otros. Sensatez, la mayor de las virtudes, la gran olvidada. La que le falta a Europa partida en dos, a España también; dos bandos, los que luchan por salvar una civilización que no espabila y los que se repliegan sobre la tribu y añoran a los machos alfa que simplifican un universo complejo. Qué bueno es no tener que pensar, que ya se encargan otros de conducir al rebaño.

De todos los miedos de la Humanidad, el peor de todos es el temor a no controlar la situación. Eso los vuelve locos y los empuja hacia los más bajos instintos. Son tiempos grises, igual que el alba del mayor símbolo de la lucha por esa misma cultura democrática que nos ha iluminado durante generaciones. Podéis pensar que es sentimentalismo barato. Probablemente lo es. Pero cuando se baila en el filo del acantilado las emociones son útiles para la Razón. Si queréis salvar esa civilización dormida acosada por el miedo y los falsos profetas de la tribu, disfrazados de mil maneras (dicen los cristianos viejos que de todas las máscaras del diablo su preferida es la de la virtud), pensad en aquella mañana fría y húmeda del 6 de junio de 1944. La falta de memoria de los occidentales es realmente proverbial. Y ese olvido es especialmente sensible en Europa, aterrorizada por fantasmas que son proyecciones de sus miedos. El único lugar del mundo donde un millón escaso de almas angustiadas que huyen de la guerra y el hambre meten miedo a 600 millones de personas. La mano que mece la cuna de tus miedos no es tu amiga.

Aquella mañana de junio fue un acto de valentía, compromiso y honradez como ha habido muy pocos. Miles de suicidas que sabían que lo eran, que sacrificaron sus vidas por defender ideales más altos. No eran tiempos cínicos y posmodernos, eran tiempos para ser sincero con uno mismo. En esas playas hubo algo más que una vieja potencia imperial desgarrada que luchaba por la supervivencia, o una república americana que ponía las bases de su particular nuevo imperio, o decenas de miles de franceses y exiliados continentales que ansiaban liberar sus países de los nazis. Puede sonar a sentimentalismo barato, sí, pero la Razón en ocasiones usa las emociones de escudo. Aquel día estaba en juego lo más preciado que nos define y diferencia del resto de culturas y sociedades del planeta, la necesidad (no la opción, la pura necesidad) de ser libres y que nuestras vidas no estén definidas por dogmas hieráticos, el individuo por encima de la masa amorfa, el respeto al espacio personal más allá del mediocre tribalismo que no exige nada al humano salvo dejarse llevar por la tradición y el capricho de la masa. Y da igual llamarlo patria, nación o pueblo. A derecha e izquierda cunden el mismo miedo. En eso no hay diferencias ideológicas.

A un lado de esa frontera de ansiedad hay una bruma conformada por demócratas universalistas, liberales, lo que queda de la socialdemocracia, los rescoldos de la Ilustración (agazapados en las universidades y algunos medios de comunicación, frente a la marea, casi suicidas en su resistencia), los capitalistas del mercado libre (conscientes de que sin fronteras ganan más que con ellas) y un puñado más de ciudadanos con memoria y algo de cultura histórica que saben que el nacionalismo conduce irremediablemente hacia el desastre. Al otro lado está, simple y llanamente, el miedo. Pero no un miedo coherente y consciente que te obliga a pensar y planificar, sino un miedo básico, visceral, sin entendimiento, miedo atávico al otro, a perder lo que se tiene aunque no haya pruebas de que vaya a suceder, a un escenario de cambio complejo que no entienden ni pueden controlar. Ese miedo tribal que se traduce en el repliegue hacia el grupo, a los tuyos, como si el cielo se fuera a desplomar sobre tu cabeza. Y que siempre se traduce en mensajes cortos, falsos, basados en la excitación de los instintos y propuestos por personas que en el fondo son como corsarios que sólo buscan su beneficio.

El pesimismo cunde en Europa. A fin de cuentas este continente siempre fue la patria común de la ansiedad, la neurosis y la imaginación gótica a toda velocidad. Los europeos son, básicamente, unos acongojados soñadores que tienen más miedo de lo que imaginan que de lo que realmente les acecha. Tienen más miedo a un puñado de refugiados que a Putin y una Rusia que comete cíclicamente los mismos errores. Eso se llama miedo atávico, y tiene decenas de miles de años de antigüedad. Y parece que ganan. Es tolerable perder Hungría, Eslovaquia, Croacia o Austria, que a fin de cuentas son enanitos que zumban como moscas de la fruta, pero poco más. Sin embargo el miedo ya ha prendido en Italia, en Países Bajos, en Dinamarca, en Finlandia, incluso en Alemania. Los liberales, los demócratas y los ilustrados se arrancan los pelos a tirones de ansiedad. En el lado opuesto son igual de inestables: creen que el tiempo juega a su favor, confunden sus ansias con lo inevitable, se creen sus propios mensajes y disfrutan una victoria que no es tal, que sólo habita en sus deseos porque son creyentes, no reflexivos. Envalentonados, se ven a sí mismos como revolucionarios, esa manía de romper lo establecido como la mejor manera de evolucionar. Lo cual, por cierto, es un oxímoron: la evolución es ensayo y error, lenta y constructiva. La revolución es la constatación del fracaso del cambio. Y hace más de 200 años que sabemos que nunca terminan bien.

Y ahí están. Decenas de artículos, sondeos, informes, un académico detrás de otro, una feminista alarmada que sigue a la anterior, un liberal mercantilista angustiado pisoteando a todos los demás en la espantada, minorías al margen de lo tradicional que ven con angustia cómo el miedo crea un tsunami que podría arrastrarles… la emigración satanizada en un continente de viejos improductivos que necesita sangre nueva por pura supervivencia, que piensa que aún vive en el siglo XIX de brillantes imperios supremacistas, sin darse cuenta de que el mundo jamás volverá a ser europeo. Europa sólo volverá a ser algo importante si aniquila a sus demonios y aspira a ser más que el reducto de los blancos con crisis de ansiedad y telarañas en la memoria. Se espera algo más de nosotros cuando las tiranías no sólo no desaparecen sino que crecen. Si Europa tuvo algún sentido alguna vez como civilización, fue siempre alrededor de esas ideas de democracia, tolerancia, beneficio mutuo y cultivo del conocimiento. No para ser una cultura aterrada más. De esas ya hay demasiadas. Y no aportan nada a la especie.

No se vence al miedo con nervios, bonitos discursos liberales o editoriales de prensa, con ansiedad ideológica. Vivimos tiempos de cambio completo, y es lógico que muchos tengan terror, pero eso no exime de culpa. En algún momento habrá que pisar esas playas, literal o metafóricamente (más bien lo segundo, porque la Historia nunca se repite de la misma forma), llamar al enemigo por su nombre, quitarle la máscara y enseñarle al mundo lo que es: odio, miedo, ignorancia, mediocridad, barbarie.