Europa no tiene buena memoria. Será porque es vieja y su población envejece a gran ritmo mientras es incapaz de refrescar su base de población. No hay ideología, tradición, mito nacional, étnico o cultural que resista la inevitabilidad de la mecánica universal, la física o la demográfica. Cada vez hay más ancianos, más jubilados que no trabajan, y éstos, por definición no son ni arriesgados, ni reformadores, ni intrépidos ni emprendedores. Algunos sí, pero son un puñado original que no suma. Sin políticas familiares reales que ayuden a refrescar la población, en guerra con la emigración porque nos ensucia el paraíso virtual de nuestros estados-nación seculares (y que es imprescindible económicamente), enterrados en vida en el terruño, Europa no espabila. No se trata de política, sino de demografía y cambio.
Llega ese momento en el que Europa saca a relucir su peor demonio junto con la avaricia, el nacionalismo xenófobo, enardecido desde hace varios años por la llegada en masa de refugiados e inmigrantes económicos, a los cuales necesita como el comer aunque sólo sean un parche temporal mientras recupera el equilibrio demográfico. Cae como una hoja de otoño, muy despacio, meciéndose con la gravedad tirando de ella. Este texto no es otra diatriba contra la incapacidad manifiesta para rediseñarse y escapar de los cadáveres exquisitos llamados estados-nación que son el talón de Aquiles de Europa. Esto trata de algo tan evidente y libre de subjetividad política como la lógica aplicada a una realidad que tiene ondas expansivas y efectos colaterales recurrentes: si muere más gente de la que nace, estamos (perdón por la expresión) jodidos. Y la enorme masa poblacional de Europa es el producto del baby-boom de posguerra, y no son eternos. Peor: ya han trabajado, por ellos y por muchos otros; son jubilados que no suman, sino que recolectan lo cotizado. Así que todo el peso del sistema recae en una exigua masa menor de 50 años que no va a ser sustituida, sino jibarizada. Matemáticas, no ideología o prejuicios culturales. Si tienes 4, restas 2 y sólo sumas 1, ¿qué tienes? Menos que antes. ¿Lo hemos pillado, verdad? Sigamos.
Los europeos sólo espabilan cuando les tocan el bolsillo, y normalmente para mal, con el camino equivocado. Cuando hay crisis económica, resurge el demonio pardo que anida escondido como una mitocondria en cada célula europea. Cuando hay un enemigo exterior que podría alterar su modo de vida, ese mismo demonio asoma los dientes. Cuando la sociedad envejece y se vuelve cada vez más anquilosada, cuando parece un estanque separado de fuentes de agua y queda cubierto por bacterias y plantas… entonces vuelve el cadáver del abuelo a salir del armario. Lo que vive Europa ahora mismo no es una ola conservadora o reaccionaria, ni siquiera el fin del mundo liberal. Eso son detalles pasajeros, hojas de un otoño biológico y cultural que se confunde con ideologías políticas. Lo que sufre Europa es un problema sociológico derivado de una decadencia que arrancó en los años 40 con el suicidio colectivo de la Segunda Guerra Mundial y que ahora empieza a mostrarse tal y como es. Europa quedó marcada tanto por la guerra como por la intención deliberada de la posguerra de construir un universo paralelo de europeos ricos y felices de ignorar el resto del mundo.
Tras la hecatombe de la guerra aniquiladora durmieron el sueño de los justos hasta que fueron incapaces de escapar del envejecimiento de dos generaciones de golpe, la del baby-boom y la que sobrevivió de los 30 y 40 que todavía hoy vive y vota. Así pues, los europeos crearon un estado de bienestar económico y social sobre el que construyeron un mundo de película donde todos eran blancos (o emigrantes de las antiguas colonias, marginados generación tras generación a pesar de compartir ideales y valores con los oriundos), todos eran cristianos (o sucedáneos) y la vida era feliz en un mundo dominado por EEUU y la URSS en una Guerra Fría perenne que nunca terminaba de cuajar. Éramos un mundo hibernado, congelado en el tiempo y el espacio, incapaz de ver que el mundo real cambiaba para siempre. Nos mecíamos en la falsa creencia de que Europa vivía una segunda juventud, una limpieza de cara y alma que no era tal. Han bastado un millón de refugiados (muchos frenados en las puertas) para crisparle los nervios a 500 millones de personas. Menuda invasión…
Hasta que en los años 90 bajó el telón del que hablaba Hegel en su filosofía de la Historia, donde las naciones son como actores que dicen sus frases, disfrutan de la primera línea unos instantes y luego pasan a un segundo plano como extras de una acción que no protagonizan ellos. En el fondo los europeos, envejecidos y llenos de neuras y manías que no van a quitarse de encima, porque los viejos no cambian, saben que esa metáfora es cierta, y es la reacción monacal lo más llamativo: en lugar de romper sus fronteras y redefinirse hacia el futuro, de ser de nuevo intérprete del teatro en primera línea, Europa prefiere encerrarse en su aldea. Los europeos se creen que son Astérix y Obelix, cuando en realidad son como esos ancianos resistentes que viven en pueblos perdidos en un mundo rural que se extingue. La villa se cae a pedazos a su alrededor pero ellos no se mueven. Van a morir allí. Lo saben y eligen ese camino. Y aquí es donde la metáfora deja de ser trágicamente pintoresca para ser siniestra: un continente de 500 millones de almas, la tercera mayor concentración de población del mundo, el mayor nudo comercial del planeta, cae como una hoja cuando se desprende del árbol, no lo hace rápido, sino poco a poco, con estilo… pero cae.
Europa se achica, pierde población y sólo la sustituye levemente con los de fuera, repelidos con la misma contradictoria necesidad de tenerlos. Ya ni siquiera las nuevas generaciones de los antiguos emigrantes reponen población. Lo que era notorio en el Este de Europa (mezcla de alta mortandad y emigración galopante de los más jóvenes) ahora es el horizonte a 15 años vista en Grecia, Italia, España o Alemania, países grandes donde debería estar asegurado el refresco demográfico. Es como un gran embudo: población envejecida, posiciones políticas más conservadoras y temerosas, menos emprendedores, menos fluidez económica, pérdida de masa laboral que hará inviable el sistema público de ayudas y pensiones… una tormenta perfecta que es la puntilla ideal para un continente apodado “el Viejo Mundo” con todas las acepciones de la expresión. La total falta de políticas familiares, que no tienen nada que ver con ideas conservadoras, en parte basadas en la misoginia que empuja a las mujeres a quedarse en casa y en la racanería neoliberal con lo público y social, ayuda mucho a esa decadencia humana. Sólo hay un lugar de Europa donde aumenta la natalidad: Escandinavia. Son igual de xenófobos que el resto, pero allí han comprendido que no pueden quedarse a ver las moscas pasar camino del cementerio. No se libran, eso sí, del látigo nacionalista. Los suecos que votarán esta semana parecen haberse olvidado de sus abuelos rumbo hacia EEUU, acogotados por la mediocridad del antiguo reino varego.
Cortos de miras hasta el final, muchos europeos confunden dinero público con gasto extra, sin darse cuenta de que es una inversión. Y las consecuencias ya están aquí. Resulta paradójico que un partido como el PP, que se autoproclama defensor de la familia, fuera el primero en recortar políticas sociales que habrían ayudado a muchas parejas jóvenes a tener hijos. La contradicción entre decir una cosa en público y luego en privado, y más tarde en público, en el Parlamento, hacer la contraria, es digna de mención. Porque los mismos que tienen a la familia como uno de sus valores luego votan al mismo partido que les recorta ayudas para apuntalar sus familias. Esas políticas familiares incluso podrían ser útiles para los enemigos de la inmigración, y que siguen votando a esos partidos. Desde un punto de vista xenófobo y reduccionista podría resumirse así: si hago políticas familiares activas “los míos” (pongan aquí la etnia, religión o cultura que quieran, por peregrina que sea) tendrán más hijos y no necesitaremos tantos emigrantes (eso es sólo parcialmente verdadero, relativo). Pero no lo hacen. Un ejemplo: el Partido Conservador británico, que se subió al carro de la lucha contra la inmigración, ha realizado en dos años desde el Brexit los mayores recortes públicos en décadas. Curioso, ¿verdad?
Y aquí es donde entra una solución parcial, no definitiva, llamada migración. A fin de cuentas qué es Europa sino el resultado de una oleada humana tras otra desde que los indoeuropeos entraran a punta de espada y hacha en el continente hace 4.000 años. Una capa tras otra, como una gran tarta por presión en la que cada nuevo pueblo aportaba a las anteriores y preparaba el camino para las siguientes generaciones. Así se forjó la civilización plural (un coro a varias voces) que dominó el mundo por las armas, el colonialismo y la tecnología siglos después. También es donde Europa alcanza su mayor contradicción e hipocresía. Muchos europeos tienen muy mala memoria con la inmigración: hace 80 años eran ellos los que se apelotonaban como parásitos en las puertas de EEUU, Canadá, Australia o Argentina, y con la misma ligereza con la que se quitan una mosca de encima braman contra los extranjeros invasores, que vienen a quitarles los puestos de trabajo. Como siempre, la realidad y la verdad son mucho más complejas y tienen varios niveles.
De la misma forma que un emigrante ocupa un puesto de trabajo que otros no quieren o no les ofrecen, porque el emigrante cobra menos que el nacional y ahí el contratador tiene tanta culpa como el traficante humano que mete a los extranjeros en el país, el emigrante paga impuestos y contribuye a que el sistema no se venga abajo. A veces quizás sería más aleccionador hacer desaparecer a todos los emigrantes que haya en Europa, de golpe, como un chasquido divino y que los europeos se dieran de bruces con el crujido del sistema, que lo vieran caer, cómo sus economías no hacen pie y descarrilan sin servicios o sin la mano de obra explotada y barata que sostiene una parte de las pensiones, subvenciones y del propio sistema comercial. En ocasiones sólo se aprende por las malas, a golpes. Puede que fuera la solución, una intervención divina que mostrara a esa parte reaccionaria de europeos que sus miedos son su peor enemigo. La economía es utilitarista y traiciona incluso sus propias ideas: no entiende de patrias, ideologías y miedos humanos, o ganas dinero y creces o te mueres. Punto. Siempre habrá emigrantes porque siempre serán necesarios; sólo hay un escenario en el que ningún extranjero pondría los pies en Europa, y es cuando la economía se hunde. Nadie quiere subirse a un barco que hace aguas, como en el pasado cuando eran legiones de italianos, polacos, suecos, alemanes, irlandeses o españoles los que surcaban el mundo. De eso no se acuerdan.
Siempre hay una manera más inteligente de hacer las cosas, que suele aparecer cuando en lugar de sentir pensamos con frialdad, cuando sustituimos las herencias de un pasado corrompido y extenuado por nuevas formas de ser y estar en el mundo. Pero eso cuesta, y de la misma manera que el europeo medio es pragmático y adaptativo también es un vago redomado al que le cuesta escapar del terruño, real o imaginario (en Europa hay cientos de patrias virtuales y fantasmagóricas). Resulta frustrante, y ya van muchas palabras amontonadas en muchas otras ocasiones sobre el mismo tema, asistir al triste espectáculo de la reacción alérgica de los votantes europeos (no todos, pero una importante minoría rampante saca al xenófobo ultra y pardo del armario con suma facilidad), negando la mayor de sus propios valores culturales y reservándose el paraíso para ellos mismos. Menudo paraíso, por cierto, que hace aguas por todos lados y que maltrata ya incluso a los suyos con trabajo temporal y precariedad. La hoja sigue cayendo, últimamente las espirales son más anchas y fomenta el efecto óptico de que se sostiene. De eso nada. Es la ruina a cámara lenta.
Y si éste es un problema serio y crucial, qué pasará cuando sean las máquinas las que hagan el trabajo sucio, barato y de servicios. O peor, que aquí lo hagan las máquinas y las empresas externalicen el resto a los países de donde vienen los emigrantes porque son más baratos los costes de producción… Veinte años. Treinta como mucho. Entonces añorarán a los humanos, aunque sean negros, cobrizos, musulmanes o no entiendan nuestro idioma.