Repetid esta frase como un mantra: no es Brasil, son los brasileños; no es Estados Unidos, son los estadounidenses; no es Italia, son los italianos; no es Hungría, son los húngaros… La culpa del auge de la derecha radical no es de los países, sus culturas o los payasos que eligen como líderes. Nos hemos acostumbrado a centrar la responsabilidad en un elemento o dos, como si Trump o Bolsonaro fueran luciferinos con un plan. No hay plan, son el síntoma. No hay que combatirles a ellos, sino a los votantes, con sus miedos y su respuesta mediocre ante desafíos nuevos. La masa sentimental siempre es el verdadero problema. Ni siquiera las culturas: en los rasgos identitarios brasileños o norteamericanos no hay un elemento fascista igual que no lo hay en Alemania o España. El miedo que domina a la gente es el problema, y hay que combatirlo sin histeria ni parches, desde abajo.

Trump, Bolsonaro, Salvini y el resto de “astutos” (que no inteligentes) sólo son el síntoma de una enfermedad mucho más profunda y que no tiene nada que ver con la extrema derecha. Podría haberse dado con la extrema izquierda, como en Venezuela, que es el reverso a la izquierda del mismo impulso radical. El miedo no conoce de banderas, y por alguna razón una parte muy grande de la Humanidad tiene miedo. Siempre ha habido épocas malas, de crisis, pero algo se ha roto en Occidente. Algo más profundo que una simple crisis de larga duración. Hemos pasado por situaciones mucho peores, y sobrevivimos incluso mejorando. Pero existe la percepción de que hay un mal algo más profundo y brumoso. Sinceramente no creo que se avecine una nueva era fascista como cacarean los profetas del “cuanto peor mejor para mí” de un lado y otro. La Historia jamás se repite de la misma forma, ni con las mismas consecuencias. De nada sirve mirar a los años 30 del siglo XX, porque ni Europa es aquella incubadora postimperial ni la psique o la sociología actual permitiría de nuevo un desfile de camisas pardas. Un consejo: es mejor que no os dominen los nervios y el miedo. Éste es vuestro peor enemigo y sólo os empujará a tomar pésimas decisiones.

No es el sistema el que falla, son las personas. Siempre son los humanos el problema. La Humanidad diseña sistemas (casi)perfectos, los humanos individualmente los asumen y respeta, y luego, al juntarse con los demás, terminan por destrozarlo. Por eso la democracia debe dejar de llorar y girar la moneda, como Jano, y mostrar su otra cara. Debe hacerse respetar aunque sea afilando los colmillos, como hizo hace décadas. Una referencia mitológica que a más de uno le gustará: Atenea, diosa del conocimiento y patrona convencional de Atenas y de la democracia de esta polis, también era “Palas Atenea”, diosa de la guerra justa, y se la representaba armada. Los atenienses sabían muy bien que no serían libres y no podrían mantener su sistema tan particular y original si no cumplían con esa otra dimensión: el libro en una mano, la espada en la otra. Y la democracia, por desgracia, empieza a dar señales de pereza y vulnerabilidad. Esa debilidad es aprovechada por sus enemigos, que utilizan el propio sistema para corroerla. Una cosa es que la gente tenga miedo, y otra que advenedizos sin escrúpulos utilicen ese miedo para sacar tajada. Es lo que ha ocurrido con Trump o Bolsonaro, fariseos de primera línea dispuestos a todo con tal de satisfacer sus ansias, por peregrinas que sean.

Las diferencias ideológicas no alteran la realidad, de la misma manera que 1 más 1 siempre serán 2 (al menos en este universo con estas normas físicas, y probablemente lo será en otros universos posibles). No importa de qué se disfrace el radicalismo, el sentimentalismo de masas. Ahora toca que sea la extrema derecha la que fustigue a la democracia y la intente carcomer como un gusano. Décadas antes fue la izquierda, revestida todavía de aquel comunismo mal entendido que pasaba siempre por celdas y gulags. La gente está nerviosa, mucho. Hay muchas cosas extrañas en este tiempo concreto, de cambio continuo. Se hace muy duro para el ser humano tener que mutar con la velocidad que lo hace su civilización. A principios del siglo XX nacía un movimiento estético y cultural llamado futurismo que mostraba cómo la civilización pisaba el acelerador mucho más que la propia especie: los futuristas se regodeaban en aquella velocidad, e indirectamente se mofaban del lento humano temeroso. Digámoslo de una manera mucho más directa: nuestras mentes, o mejor dicho, un grupo de mentes, van más deprisa que el resto, y ese desfase genera frustración, ansiedad y miedo. Si además los viejos moldes de poder y dominación eurocéntrica se rompen porque es imposible eternizar los ciclos de triunfo, más todavía. A los europeos y los norteamericanos blancos les empieza a angustiar, mucho, que el mundo no sea un monopolio blanco. Son ellos los que más sufren esa angustia.

El problema es el miedo y la falta de reflejos, la persistente incapacidad de gran parte de la población humana para generar nuevas ideas o adaptaciones. Ese miedo empuja al votante a elegir la opción que le susurra al oído lo que quiere oír, no lo que debe escuchar. La masa ya no es racional (en realidad nunca lo fue, pero ahora ya no se esconde avergonzada), y vota con una mano en el pan para hoy y el hambre para mañana y la otra en su estómago, donde nacen todos los miedos. Por eso casi todos los gobiernos de Europa son conservadores o de extrema derecha, por eso Rusia no puede ver más allá de un Putin que en realidad es el último estertor del mundo soviético, el verdadero lastre para Rusia. Por eso los polacos apostaron por un partido católico, populista y ultraconservador; por eso Hungría, la República Checa, Rumanía, Croacia, Austria, Finlandia, Noruega y muchas otras sociedades optan por encerrarse en la torre. Sociedades asustadas que toman decisiones poco lúcidas, cortoplacistas y que en realidad sólo aceleran su decadencia. De la misma manera que un conservador pragmático será siempre un buen contrapeso a un progresista ilusionado (y viceversa), y que para que la democracia funcione debe haber oscilaciones en el poder y en la visión colectiva, los ultraconservadores son un lastre para todos. Es como arrastrar un cadáver mientras huyes del fuego. Ya está muerto, déjalo atrás y avanza.

En otros países en cambio se opta por una izquierda mesiánica que promete lo mismo: esperanza, fe, lucha, salvación. Se disfraza de justicia social pero siempre tiene una diana sobre la que disparar, con o sin razón. Es cierto que muchas empresas son el peor enemigo del sistema capitalista por su mezquindad, avaricia e inmoralidad, y que no pagan suficientes impuestos en virtud de que deben acumular todos los beneficios posibles para existir. Eso sólo es cierto hasta cierto punto: la codicia es la vara de medir en el capitalismo financiero y corporativo. Ellos dicen una cosa, pero las matemáticas cuentan otra historia que no les gusta. Basándose en este desfase y sus consecuencias sociales, esa izquierda enrabietada que no seduce sino que te agarra del cuello y te grita al oído es la respuesta equivalente a esa derecha visceral e irracional. Mismo miedo, diferentes reacciones. No todo vale, y de momento la virulencia verbal de la extrema izquierda, salvo contados casos que sólo contribuyen a su autodestrucción, no pasa de ahí; sin embargo la extrema derecha sí recurre a la violencia, y ya hay muertos sobre la mesa, basta leer las secciones de sucesos de la prensa en EEUU y Europa para darse cuenta. La marcha de los nazis en Charlottesville en 2017, que terminó con heridos y una mujer atropellada intencionadamente, es sólo un ejemplo.

Así pues la civilización y la democracia se encuentran de nuevo en un momento delicado, pero no tanto como antaño, aunque la falta de perspectiva y memoria ciega el juicio. El miedo que revelan los post y comentarios en redes sociales y el aluvión de columnas de opinión apocalípticas después de la elección de Bolsonaro son un síntoma lógico, pero también una tergiversación de la realidad. Un poco de mesura y cálculo estratégico no vendría mal. Además, recordémoslo, Bolsonaro, Trump, Salvini, los ultras polacos y húngaros, el Mefistófeles austríaco que ahora es canciller, incluso el Brexit, ganaron limpiamente con las reglas de juego democráticas. Los ciudadanos son los culpables de su propia deriva, no hay fuerzas externas que nos acosen. Son personas dominadas por un miedo irracional que les empuja a opciones extremas que son como un fumador enfermo crónico que sigue echando un pitillo a escondidas porque es incapaz de dominarse. Esa espiral autodestructiva es lo que nos arrastra ahora. Una tormenta que mina la credibilidad de los medios de comunicación porque son testigos molestos de esos líderes que cabalgan sobre el miedo, que criminaliza al extranjero, al refugiado, al homosexual, a la mujer, al que piensa diferente.

Este miedo colectivo que mina la moderación y el equilibrio, la inteligencia, no es nuevo. En realidad la democracia siempre ha estado sometida a estas presiones. Una de las explicaciones es que la democracia es un sistema racional que necesita de una serie de premisas igualmente racionales: toma de decisiones colectiva, responsabilidades compartidas, negociación, tolerancia, un poder centrípeto que aglutine al máximo posible de personas pero con la flexibilidad suficiente como para respetar la libertad y visión de todas esas personas. Y sobre todo, eliminar la patrimonialización del poder que era el leitmotiv de los sistemas no democráticos. La democracia es perfecta cuando todo (lo económico, lo social, lo cultural, lo político) va bien, pero sufre muchísimo cuando hay problemas y la gente, asustada, empieza con el “sálvese quien pueda”. No hay que olvidar que la democracia tuvo que luchar contra el comunismo soviético y sus adláteres durante casi 50 años, que antes tuvo que lidiar con el fascismo, la Gran Depresión y el imperialismo oligárquico del siglo XIX. La democracia está condenada a una guerra eterna con ciclos de serrucho: baja intensidad en la bonanza, cimas de lucha épica en la decadencia.

En realidad la democracia es muy vieja (es más antigua que la mayoría de las religiones dominantes) y muy joven al mismo tiempo. Necesita al menos una generación para asentarse (el ejemplo es la deriva autoritaria del Este de Europa, con países que sociológicamente son como niños caprichosos en una guardería), paciencia, persistencia y resistencia. Un buen demócrata es un partisano a cara de perro y un ciudadano civilizado y educado al mismo tiempo. Ser demócrata exige un alto grado de compromiso que no todas las mentes pueden o quieren alcanzar. Recuerden, no es el sistema el que falla, son las personas. La democracia vive tanto de un pacifismo vulcaniano (lógico y ultrarracionalista) como de las compañías de asalto que desembarcaron el 6 de junio de 1944 en las playas de Normandía. Pretender que la democracia es una estación final de trayecto es una ilusión infantil: la democracia se gana cada día, cada hora, cada minuto, con cada decisión, con cada “no” frente al capricho de la voluntad ajena. Como todo lo bueno en esta vida (la libertad, el amor, el conocimiento, la virtud, el tiempo), es producto de una lucha constante y no de este ensimismamiento colectivo en el que hemos estado durante demasiado tiempo. Y el miedo no se combate con más miedo y autoflagelación culpable (porque incluso los ilustrados pueden ser como niños), sino con inteligencia, resistencia y perspectiva a largo plazo.

La democracia siempre ha estado en guerra. Seguimos en guerra. Nada ha cambiado. Bolsonaro, Trump y Salvini pasarán, pero los que les auparon seguirán ahí, en la esquina de la casa, asustados. Y ese miedo se combate con la razón, aunque tenga que estar armada.