Como indicaba no hace mucho en una de esas inserviblemente útiles redes sociales el periodista Daniel Arjona, el antiguo mundo se muere y el nuevo no termina de llegar, y entre medias se cultivan monstruos que dan mucho miedo. Es un buen resumen de lo que sucede a día de hoy, en esta peculiar “era interglaciar” que se abrió con la eclosión de la industria y la sociedad de masas a finales del siglo XX y ese futuro que nadie soñó mejor que Gene Roddenberry con ‘Star Trek’. Nunca la ciencia-ficción consiguió poner el listón tan alto, tanto que probablemente jamás lo alcancemos.
Igual que en la filosofía aristotélica la virtud era un estado temporal (nunca definitivo) alcanzado sólo con esfuerzo, persistencia y continuidad, la Humanidad debería esforzarse continuamente por alcanzar ese nivel de tolerancia, apertura, flexibilidad y reflexión. Nuestra situación, y todos los problemas derivados de la misma (el que sea, desde el nacionalismo populista a la desigualdad del reparto de la producción mundial), son producto del modelo de civilización elegido, basado en la capacidad para producir y gestionarlo todo en masa, una maximización continua de tipo industrial, donde la política siempre es de máximos y en bloque. Un mundo que germinó a lo largo del siglo XIX en sus pilares básicos: la industrialización del trabajo y la producción, el estado-nación como marco de referencia, la sociedad de masas y el individualismo. Ese nuevo marco rompió con cientos de años de existencia preindustrial donde el concepto de nación era muy difuso (mucho) y tenían más peso la religión, la familia y las tradiciones heredadas. Eso dejó de existir y en el siglo XX eclosionó con toda su fuerza el modelo.
Ese modus vivendi industrial (aplicado a todo, desde la agricultura al ocio) tuvo tres consecuencias principales: la aparición de la clase obrera (rompiendo milenios de modo agrario-comercial), la estandarización de la producción (una forma de universalismo que condiciona más que todas las políticas globales que tanto odian los nacionalpopulistas y de la que no se percatan) y el triunfo definitivo de la ciudad sobre cualquier otro modo de vida, lo que derivó en la aparición de las megalópolis. La clase obrera mutó parcialmente en clase media durante el siglo XX en parte porque el modelo laboral cambió (las máquinas exigieron un trabajo más intelectual, menos fuerza bruta y mejores condiciones para alimentar el consumismo, otra forma de atar en corto a la gente), pero la Humanidad ha dependido desde entonces de que dos tercios de la especie se deslomen para el otro tercio (siendo muy generosos con las proporciones). Un modelo que conlleva un grado de injusticia en el reparto de los beneficios que ha sido su talón de Aquiles desde siempre. Ese futuro, la propia existencia de la clase obrera y la clase media están en el aire por ese mundo que se avecina y que no termina de llegar.
El estado-nación fue producto del nacionalismo y de la necesidad de controlar un territorio políticamente y evitar revoluciones e inestabilidad. Por decirlo de una manera directa: había que controlar la sociedad de una manera más eficiente. La Revolución Francesa fue el chispazo de la moderna obsesión con la nación (ilusoria y falsa en su gran mayoría, reduccionista con la Historia de cada pueblo o región), Napoleón calentó el horno con sus invasiones y el romanticismo se encargó de servir el plato. Entre 1789 y 1820 pasaron muchas cosas, buenas y malas, pero la peor fue el estado-nación como modelo básico de convivencia, que irremediablemente conducía al nacionalismo (un pueblo, una etnia, una fe, un idioma, todo lo demás es mi enemigo o diferente) y en casos extremos, como el alemán y el ruso, al expansionismo xenófobo. Los modelos federales del Antiguo Régimen, que en algunos casos tenían siglos de existencia, fueron lanzados por la borda y la verdadera Historia de los pueblos (que nunca fue blanco y negro, sino gris) tergiversada para justificar el modelo monolítico y uniforme, tan poco coherente con la propia naturaleza humana (múltiple y poliédrica) como con el pasado. En especial con Europa, una picadora de pretendidas verdades monolíticas que se derrumban con ojear un poco el pasado.
La sociedad de masas nació como resultado de la industrialización, ya que para hacer rentable la producción en masa se necesitaba estandarizar el trabajo y el consumo; Henry Ford creó el modelo logístico, y luego llegó el consumismo como forma de vida coherente con la producción en masa. Todo era en bloque: la producción, el trabajo, la forma de vida y sobre todo el resultado comercial de todo lo anterior. Las ciudades crecieron de forma lógica con esa masificación y todo convergió para las masas, desde la cultura a la alimentación o los servicios públicos. Las oficinas urbanas sustituyeron con el tiempo a las fábricas del extrarradio, y el trabajo también cambió: de la fuerza bruta con formación técnica secundaria pasamos a la fuerza mental. Un detalle: la educación pública general no apareció hasta que la industria necesitó un mínimo de formación en sus futuros trabajadores. La industrialización tiene una lógica propia que parece escaparse a muchos observadores: tiende siempre a la mecanización máxima, a la rentabilidad máxima, y a la eficiencia máxima, y eso significa sustituir paulatinamente al ser humano de toda la ecuación productiva, porque son falibles, protestan y encarecen el proceso. El siglo XXI asiste a la pandemia del “Síndrome Gutenberg”, y a todos se nos pone cara de monje escriba que observa cómo la imprenta hace en una semana lo que él en un año. Pero las masas siguen ahí: nada es más peligroso que tener al ser humano a la intemperie.
Y finalmente el individualismo, esa filosofía de vida donde el ser humano es la medida de todas las cosas, pero no en cuanto a especie, sino con el YO como bandera. Cada individuo es un universo propio que se conecta (o no) con el resto, formando un ecosistema que sobre el papel es hermoso y justo, pero que en la realidad choca con la sociedad de masas que nos reduce a todos a piezas de un mecano más grande. Para que puedan entender el choque contradictorio entre ese mundo masificado y estandarizado y la tendencia de cada uno a ser universo propio basta ver ‘Metrópolis’ de Fritz Lang, o ‘Tiempos Modernos’ de Charles Chaplin, dos películas muy antiguas que exhiben visualmente el impacto de todo lo que hemos comentado hasta ahora. Son como el agua y el aceite: no se puede diseñar un modelo de producción, consumo y organización basado en manejar a cientos de millones de seres humanos y pretender que el individuo siga incólume. Es muy probable, tristemente probable, que el individuo fuera de facto (que no de iure) más libre hace 400 años que ahora, a pesar de que hace cuatro siglos la tiranía, el abuso y la injusticia eran mucho mayores que hoy. Al gran mecano le fallan las piezas, pero sigue funcionando porque existe algo llamado “inercia humana” que nos empuja a repetir los mismos horarios, acciones y sacrificios porque tenemos que pagar facturas, mantener el nivel de vida o no quedarnos fuera de un sistema que nunca fue diseñado para hacernos libres de verdad.
Entonces, ¿qué es lo que queda? Pues lo que apuntó Arjona, ese difuso espacio intermedio, una bruma de plañideras donde el viejo modelo sigue en marcha, decrépito pero en posiciones extremas, pero el nuevo no termina de aparecer. Es una lucha casi física entre dos momentos del espacio-tiempo que se sucederán pero que se resisten. El nuevo modelo aún es muy lejano. Quizás dentro de tres centurias observen el siglo XXI como el pivote entre aquel mundo “moderno” y el futuro en el que ellos vivirán. Me gustaría pensar que será distinto, que quizás Roddenberry y sus utopías sean algo más que una ilusión, que ese espíritu de un mundo múltiple pero unido, federal, donde la creencia ha dado paso a la ética y la ciencia, donde todos pueden convivir sin aniquilarse entre sí… Bien mirado, en realidad Star Trek es una forma de filosofía ilustrada llevada al extremo. En el relato de ciencia-ficción la aparición de la vida extraterrestre en el 2063 (el “primer contacto”) llevaba a un cambio en la propia especie: la realidad era tan apabullante que nada de lo anterior valía, ni Dios, ni la propia ciencia ni nuestra condición misma como especie egocéntrica y narcisista. En realidad todo arrancaba ahí: la aparición de un ente externo y fuera de contexto nos forzaba a cambiar. Roddenberry soñó que para mejor, pero el papel y las pantallas lo aguantan todo, incluso los hermosos sueños. Quizás ése sea el problema, que Roddenberry pidió demasiado a los humanos.
No sabemos cómo será ese siglo XXII (dando por supuesto que el XXI será una época transitoria). Quizás sea mejor, puede que la industrialización tosca y agresiva de ‘Metrópolis’ y ‘Tiempos modernos’ dé paso a un modelo de red descentralizada convergente. Es posible que la sociedad de masas se transforme en una bruma de microsociedades conectadas entre sí, flexible y donde la diversidad sea un valor indispensable para evitar la decadencia de esas comunidades, en perpetua conexión con las demás para comerciar y aprender. Quizás, como preconizan muchos liberales esperanzados, volvamos a la polis como marco de referencia y asistamos a la muerte del estado-nación: en la ciudad todos caben, se definen a sí mismos por formar parte de un lugar concreto bajo unas leyes determinadas, no por su pertenencia al tótem nacional (un pueblo, una etnia, un idioma, una sola forma de vida, y el resto es mi enemigo). El regreso a la polis obligaría a crear redes federales y a vivir más pendientes del comercio que de las filias y fobias ideológicas o emotivas, al intercambio continuo. Incluso que el “Síndrome Gutenberg” llevado al extremo nos libere: si las máquinas trabajan por nosotros (y cotizan), los humanos estaremos liberados para dedicarnos a pensar, crear y vivir. Es posible que las máquinas nos den nuestra mejor época histórica.
O puede que no. El futuro se atisba entre los huecos que deja la bruma del presente. Quizás esos monstruos de la fase de transición den al traste con todo. La esperanza siempre es un valor en alza, porque es un revulsivo surgido de la experiencia, la frustración y la necesidad. Es posible que el ser humano, de tanto tropezarse, termine por aprender un poco. Puede que todos debamos ser como Spock, el mejor personaje de Star Trek, el más humano en el fondo, el que se da cuenta antes y mejor de lo que ocurre. El que ve el inmenso bosque en conjunto y no sólo las copas de árboles cercanos en llamas.