En 2018 la capacidad del ser humano para estudiar la vida dio un gran salto, más técnico que teórico. Algo tan aparentemente sencillo como elegir una célula, marcarla y luego monitorizarla para saber qué papel juega en el desarrollo del ser humano o de cualquier otro ser vivo es en realidad una tarea complejísima que necesita de muchas otras disciplinas.
Sin embargo es una de las vías más plausibles para corregir todo tipo de enfermedades, la reproducción segura de órganos para trasplantes e incluso la erradicación de herencias genéticas indeseables que dan pie a las “enfermedades raras”, de baja incidencia pero enormes consecuencias negativas para los que las sufren. Muchas de ellas de origen genético. Por otro lado, también abre la vía para que un ser vivo, el que sea, pueda ser escaneado por completo y conocerlo en todas sus partes celulares, una especie de “gran hermano” biológico que permitirá dar saltos de gigante en la comprensión de la vida, por qué se organiza de esa forma, qué consecuencias tiene su estructura y sobre todo explorar a fondo la biología de cualquier forma de vida.
Todo gracias a la mejora de la técnica de secuenciación de ADN, que hasta ahora había avanzado a pequeños pasos pero que en apenas un año ha avanzado lo suficiente en las técnicas de investigación como para multiplicar horizontes: más trabajo, más rápido y con más eficiencia. Las aplicaciones en biología y medicina son inmensas, tantas que debe tomarse con suma precaución y cuidado. Porque al mismo tiempo saltan las alarmas de lo que es éticamente viable: la ciencia expande fronteras del conocimiento, pero también abre puertas que deben ser reguladas. Y la genética es como la Caja de Pandora, hay que tener sumo cuidado. Abre de lleno el componente ético de la ciencia.
Frente al modelo científico clásico, desvestido por completo de toda moral trascendente sobre las consecuencias del conocimiento, ya que la ciencia buscaba la verdad por un método experimental que pudiera ser contrastable y no debía preocuparse de nada más, surgió en el siglo XX otro modelo que además de conocimiento se enmarcaba en una ética virtuosa más elevada. La ciencia no sólo debía encontrar el conocimiento a partir de teorías refutables con la experiencia, además debía pensar en las consecuencias para la Humanidad, tener en cuenta si vulneraba la ética o no.
El origen de ese cambio de escenario (que no de método científico, que a grandes rasgos sigue siendo el mismo, caracterizado por ser mecanicista y supuestamente objetivo cuando en realidad no lo es) fue el trauma de la guerra y los extremismos del siglo XX. Que muchos científicos se pasaran a las filas nazis con entusiasmo creó un terremoto que aún dura: la ciencia no podía tomar partido, no era política, ni creencia. Y sin embargo, muchos brillantes físicos, químicos y médicos cruzaron la línea. Y entonces llegó Einstein y la carta a Roosevelt, en la que le empujaba a construir la bomba atómica. Luego se arrepentiría, pero era demasiado tarde.
Entre 1930 y 1950 la ciencia dio un vuelco de consecuencias lentas pero constantes que llega hasta hoy. Tras el fallo estrepitoso del método, al darse cuenta la comunidad científica que algunos de sus mejores cerebros se subordinaban a la irracionalidad con tanta alegría, y que sometían el propio método pretendidamente aséptico a esas creencias, nació esa corriente ética que exigía una nueva dimensión. El científico no sólo era un ser aséptico que aplicaba el método lógico y la experimentación, además era un ético que no traspasaba ciertos límites que podían desvirtuar a la propia ciencia. Así aparecieron personas como Manuel Elkin Patarroyo, que regaló su vacuna contra la malaria a la OMS y rechazó patentar y ganar dinero con ella. O los investigadores que se niegan a trabajar al servicio de determinadas empresas y gobiernos.
Aunque la ética estuvo presente desde el principio, fue después del gran desastre cuando más alta se colocó la exigencia. Ese nuevo horizonte ha redoblado esfuerzos con el cambio climático, en el que miles de científicos se han atrevido a dar un paso adelante moral y denunciar las manipulaciones, la mala ciencia alterada que trataba de justificar un sistema económico suicida. Las batas blancas de laboratorio dejan de ser engranajes cartesianos puros para ser algo más, y esa nueva dimensión ética desafía al modelo clásico de ciencia para lanzarla a la nueva era que vendrá, donde lo que era más o menos asumible en los últimos 10.000 años dejará de serlo.
El Gran Salto se acerca y las masas ciudadanas no están preparadas, ni informadas, gobernadas por élites políticas y económicas que en su mayoría están igual de desinformadas y faltas de conocimientos. Y sobre todo de carga moral. Confiar en las masas no es una buena idea, en especial cuando el propio sistema les niega una información veraz y auténtica para tomar decisiones políticas. La comunidad científica se percata de ello, y por eso redobla su dimensión ética. Debe hacerlo, porque si no la Humanidad cabalga a ciegas. No se trata sólo de saber más, sino de saber mejor y actuar mejor, como entes morales capaces de pensar en las consecuencias y construir una civilización más justa y equilibrada.