Ante todo, y por encima de casi todo, los escritores valoran y viven por y para lo que crean. En el caso de Walt Whitman esto alcanzó unas cotas difíciles de superar. Su propia existencia formó parte de una particular puesta en escena en la que ética y estética se confundieron para dar salida a un bardo vitalista y libérrimo que pretendía fundar una identidad nacional con palabras. Tal cual. Como un Homero americano que quiso darle a sus compatriotas lo que la Ilíada y la Odisea le dieron a Grecia y Occidente.
Contaba Manuel Vilas que fue el primer egocéntrico autobiográfico, que utilizó su vida como un lienzo en el que poder desarrollar toda su poesía. Rompió los moldes establecidos en la tradición anglosajona y europea, colgada de hacer versos cultos donde el estilo y las ideas trascendentes cabalgaran con el lenguaje. Y entonces llegó Whitman, hijo de una familia numerosa y pobre, casi sin estudios, un superviviente nato capaz de fundar periódicos y ser enfermero voluntario durante la Guerra Civil de EEUU, pero también un circo humano en sí mismo. Nadie sabe mucho sobre él, más pendiente como estaba de alimentar el mito del autor libre que cantaba a la vida, la pasión, la naturaleza, el sexo y a la divinidad que habita en cada uno de nosotros.
Fue el pionero del verso libre, el iniciador de una tradición nueva en la que el lenguaje se hacía más puro, sencillo y directo sin perder profundidad ni poder de alterar al lector. Prohibido por obsceno en su país, alabado en Europa, una gran contradicción para el poeta al que se le otorga la trascendencia de haber creado la imagen de Norteamérica, como un icono. Apóstol incansable de la democracia, que derruían mitos sociales al mismo tiempo que disfrazaba su vida para aparentar ser ese vagabundo literario que encandiló a las siguientes generaciones de escritores, a un lado y al otro del Atlántico. Un mito de dos siglos que nunca ha pasado de moda y que sigue habitando en las manos de todo tipo de lectores, desde jóvenes a ancianos. Whitman apuntaló su figura con tres soportes.
Primer soporte: el verso libre. Whitman hizo algo muy grande por el lector, y no tanto para ojos de muchos para la poesía. Hasta entonces la escritura en verso tenía el don de otorgarle ritmo musical a la literatura, le daba una ligereza y un vuelo que no podía tener la prosa, por muy enroscada que fuera, por mucha filigrana que se le diera. Pero también era compleja y los autores le habían dado tal nivel de abstracción y figura visual que muchos se sentían repelidos casi físicamente al toparse con aquellos versos. Whitman hizo la primera revolución rompiendo con las estrecheces del formato; apostó por el verso libre y desató la vitalidad en la escritura. Lo hacía para llegar a más gente, para que hasta el último compatriota pudiera leerle y entenderle; la fuerza poética residía en las imágenes y en lo que transmitía más que en el aspecto formal.
Al hundir sus raíces literarias en el pueblo, dio el primer paso para ser ese Homero que ansiaba perseguir. El lenguaje era como un hilo de Parca en el que Whitman tejía a una nación entera; escribía por una democracia americana sublime, brillante, llena de fuerza y que era para él la grandiosidad de la política por completo; escribía con libertad a la vida y la creación, la naturaleza y la alegría. No rebajó nunca la calidad del lenguaje, sólo lo retorció en prosa hasta el punto de que leerle es como descender por un río. Para quien no haya leído nunca poesía es todo un descubrimiento llegar a la mitad del texto y percatarse de que se ha metido de lleno en esos giros y meandros. Es refrescante. Lo fue en su tiempo, pero mucho menos de lo que debía haber sido. Los pioneros siempre pagan un precio. Pero desde el minuto uno después de su muerte, ya fue coronado como el bardo libre, alegre, vital y sin ataduras.
Segundo soporte: el vitalismo. “La hojita más pequeña de hierba nos enseña que la muerte no existe; que si alguna vez existió, fue sólo para producir la vida” escribió Whitman. Siguiendo el hilo filosófico de un contemporáneo tardío suyo, Nietzsche, Walt tenía una visión dionisíaca de la vida y la literatura, enlazada formalmente con la música (su gran afición, en especial la ópera, que le dotaron de cierto ritmo muy particular a la hora de escribir). Escribió para la naturaleza, la creación total y sublime; la vida era el eje central de todo, la expansión y expresión completa de esa chispa vital que lo inundaba todo y a la que debían rendir culto y reverencia los ciudadanos. Creo un vitalismo absoluto americano que chocaba de frente con la cultura europea heredada. Whitman rompió las ataduras de América con Europa, lo cual es irónico porque fue en el Viejo Mundo donde más le apreciaron.
Naturaleza, sexualidad, libertad absoluta, fusión con la vida, recreación en ella. Son los parámetros que había detrás de cada recoveco y meandro lingüístico que hacía Whitman con sus textos, una y otra vez revisados, corregidos, ampliados… El vitalismo era el eje de una forma de entender la poesía que tenía su propia deriva filosófica; sugirió cierto panteísmo en la comunión entre ser humano y naturaleza. “La vida se abre camino” es una frase muy manida pero que en Whitman alcanza cotas muy certeras: en EEUU la corriente naturalista fue siempre muy fuerte, expresada en el paisajismo recurrente en la pintura norteamericana del siglo XIX. Era una sociedad en expansión que se enfrentaba una y otra vez con el medio natural, y Whitman vio en ello no un problema, sino una bendición.
Y en cuanto a la expresión libre de la sexualidad, que fue siempre una de sus señas de identidad, fue su pequeña aportación revolucionaria a una cultura aprisionada por el puritanismo protestante. Fue su talón de Aquiles social en EEUU, donde no le perdonaron referencias explícitas y la sospecha (de algo bastante real por lo que han encontrado sus biógrafos) de la homosexualidad. Fue censurado y prohibido por obscenidad en Boston y sus ediciones siempre llevaron la carga del censor y la sospecha. No sería hasta el siglo XX cuando se hicieran estudios más libres y sin tijeras de su obra, cuando se concretó qué papel tenía el sexo en su obra: en Whitman el sexo no era algo reprobable, entendía que el erotismo y la sexualidad forman parte de esa gozosa vida libre que todo individuo debía llevar, una parte de esa divinidad que afirmaba el trascendentalismo filosófico (y de origen religioso, por cierto). Cuerpo y espiritualidad iban de la mano, el sexo era una llave y una puerta para completar el tránsito hacia el Edén que debía ser el mundo
Tercer soporte: la vida es un escenario. Whitman también inició una corriente que hoy consideramos moderna. Incluso posmoderna. La capacidad para que la vida propia sea el mejor escenario de nuestras ideas y actitudes estéticas. En pleno siglo XIX, donde todavía imperaba el pudor social, Whitman convirtió su biografía en el lienzo en el que pintar sus ideas sobre la vida, la literatura y todo cuando existía. Ese punto en el que ética y estética se funden en una persona-personaje deliberado. Whitman no fue el único, ni el primero; antes que él gigantes de la talla de Voltaire también jugaron a ser una obra teatral con piernas que explicara su propia esencia. Pero como señalaba Rivas al principio, fue el “primer moderno” en un tiempo donde la modernidad aún estaba en pañales.
Para los lectores y escritores pasó a ser una suerte de “vagabundo” de las emociones vitales y las ideas que casa poco con lo que los biógrafos cuentan de él; la imagen que proyectó no tiene mucha coherencia con lo que fue, pero eso ya da igual. Lo que importa es que forjó su ser como una realidad andante de su obra literaria. Sí, la vida es un escenario, como apuntó Hegel en cierta ocasión, en referencia a las culturas y naciones, pero sobre todo es un lienzo en blanco en el que pueden ocultar ciertas cosas. Es muy probable que las lagunas que hay sobre él fueran deliberadas. Parte del mito, de la oscuridad que siempre le ha bañado. Tanto que 200 años después seguimos al pie de la letra lo que él creó y diseñó.