Ya ha pasado, está ocurriendo y probablemente volverá a suceder: la clase política, organizada en torno a redes de intereses ideológicos y comerciales concretos, vuelve a fallar a la ciudadanía. Es posible que no haya gobierno de izquierdas, ni de derechas, y que el excelente resultado electoral de abril para la izquierda se evapore por algo tan abstracto, irreal y frívolo como la ideología y las rencillas personales. España, hasta ahora, tenía dos problemas (su sistema productivo y la anestesia social); ya es oficial, la clase política es la tercera losa en la lista.
No hay nada más humano que la rivalidad de egos. Existe incluso en otras especies, pero sólo los humanos convierten las diferencias minúsculas en trincheras. A día de hoy no se sabe quién es más culpable de que no tengamos gobierno, si el cálculo electoral y la desconfianza patológica de Pedro Sánchez (se la jugaron en el pasado y no quiere pecar de ingenuo otra vez, y el PSOE parece no admitir más autoridad moral que la suya, por peregrina y servil que ésta sea) o el ego desmedido de Pablo Iglesias y el mesianismo ideológico de Podemos, incapaces de entender el mundo de otra manera que no sea la suya, la que dibujaron en un papel. Podemos recuerda mucho a los grandes teóricos de la filosofía: sobre el papel en blanco, que todo lo soporta, el mundo futuro es perfecto y sin aristas, pero cuando hay que trasladarlo a la realidad, para modificarla, se vienen abajo como un castillo de naipes. Dos veces han podido contribuir a cambiar las cosas, y dos veces han flaqueado y mostrado todas las fisuras que impedirán que lleguen a gobernar. Podemos es una oportunidad perdida por la misma razón que todas las anteriores subidas de espíritu de izquierdas: el mesianismo ideológico.
Pero aunque ellos dos, como iconos de sus respectivos partidos, sean la diana de las iras de un país con serios problemas estructurales que no se terminan de solucionar nunca, podría extenderse la culpa de la hibernación crónica del sistema político al resto de partidos, que son la expresión de esas vertientes ideológicas. El problema de la clase política española es la ideología. Siempre lo ha sido. Una organización práctica y útil es aquella que tiene valores, ideas, códigos, pero que sabe que por el bien común en muchas ocasiones hay que doblarse como un junco ante la tormenta. Los robles, elogio de la firmeza y la resistencia, suelen terminar rotos por el viento huracanado. El mito del resistente está sobrevalorado. No sólo no es útil, sino que genera más daño que bien, y todo el orgullo moral de haber aguantado se deshace cuando sólo te quedan ruinas irrecuperables como hogar. Más o menos es lo que le puede pasar a Podemos en las próximas elecciones, que se convierta en una versión morada de IU, a su vez engullida, como una mitocondria perdida dentro de una célula. Y a Vox, incluso a Ciudadanos.
Las ideologías deberían servir como punto de discusión y argumentación, como una espina dorsal flexible en la que los ciudadanos se puedan reconocer. Servirían como faro ético ante la realidad, y cada uno votaría en consecuencia. Pero esa carga de ideas no debería ser el escudo y la excusa para comportamientos delictivos. El PP, a pesar de todas las pruebas en su contra, aguantó diez años de escándalos de corrupción que en cualquier otro país hubieran desembocado en su aniquilación. Pero España es diferente. El lema de Fraga para el turismo es aplicable a casi todo. A fin de cuentas mil años de trono y altar conservadores, de revolución y mesianismo ideológico izquierdistas, sólo han servido para convertir la sociedad española en una caja negra conductista que reacciona por filias y fobias más que por ideas racionales. Se vota con las tripas, no con la cabeza. Se actúa con las vísceras, no con las neuronas. Y esto tiene consecuencias, como que dos partidos que comparten el 60% del programa electoral terminen peleados por la frivolidad infantil de los sillones y el reparto del poder, y porque cada uno (aunque el pequeño con más ahínco suicida) tiene lugares intocables en función de sus ideologías. No piensan en nosotros. Nunca lo han hecho. Ni la izquierda, ni la derecha ni los vendehúmos que dicen no ser ni una cosa ni la otra, como Ciudadanos, que luego son justo lo contrario. Se les da de maravilla negar la realidad aunque ésta los señale y todos lo sepamos. El movimiento se demuestra andando, y la equidistancia entre izquierda y derecha también, no pactando con el mismo al que hace dos años intentabas aniquilar.
El comportamiento de los partidos políticos españoles es resultado de esa psique del “conmigo o contra mí” perpetuo que ha marcado nuestra Historia, como si no hubiera más horizonte posible que laminar al otro. El pactismo, el pragmatismo, la utilidad de las decisiones políticas y sociales, todo eso no existe. La acción política está contaminada de forma crónica por esas fronteras irreales de las “líneas rojas” que no se pueden cruzar porque si no parece el Apocalipsis. Son falsos fin del mundo que sólo sirven de coartada para no hacer nada, para no involucrarse o mojarse, siempre con el miedo de las siguientes elecciones. Los ciudadanos no merecen la pena, sólo la supervivencia del partido, un comportamiento más biológico que político. Eso con suerte, porque con mala fortuna hacen honor a lo que avisó Aristóteles: el mayor problema de la democracia es el auge de los demagogos que manipulan a la opinión pública por su interés personal. Los partidos son correas de transmisión de redes de interés particular, en ocasiones vinculados a empresas, facciones económicas o grupos sociales concretos, que tratan de imponer su voluntad. Un ejemplo: la Iglesia católica es experta en interferir en la política española a través de varios partidos, aunque en los últimos años poco caso les han hecho, porque el Dios del voto es más poderoso que el Dios cristiano y la Moncloa bien vale hacer oídos sordos a la jerarquía con alzacuellos.
El sistema español nació como una forma de democracia blindada, un ejercicio de equilibrismo entre un centro de poder viable y las taifas que han marcado desde hace miles de años esta parte del mundo. Veníamos de una dictadura larga experta en minar sociológicamente a la población. Era imprescindible crear algo sólido y estable. Y para poder organizarlo bien hacían falta partidos políticos fuertes. Esa imperiosa necesidad pasó a las propias estructuras, donde no hay lugar para las disensiones (fíjense en Ciudadanos, el PP, el PSOE y Podemos, donde no pensar como el rey del partido termina con tus huesos en la calle o fundando otros partidos); en esto los partidos políticos hacen honor a aquel chiste eterno del Partido Comunista chino y el PCUS soviético: “pensar es contrarrevolucionario”. Al final todos se parecen, recen al Dios cristiano o se obnubilen con la foto de Marx, todo es un gran juego infantil en el que no se discute al jefe, ni al partido, ni al orden. El que se mueve no sale en la foto. Y esa falta de fluidez interna en nombre de la sacrosanta ideología anula a los partidos políticos como agentes útiles para el país, que vive la realidad, y ésta no entiende de ideas, líneas rojas o chorradas personales.
La ideología, en lugar de liberarnos de la realidad y ayudarnos como una muleta a caminar de nuevo, es una tenaza que nos ata y nos pone orejeras. Una vez más: la realidad es muy tozuda, le da igual lo que pensemos o aquello en lo que creamos, a un lado y al otro. Tanto la izquierda como la derecha, política y social, sufre el mismo problema de infantilismo humano: el mundo tiene que ser como yo quiero, no como es. Casi 6.000 años de Historia registrada no le han servido al ser humano para darse cuenta de que este axioma no funciona, jamás. Izquierda y derecha. El zorro y el erizo. El ingenuo suicida y el pesimista castrado. El ciego esperanzado y el sordo desconfiado. El soñador y el acojonado. Caribdis y Escila. Y Ulises (nosotros y nuestros problemas reales) en medio de los dos inútiles. Quizás fuera buena idea entregarle de una vez el poder a Bruselas, acelerar el proceso de federalización que soterradamente se aplica a Europa desde los años 60. Que nos envíen un virrey con mando en plaza, a ser posible un alemán luterano que aplique algo de orden, coherencia y pragmatismo utilitarista, y luego ya los ciudadanos le diremos si va bien o no. Incluso podría usar los referendos como método, al estilo suizo. Porque está visto que España a su aire siempre termina montando un circo de tres pistas donde los payasos se pelean por ver quién sale primero.