Lo que empezó como una siniestra broma sádica toma cuerpo. Cuatro elecciones en cuatro años. Cambian los actores, cambian las caras, suben unos y bajan otros, como en una noria, pero la música es la misma. Los que soñaron con romper el bipartidismo no entendían que un cristal quebrado en muchos trozos es mucho más endeble. Ante la incapacidad del sistema y de sus actores principales (partidos, movimientos sociales, instituciones), quizás haya llegado la hora de echar el cierre al país y pensar a lo grande. A lo muy grande. Sólo así este pedazo del mundo podría tener más sentido y su ciudadanía ganar algo.
Hay una broma recurrente que vuelve una y otra vez, al menos entre algunas personas: al final no quedará más remedio que rendirse ante la evidencia, llamar a Bruselas para que envíe un virrey y repetir el mantra histórico; a este pedazo del mundo le ha ido mucho mejor cuando ha formado parte de algo más grande. La broma (mordaz, cruel) era más o menos esta: “Año 2021. Los españoles en referéndum, hastiados de ocho elecciones en seis años, solicitan formalmente a Bruselas que envíe un virrey a Madrid para gobernar España, respetando las administraciones locales pero que se encargue de todos los asuntos estatales y generales. En la misiva final incluso piden que sea nórdico, luterano y a ser posible de los que se van a la cama a las diez de la noche. Sólo los carolingios pueden arreglar esto”. Visto lo que ocurrió anoche, empieza a ser algo más que un chiste siniestro, paternalista, condescendiente y que porta toda la decepción imaginable de una parte de la población española con su propio país, hartos de los salvapatrias, de los mesiánicos ideológicos, de la eterna guerra de clichés vagamente basados en ideas que ha marcado durante siglos a la sociedad.
España lleva quebrada y jibarizada desde hace casi dos siglos. El golpe final llegó de ese franquismo que por su obsesión nacionalista sólo consiguió que hoy una bandera constitucional, de una monarquía parlamentaria con unos estándares legales y democrático que ya querría la mayoría de la Humanidad, sea para mucha gente un símbolo “facha” y algo digno de ser quemado o pisoteado. Tendrán que pasar generaciones antes de que llevar esa bandera no sea un símbolo partidista o ideológico cuando debería ser la enseña de todos. El franquismo se apropió de España y contaminó la idea misma del país hasta hacerla estética, ideológica y éticamente marginal para mucha gente, cuando no despreciable. A España no la mató la República, ni los rojos, ni los vascos, ni los catalanes, ni nadie, ni siquiera los falangistas originales (que fueron las primeras víctimas del franquismo, que no quería competidores ideológicos), fue el nacionalcatolicismo y sus obsesiones suicidas. Un abrazo de oso pardo que asfixió la idea. Gracias por esa, Franco, entre otras.
Una sociedad dividida ideológicamente es una sociedad inútil que se ralentiza por su incapacidad de pactar y avanzar. Y no estamos para perder el tiempo. El resto del mundo avanza, y nosotros empantanados en el mismo punto de siempre, capaces de quemar la casa con tal de que el otro no se la quede. Nada es inevitable, nada es irrevocable, nada puede estar eternamente. Si Roma cayó, todos caerán, todos pueden caer. España sólo es un capítulo más de la historia de la especie, puede que un poco más brillante que otros culturalmente, pero poco más. Y las naciones mal llamadas periféricas que se estructuran dentro del estado no se librarán tampoco de ese derrumbe, no son mejores que la nación española a la que niegan o dicen no pertenecer; Cataluña ha optado por el nacionalismo más rancio posible, el identitario supremacista, y Euskadi, después de sentir en sus carnes las consecuencias de ese nacionalismo, ha optado por el florentinismo fullero del jugador de cartas. Le ha dado más réditos, pero no para de tensar una cuerda que bien podría romperse.
Y aquí estamos, cuatro elecciones después, en la misma situación. El cristal sigue lleno de grietas, nadie lo cambia y el hastío lo domina todo. El ascenso de los movimientos redentores que se vinculan a las ideas básicas y tótem (patria, nación, identidad, Fe, etc) y a las emociones más primitivas tienen campo para progresar. Tocarán techo porque su mensaje es tan radical y extremo que queda imposibilitado de triunfo mayoritario real sin el uso de la fuerza, que, evidentemente, no ocurrirá en un entorno en el que España está incrustada en un sistema europeo del que no puede escapar salvo derrumbe general. Aunque es reseñable cómo los jóvenes, con sus cabezas blandas dispuestas a creer más que pensar, parecen confiar en Vox por ignorancia, falta de formación. Pecadillos de juventud que la gente adulta no comete en tanta proporción. Tendría gracia que sean los jubilados y ancianos, que no votan de forma reseñable a Vox por escalas de edades, los que salvaran el futuro. Pero es posible que esta tormenta dure años. Es muy probable que la fragmentación y el auge extremista dure diez años como mínimo, si no más. Han venido para aglutinar el desencanto ciego e irracional. Y en un país que ha tratado la educación como un lujo y ha preferido idiotizar a las masas, eso se paga caro.
Llegados a este punto, la idea de un virrey europeo tendría incluso su coherencia. A fin de cuentas España, “las Españas” (como decían los Austrias con buen tino), Hispania, Iberia, Sefarad o como quieran llamarla, siempre ha prosperado más y se ha abierto al mundo cuando ha formado parte de algo más grande que ha sabido gestionarla. La idea de aquella Roma espléndida que convirtió Hispania en una de sus joyas. Recuerda a una de las mejores construcciones humorísticas, la de los rebeldes judíos en ‘La vida de Brian’ de los Monty Python, cuando lanzan diatribas contra los romanos que dominan Palestina y se preguntan “¿qué han hecho por nosotros los romanos?” y para su desgracia no paran de citar todos los logros económicos, legales, sociales, artísticos y tecnológicos que Roma llevó a un reino de pastores y pescadores. En el fondo de esa broma late la idea de que el propio país no siempre es el ejemplo o espejo en el que verse, y que aspirar a algo más alto, a sabiendas de que entregas las llaves, puede ser mejor. Ese algo federalista, europeísta, continental, un futuro mejor como parte de un esfuerzo común basado en la libertad, la igualdad y la fraternidad que elimine de raíz todo aquello que perturbe el conocimiento, el comercio y el bienestar material.
Las naciones no dejan de ser creaciones arbitrarias sometidas a demasiados conflictos por su propia consideración nacionalista: soy A porque no soy B (o C, D, E, etc), por lo que tiende siempre al reduccionismo que cierra puertas y ventanas a una sociedad hasta convertirla en un museo humano inmutable y por lo tanto muerto. La vía de definir A por incluir a B, C o D y por sus valores y logros no está sobre la mesa. Lo tradicional es preferir ser esa caterva de rebeldes jibarizados incapaces de ver más allá. Por encima de todo eso están las ideas máximas que abren puertas, ventanas y derriban muros. Las ideas no mueren, sólo quedan congeladas hasta que alguien con visión las rescata. Hoy, más que nunca hace falta sacar del congelador a esos ilustrados que soñaron con la democracia federal, la razón (armada o no, furiosa o tranquila) la superación del concepto de nación, pueblo, tribu, masa. Sólo así seremos realmente libres, incluso (sobre todo) de nosotros mismos.
La Ilustración fue un tiempo concreto, pero las ideas nacidas de esa revolución cultural son tan válidas hoy como entonces, puede que incluso más. Sólo así se puede superar la división y encontrar un futuro digno para un país que lleva penando mucho tiempo, que abrazó la democracia con la Fe del converso necesitado pero que hoy se permite el lujo de fantasear sentimentalmente con una patria idealizada que no existió ni existe, que niega la mayor a las mujeres, las minorías… son demasiadas cosas como para no fijar un límite en el suelo. Porque de lo contrario no hay más futuro que entregar el reino metafóricamente a Bruselas y convertirnos en una provincia gestionada por otros porque es obvio que nosotros no sabemos. Eso sería, también metafóricamente, claudicar ante la crónica incapacidad de los españoles para dotarse de un progreso estable y no sometido al fanatismo ideológico, sentimental o religioso. Una sociedad no se define por la gens (el origen tribal o étnico), sino por sus leyes, su marco estatal y sus proyectos de futuro. Todo lo demás, idiomas, sentimientos, símbolos e incluso la Historia, son circunstancias, pero no destinos finales.
Y en efecto, con Roma (mejor dicho, con la idea republicana, política, cultural, de Roma), esto no pasaba.