Boris ha ganado. Arrollando. Todo listo para el divorcio de la vieja Britannia romana del continente. Tiene mayoría para sacar adelante el Brexit sí o sí, duro o blando, abrupto o negociado. Esto se ha hecho tan largo que ya casi es deseable la marcha de un socio que nunca fue leal, que parecía disfrutar como lastre para la integración europea. Gran Bretaña (aunque aquí habría que decir Inglaterra, como ha quedado demostrado varias veces por la resistencia de Escocia, Gales e Irlanda del Norte a salir de la UE) ya tiene vía libre para marcharse y encontrar su camino bajo las estrellas, sea cual sea, aunque muy probablemente (demasiado) cerca de las 50 estrellas de su antigua colonia. Y Europa, por fin, podrá despejar el horizonte para mejorar.

Los divorcios son tan brumosos y emocionales que cualquier opinión sobra. Nadie es imparcial. Esto empezó como una tontería nacionalista más nacida de esa sensación (falsa) de superioridad de los ingleses (que no de los británicos) ante una Europa que siempre vieron como una jaula de grillos insensata y condenada a pelearse eternamente. El Brexit es una añoranza de un imperio ya extinguido, de un mundo encapsulado hace cien años hundido entre 1914 y 1945 por errores propios y ajenos. Es la utopía de que una sociedad puede levantar muros ante el resto del mundo y controlar cómo se relaciona con el exterior, es la confusión permanente en muchos individuos que creen que un país es como una casa o un castillo. Es la sensación de superioridad moral sobre un mundo que la propaganda nacional considera más inestable: sólo Inglaterra es estable, segura y moral.

Que nadie se equivoque: los ingleses no nos necesitan, se bastan y se sobran a sí mismos. Son uno de esos pueblos encastillados que creen que la insularidad les libra de todo tipo de males que ven en los demás. Para ellos Europa es un lugar inhóspito de gentes insensatas sin tradición democrática auténtica que luchan por crear imperios que le digan a todos cómo deben vivir. Temen el continente porque creen que sólo queremos controlarlo todo, sobre todo su virtuosa libertad para llevar la contraria. El liberalismo político y económico va tan íntimamente ligado al carácter inglés como la gastronomía, la sofisticación artística o el hedonismo suicida en otros pueblos. El Brexit no es una traición a Europa, sino el último acto de rebelión de los ingleses frente a un mundo con el que sólo han sabido relacionarse de dos modos: ignorándolo o saqueándolo. No hay nada más inglés que el Brexit, y son coherentes consigo mismos.

Eso hace que el Brexit sea predecible. El euroescepticismo no es nuevo, arrancó en aquellos años 70 en los que muchos británicos creían que aquel club bruselense ponía demasiadas ataduras para lo que sacarían. Basta conocer un poco la cultura inglesa y su Historia para darse cuenta de que era una relación de interés comercial, no algo sentido, real. Hacían de Caballo de Troya mercantilista y anglosajón en un edificio europeo dominado por Francia y Alemania, curiosamente las dos mitades surgidas del estado fundacional de Europa, aquel lejano Imperio Carolingio que fue capaz de unir gran parte del continente bajo un mismo poder y que supuso una revolución cultural para un mundo oscuro y empobrecido. Como fruta madura, aquel 2016, uno de los peores años de la Historia reciente, fue el principio de una zozobra que por fin terminará con un divorcio esperamos que acordado.

Y perdemos todos. Puede que materialmente, políticamente y culturalmente pierda más Gran Bretaña, que en breve debería quitar el “Gran” del nombre porque Escocia e Irlanda del Norte ya meten fuego al horno del descontento. Como todo nacionalismo, por muy sofisticado que sea, tiende siempre al reduccionismo. Quizás les vaya bien solos, aunque cualquiera con dos dedos de frente sabe que fuera del club europeo hace mucho frío y que el mundo está lleno de peligrosos matones y embaucadores dispuestos a asaltar tu nueva casita solitaria en lo alto de la colina. Y no tiene por qué ser uno de los matones habituales (¿Rusia?, ¿China?). Es posible que quien más gane con todo esto sea el “amigo” eterno bajo cuyas alas se refugia siempre Gran Bretaña: una vez liberada del control europeo, la isla quedará a merced de las apetencias de la apisonadora norteamericana, socio comercial y padrino natural de los ingleses. Más de un anglófobo sádico ya imagina a Gran Bretaña como una segunda Puerto Rico sometida a un poder más perverso que el de Bruselas, un gigante que no va a dejar escapar la oportunidad de dominar una de las viejas potencias comerciales.

Pero son elucubraciones gratuitas tan válidas como intentar adivinar el número ganador de la lotería. Todos fantasean, incluso los que simulan tomar distancia y usar la fría lógica y la atemperación de pasiones cuando en realidad están colándonos sus alegrías, temores o alivios. Hay anglófilos impenitentes capaces de echar pestes sobre sus países y la Unión Europea como si fueran el demonio con tal de no cejar en su amor ciego; y también hay anglófobos igual de persistentes que fustigan a los británicos con la saña de un corazón roto y traicionado que le desea mil males a quien un día fue su amigo, compañero, camarada… aunque Gran Bretaña se empeñó en ser el gran aguafiestas que ralentizaba a todos. Pero también fue la que luchó contra el fascismo de forma más decidida, la que inmoló su imperio por liberar el continente, la que ganó la guerra pero perdió la paz. Se van 60 millones de personas que habrían apuntalado el sueño europeo. Nadie sobra en una construcción tan pionera y casi de ciencia-ficción como es la UE, con todas las papeletas para salir mal, acosada por los agoreros que no mudan el pesimismo aunque la realidad les contradiga, un invento extraño que, sin embargo, tiene una esperanza inquebrantable.

Seamos sinceros: es posible que les vaya bien. Puede que no en los primeros años, pero sí con el tiempo, una vez digerido el golpe. Tienen capacidad económica y capital humano suficiente como para salir adelante. Se quedarán mucho más aislados y solos, cierto, pero eso es lo que han votado y deseado desde 2016, porque los ingleses son un pueblo huraño y hosco que prefiere vivir como los hobbits, bajo tierra y sintiéndose reyes de sí mismos (ilusos…) en su castillo, que no deja de ser un remedo de reino doméstico. Ya tienen lo que deseaban: en su metáfora de Gran Bretaña como un barco, navegarán solos, rumbo a la desconocido. Bueno, no todos, claro, porque nada en esta vida sale gratis: a partir de ahora tendrán que cargar con ese 45% más o menos estable de gente que no quería irse de la UE y que a buen seguro no va a quedarse quieto, especialmente los que tiñen su europeísmo de nacionalismo histórico (Escocia) y religioso (Irlanda del Norte). Quien siempre la discordia en casa para librarse del vecino no tiene asegurada la tranquilidad después de la mudanza. No hay nada peor que el resquemor y la frustración acumulada.

Sólo queda ya desearles lo mejor, que no rompan del todo con el continente, que sean buenos socios comerciales de la UE y no los rivales filibusteros que pronostican algunos, que puedan sobrevivir al abrazo de oso del amigo americano y que como la antigua Britannia contemporánea de Carlomagno, sean aliados y no enemigos. Porque ahí fuera hace mucho frío y los ingleses no están sobrados precisamente de amigos. O de perspectiva. Aún creen que son un imperio, y el resto del mundo se aguanta la carcajada.